Berufung

Entrevista al cardenal Wojtyla sobre el sacerdocio (octubre 1962)

En octubre de 1972, la revista Palabra (nº 86) publicaba una entrevista exclusiva de Joaquín Alonso Pacheco al entonces cardenal Karol Wojtyła, arzobispo de Cracovia. La conversación tuvo lugar con motivo del primer aniversario del III Sínodo de Obispos, dedicado al sacerdocio ministerial, en el que el cardenal polaco había tenido una participación destacada.

Joaquín Alonso Pacheco-1 de September de 2025-Lesezeit: 13 Minuten
Wojtyła

Al cumplir el primer aniversario del III Sínodo de Obispos, para PALABRA traemos a sus páginas las declaraciones del cardenal Wojtyła, cuya destacada actuación en el mismo, como representante del episcopado polaco, es sobradamente conocida.  

El cardenal arzobispo de Cracovia, monseñor Karol Wojtyła, ha respondido amablemente a la entrevista que le ha hecho el director del «CRIS», Joaquín Alonso Pacheco.  

El cardenal, además de aludir a los temas tratados en el Sínodo, habla de la situación de la Iglesia en Polonia, donde, a pesar de diversas dificultades, los sacerdotes están dando muestras admirables de su conciencia sacerdotal.

—Polonia es uno de los países que ha registrado en estos últimos años mayor incremento de vocaciones al Sacerdocio. En este fenómeno juega un papel indudablemente importante la imagen del sacerdote que los ciudadanos polacos desean para su Iglesia. ¿Podría explicar, Eminencia, qué expectativas tiene en Polonia la Iglesia en este sentido?

—Ante todo he de decir que debemos al último Sínodo de obispos, que intensificó y sistematizó la reflexión sobre el tema del sacerdocio ministerial, el que esta reflexión haya alcanzado a toda la Iglesia, llegando desde las Conferencias episcopales a las iglesias locales y a todos los fieles. De modo que hemos tocado uno de los puntos fundamentales de la conciencia de la Iglesia. Sobre esta conciencia de la Iglesia reavivada por el Sínodo se plantea, también, por lo que se refiere a Polonia, el problema de las expectativas de los católicos respecto a la figura del sacerdote.  

Es verdad que la forzada carencia de organizaciones católicas en nuestro país nos ha impedido muchas veces consultar a todos los sectores del laicado en la fase preparatoria del Sínodo; sin embargo, otros acontecimientos nos han permitido tomar nota directamente de sus sentimientos sobre el problema del sacerdocio. La celebración, en 1970, del cincuenta aniversario de la ordenación sacerdotal de Pablo VI, que se vivió con particular intimidad en Polonia; el 25 aniversario de la liberación de 250 sacerdotes de los campos de concentración de Dachau y, el año pasado, la preparación de la beatificación de Maximiliano Kolbe —el sacerdote católico que dio su vida en Auschwitz a cambio de la de un padre de familia— han significado para nuestros fieles una especie de introducción espiritual al Sínodo y, para nosotros, una ocasión de constatar que la figura del sacerdote se encuentra en el centro de la conciencia de la Iglesia en Polonia.  

Esto mismo prueban las respuestas dadas por nuestros sacerdotes, la primavera pasada, a las preguntas formuladas por la Secretaría del Sínodo en la fase preparatoria. Sus respuestas se atienen a esa conciencia, es decir, definen la figura del sacerdote de acuerdo con sus propias convicciones y, al mismo tiempo, de acuerdo con las exigencias concretas de todo el resto del Pueblo de Dios. En Polonia es un hecho consolador la estrecha relación que existe entre la existencia sacerdotal concreta —el modo que el sacerdote se ve a sí mismo— y las exigencias de la fe viva de la Iglesia —el Sensus Fidei del Pueblo de Dios para el cual él ha sido llamado al ministerio.  

