Aixa de la Cruz y nuestras idolatrías

Aixa de la Cruz define a su generación como ‘sin Dios’, buscando en el trabajo, el consumo y las relaciones aquello que solo lo divino puede llenar, y revelando cómo la falta de un horizonte espiritual nos lleva a confundir falsos altares con la verdadera trascendencia.

21 de wrzesień de 2025-Czas czytania: 2 minuty
generación

©Nainoa Shizuru

“Es verdad que somos una generación sin Dios, y no se nos han dado más alternativas que el consumo y el trabajo”. Son unas palabras de Aixa de la Cruz, escritora nacida