De aquellas respuestas se deduce que para los católicos polacos la problemática del sacerdote se plantea principalmente en torno al momento mismo de la vocación sacerdotal. Se la concibe con razón, como una particularísima llamada personal de Cristo, la prolongación sobrenatural de la llamada dirigida por Jesús a los Apóstoles. Todos los fieles, en las diversas formas de la existencia cristiana, tratan de conducir su vida de acuerdo con la especial intención de Dios contenida en el Bautismo, pero la vocación sacerdotal se entiende justamente en toda su peculiaridad. A ese nuevo «ven y sígueme» pronunciado imperativamente por Cristo, responde, en la sensibilidad de nuestros fieles, la certeza de que, al carácter personal de tal llamada, debe seguir un compromiso total de la persona. En resumen, se vive, literalmente la expresión con la que la epístola a los hebreos describe el sacerdote como: ex hominibus assumptus (Heb 5, 1). 

Este es lo que explica cómo, a pesar de las dificultades objetivas, los seminarios sean objeto de particular atención por parte de todos y sean mantenidos gracias, exclusivamente, a los donativos de los fieles, y explica también la extraordinaria participación con la que —especialmente en las comunidades de provincia, pero también en las grandes ciudades— se siguen las ordenaciones sacerdotales y las celebraciones de las primeras Misas.

Podemos seguir sirviéndonos del modelo del texto paulino para ilustrar un segundo aspecto importante de esta conciencia de los fieles polacos relativa al sacerdocio: pro hominibus constituitur. Los fieles ven en el sacerdote al sustituto y al seguidor de Cristo, que sabe afrontar con gusto cualquier sacrificio personal para la salvación de las almas que le han sido confiadas. Están seguros de él y aprecian, sobre todo, su celo apostólico concreto y su incansable espíritu de sacrificio por el prójimo, realizado en el espíritu de Cristo. Y es, precisamente, insistiendo sobre estas dimensiones de la existencia sacerdotal cómo pienso que se puede superar cualquier “crisis de identidad”. El sacerdote es útil a la sociedad si logra emplear todas sus capacidades físicas y espirituales en el desempeño de su ministerio pastoral. Los fieles no necesitan de funcionarios de la Iglesia, o de eficaces dirigentes administrativos, sino de guías espirituales, de educadores (entre mi gente es convicción común que el Cristianismo posee principios morales y posibilidades educativas insustituibles).

Volviendo al documento sinodal, para ver reflejada en él la situación polaca, sería preciso aportar una nueva corrección: más que insistir en la crisis identitatis, sería necesario poner de relieve la identificación per vitam et ministerium que constituye precisamente el dato más relevante del modo en que nuestros fieles consideran el Sacerdocio, a la luz de todo lo que ya subrayaron algunos documentos conciliares como la Lumen gentium und die Presbyterorum ordinis. Esto no significa que los sacerdotes polacos no miren con agradecimiento la tarea realizada por el Sínodo.

Es Dios quien da el sacerdocio.

—En numerosos países occidentales, en los que con la industrialización se ha difundido una mentalidad cada vez más típica de la sociedad secularizada, se habla de sacerdocio part-time y de actividades profesionales de los sacerdotes. ¿Cómo considera V. Eminencia este problema en relación con el de la escasez de clero?

—El documento final del Sínodo responde a esta pregunta en términos esenciales. En la parte dedicada a los principios doctrinales se lee: “La permanencia de esta realidad que marca una huella para toda la vida —doctrina de fe conocida en la tradición de la Iglesia con el nombre de carácter sacerdotal— demuestra que Cristo asoció a sí irrevocablemente la Iglesia para la salvación del mundo, y que la misma Iglesia está consignada definitivamente a Cristo para cumplimiento de su obra. El ministro, cuya vida lleva consigo el sello del don recibido por el Espíritu Santo, es signo permanente de la fidelidad de Cristo a su Iglesia”.

De acuerdo con toda la tradición, el Sínodo ha afirmado que el sacerdocio ministerial, como fruto de la particular vocación de Cristo, es un don de Dios en la Iglesia y para la Iglesia; y sucede que precisamente este don, una vez aceptado por el hombre en la Iglesia, es irrevocable. En efecto, el Sínodo ha reafirmado que “esta peculiar participación en el sacerdocio de Cristo no desaparece de ningún modo, aunque el sacerdote sea dispensado o removido del círculo del ministerio por motivos eclesiales o personales”.

En la práctica es la Iglesia la que, a través del obispo, llama a determinados individuos al sacerdocio y se lo transmite de modo sacramental, pero esto no debe hacer olvidar que el autor del don, aquel que ha instituido el sacerdocio es Dios mismo. “Por la imposición de manos se comunica el don imperecedero del Espíritu Santo (cfr. 2 Tim. 1, 6). Esta realidad configura y consagra el ministro ordenado a Cristo Sacerdote (cfr. PO 2) y le hace partícipe de la misión de Cristo en su doble aspecto, a saber: de autoridad y de servicio. Esa autoridad no es propia del ministro: es una manifestación “exasiae” (es decir, de la potestad) del Señor, en razón de la cual el sacerdote cumple una misión de enviado en la obra esencial de la reconciliación (cfr. 2 Cor. 5, 18-20)”.

¿Qué decir, por tanto, del sacerdocio part-time? También aquí la respuesta nos la da el documento final del Sínodo. “Se debe dedicar al ministerio sacerdotal, como norma ordinaria, tiempo pleno. Por tanto, la participación en las actividades seculares de los hombres no puede fijarse de ningún modo como fin principal, ni puede bastar reflejar toda la responsabilidad específica de los presbíteros”. Se trata, por tanto, de facilitar una respuesta adecuada a la pregunta “¿Qué es el sacerdote?”, en este contexto el Sínodo recoge las palabras del Presbyterorum ordinis: “Los presbíteros sin ser del mundo y sin tener el mundo como fin, deben, sin embargo, vivir en el mundo (cfr. PO 3; 17; 10; 17, 14-16) como testigos y dispensadores de otra vida distinta de esta vida terrena (cfr. PO 3)”.

Sólo a partir de estas premisas puede surgir una solución realista y conforme con la fe. El Sínodo no ha olvidado que también en épocas pasadas de la historia de la Iglesia ha habido sacerdotes que se han dedicado a actividades extra-sacerdotales, pero ejercitándolas siempre en estrecha conexión con la específica misión pastoral; por ello precisa “para poder determinar en las circunstancias concretas la conformidad entre las actividades profanas y el ministerio sacerdotal, es necesario preguntarse si tales funciones y actividades sirven, y en qué modo, no sólo a la misión de la Iglesia, sino también a los hombres, aun a los no evangelizados, y finalmente a la comunidad cristiana, a juicio del obispo del lugar con su presbiterio, consultando si es necesario la Conferencia Episcopal”.

La decisión del obispo o de la conferencia episcopal deberá, por tanto, tener en cuenta estas premisas. Por lo que respecta, finalmente, al desempeño de actividades propiamente extrasacerdotales, el Sínodo lo consiente, pero con algunas importantes precisiones: “Cuando estas actividades, que de ordinario competen a los seglares, son exigidas en cierto modo por la misma misión evangelizadora del presbítero, se requieren que estén de acuerdo con otras actividades ministeriales, ya que en tales circunstancias pueden ser consideradas como modalidades necesarias del verdadero ministerio (cfr. PO 3)".

El Sínodo ha asumido, por tanto, la responsabilidad de proteger a la Iglesia del riesgo de una desvalorización del don divino del sacerdocio. Con arreglo a este mismo sentido de responsabilidad, mantengo que se debe enmarcar en sus justas dimensiones el problema de la escasez de clero; no se puede pensar en resolver las dificultades derivadas de la cantidad, renunciando a la calidad. Se trata de mejorar el aprovechamiento del sacerdote en la Iglesia, pero sin olvidar que sólo «el Señor de la mies» puede multiplicar este don, y que es a los hombres a quienes corresponde acogerlo con las disposiciones que por su naturaleza requiere.

¿Crisis de identidad?

—De sus palabras se puede sacar la consecuencia de que la crisis que ha alcanzado al Sacerdote se remonta, sobre todo, a dificultades de fe y a falta de una genuina espiritualidad sacerdotal en la Iglesia de hoy. ¿Le parece, sin embargo, que, por encima de esta crisis, actúe también una cultura macroscopicamente descristianizada? El Sínodo, a que usted se ha referido, ha tocado también este aspecto; ¿cuál es su opinión al respecto?

—Durante los trabajos sinodales se habló mucho de crisis de identidad del sacerdote, encuadrándola sobre el fondo de una crisis de identidad más fundamental de la Iglesia misma. Ciertas expresiones, sin embargo, me parece que quedan desdibujadas: está claro que más que a una crisis objetiva, en esas expresiones se alude a una conciencia subjetiva de crisis. Dejando esto aclarado, paso a responder directamente su pregunta. El documento final sobre el sacerdote, a pesar de evitar la expresión «crisis de identidad» —usada, en cambio, en el documento preparatorio—, precisamente en los puntos dedicados a ilustrar tal crisis, evoca esa idea. He aquí un ejemplo: «Ante esta realidad nacen en algunos estas inquietantes preguntas: ¿Existe o no existe una razón específica del ministerio sacerdotal? ¿Es o no es necesario este ministerio? ¿Es permanente el sacerdocio? ¿Qué quiere decir hoy ser sacerdote? ¿No sería suficiente para el servicio de las comunidades poder contar con unos presidentes designados para servir al bien común, sin necesidad de recibir la ordenación sacerdotal, y que ejercieran su cargo temporalmente?».

Se puede, sin duda, sostener que preguntas como ésta han surgido históricamente en el ámbito teológico, apelando a presupuestos teóricos elaborados sistemáticamente por ciertos teólogos como contestación a la metodología teológica tradicional. Pero una vez formulados y lanzados a la opinión pública eclesial, expresan una actitud de contestación existencial más profunda. El texto se preocupa precisamente de reconstruir la génesis de este segundo tipo de contestación, y en este entorno sigue refiriéndose al ámbito total de la cultura contemporánea: «Los problemas hasta aquí indicados, en parte nuevos y en parte ya conocidos desde antiguamente, pero planteados hoy bajo nuevas formas, no pueden ser comprendidos al margen del contexto total de la cultura moderna, que pone seriamente en duda su propio sentido y valor. Los nuevos recursos de la técnica suscitan una esperanza fundada demasiado en el entusiasmo, a la vez que una profunda inquietud. Uno se puede preguntar con toda razón si el hombre será capaz de dominar su propia obra y de encauzarla hacia el progreso».

«Algunos jóvenes sobre todo han perdido la esperanza en el sentido de este mundo, y buscan la salvación en sistemas puramente meditativos, en paraísos artificiales y marginales, rehuyendo el esfuerzo común de la humanidad”.

«Otros animados por utópicas esperanzas sin ninguna relación con Dios, de manera que en la consecución de un estado de impresión total, trasladan del presente al futuro el sentido de toda su vida personal”. 

«Con esto quedan completamente desvinculadas acción y contemplación, instrucción y recreación, cultura y religión, polo inmanente y trascendente de la vida humana».

El problema es éste: ¿es justo este diagnóstico? O mejor: ¿explica verdaderamente todo? Es decir, ¿es de verdad debido al contexto de la cultura contemporánea? Los miembros del Episcopado polaco que están en contacto con dificultades de posguerra, se inclinan a sostener que el documento generaliza un conjunto de síntomas característicos del mundo occidental con gran desarrollo tecnológico; la situación de la Iglesia en otros países presenta aspectos bien distintos.

Vida de fe.

El Sínodo, ciertamente, no ignoró esa realidad: «Sabemos que hay diversas partes del mundo donde no se ha sentido hasta el presente este profundo cambio de la cultura, y que las cuestiones puestas de relieve anteriormente no se plantean en todos los sitios, ni por todos los sacerdotes, ni bajo el mismo punto de vista».

Ahora bien, en Polonia quizá por la influencia de un régimen político y sociopolítico diferente, la transformación cultural no sólo se advierte menor, sino también de un modo bastante distinto. De los sondeos recientes entre los sacerdotes polacos se deduce que entre nosotros no se puede hablar ni de crisis de identidad del sacerdocio ni de crisis de identidad de la Iglesia. En el choque con la ideología marxista y su ateísmo programado y difundido propagandísticamente, la Iglesia no ha perdido la propia identidad. Las crisis, cuando las hay, son individuales; y aquí volvemos al problema de la fe y de la espiritualidad. La fe es una gracia sobrenatural que se desarrolla en las circunstancias más variadas y contradictorias. En este tiempo, puesto que el incremento del progreso material lleva consigo fuertes tensiones en la vida espiritual, pienso que se debe subrayar que su resolución radical depende de un incremento proporcional de la vida de fe. Y ésta, más allá de los diagnósticos, fue también la respuesta fundamental del Sínodo.

Opinión pública en la Iglesia.

—Paralelamente a la misión de estimular y garantizar la fe (Magisterio) está la función de orientar a los creyentes, transmitirles fielmente las indicaciones magisteriales. ¿Podría, en este sentido, explicar la alusión hecha hace poco a la teología?

—No se trata sólo de la teología, sino, en general, de la formación de la opinión pública en la Iglesia. En este sector desempeñan un papel determinante los massmedia, que, como es sabido, se estructuran según leyes propias. Estos, naturalmente, no pueden actuar en detrimento de su fidelidad al mensaje.

El problema es tan real, que el mismo Sínodo le hizo eco en el documento sobre la justicia con estas palabras: «la conciencia de nuestro tiempo exige la verdad en los sistemas de comunicación social, lo cual incluye, también, el derecho a la imagen objetiva difundida por los mismos medios y la posibilidad de corregir su manipulación».

La Iglesia ha tratado la problemática de la comunicación de manera cada vez más positiva y confiada (baste pensar en el decreto conciliar Inter mirifica y en la instrucción Communio et progressio), pero al mismo tiempo no puede ocultarse la existencia objetiva del peligro de que los males de la comunicación lesionen el derecho a la verdad y se conviertan en uno de los principales centros de injusticia en el mundo contemporáneo. Por eso, asignando a los massmedia su justa finalidad, el texto sinodal afirma explícitamente: “Este tipo de educación, dado que hace a todos los hombres más íntegramente humanos, les ayudará a no seguir siendo en el futuro objeto de manipulaciones, ni por parte de los medios de comunicación, ni por parte de las fuerzas políticas, sino que, al contrario, les hará capaces de forjar su propia suerte y de construir comunidades verdaderamente humanas”.

Estos textos centran nuestro tema, a pesar de que en cierta medida superan el contexto: ayudan a disipar los equívocos que se originan al pasar del plano de la vida de la Iglesia —en el que pastores y teólogos aportan su específica contribución, siendo fieles al ministerio pastoral y sacerdotal— al plano de la comunicación y de la creación de una opinión pública. Considero, por tanto, justificadas las preocupaciones de los padres sinodales por evitar que, en el paso de las comunicaciones sociales, se deformen elementos que son esenciales para la vida de la Iglesia. Se trata de poner en acto un movimiento de sensibilización que promueva en los responsables de la comunicación una mayor conciencia de su responsabilidad en la edificación de la Iglesia según la voluntad de Cristo, detectando con realismo aquellos factores que —por intereses partidistas y por un difundido espíritu de divismo— influyen de un modo negativo.

Preguntarse sobre los valores cristianos.

—Entre las advertencias hechas a los sacerdotes por el Magisterio eclesiástico reciente, destaca, por su frecuencia, la puesta en guardia contra la tentación de adaptar el anuncio de la Palabra y los criterios de acción pastoral a la mentalidad mundana. Si esta mentalidad se muestra cada vez más empapada por la ideología permisiva y se habla ya abiertamente de “teología permisiva”, ¿conviene que tal advertencia haya que extenderla también a los teólogos?

—El permisivismo y sus manifestaciones en el ámbito teológico son fenómenos típicos de la sociedad occidental que, en países como Polonia, tienen una influencia, por ahora, más bien relativa. Como observador desde fuera, por tanto, sólo puedo limitarme a consideraciones generales.

Ante todo está claro que en la raíz del permisivismo hay una concepción exclusivamente horizontal —y por eso un tanto reducida— de la libertad. La libertad es el elemento constitutivo de la dignidad de la persona ininterrumpidamente proclamado y defendido por el pensamiento cristiano. Pero conviene además tener presente que la libertad cristiana no es nunca fin en sí misma, antes bien está forzosamente finalizada: es el medio para la consecución del verdadero bien. El error de perspectiva del permisivismo consiste en dar la vuelta al punto de mirar: el fin se convierte en la busca de la libertad individual, sin ninguna referencia a la especie del bien con el que la libertad se compromete. La consecuencia práctica es que, fuera de la finalización del bien, la libertad se transforma en abuso y, en vez de proporcionar a la persona el terreno para su propia autorrealización, determina su vaciamiento y la frustración. De la libertad no queda más que el Slogan.

Es indudable que tal planteamiento ha de considerarse como absolutamente contrario a los criterios que deben orientar una recta teología y una eficaz acción pastoral. Teólogos y pastores deben, en tal situación, preguntarse incesantemente sobre los verdaderos valores cristianos. El hombre lleva la norma de su libertad —según la expresión paulina— en un “vaso de barro” (II Cor. 4, 7). Las tentaciones son muchas, pero otras tantas las posibilidades de recuperación. Muchas confusiones se pueden evitar, en lo que se refiere a los problemas de la sociedad permisiva, antes bien recordando que debe ser el mensaje cristiano —su radicación en la conciencia natural— y no el permisivismo, quien dicte las leyes de la lucha por la auténtica libertad, que es también siempre una de las componentes indispensables en la misión de la Iglesia.

—¿Cuál es, a su juicio, Eminencia, la enseñanza que los sacerdotes de hoy, y en particular los sacerdotes polacos, pueden sacar de una figura como la de Maximiliano Kolbe?

—El hecho de que Maximiliano María Kolbe fuera identificado durante los trabajos del Sínodo atribuye a su figura —como subrayó el cardenal Duvial, presidente de turno de la asamblea sinodal— un significado que trasciende los confines nacionales y le hace un ejemplo para todos los sacerdotes: el signo de un tiempo marcado por crueldades inhumanas, pero también por consoladores episodios de santidad. Después, para nosotros, polacos, su beatificación reviste un carácter evidentemente muy particular: a los más ancianos entre nosotros sacerdotes les recuerda los tormentos sufridos con el resto de la población en los campos de exterminio donde el dolor y la solidaridad prepararon a la Iglesia en Polonia para nuevas pruebas. Para los más jóvenes, el padre Kolbe representa una indicación de cuanto debe exigirse a sí mismo el sacerdote en servicio de los otros.

También se pueden considerar paradigmáticos otros aspectos de su personalidad (basta con pensar en su devoción a Nuestra Señora y en su acción apostólica en la prensa); el conjunto de su figura, tan íntimamente señalada por la cruz, es una llamada apremiante a la finalidad apostólica de la vocación cristiana y a la total renuncia a sí mismo, que constituye una dimensión constante de la existencia sacerdotal.

Der AutorJoaquín Alonso Pacheco

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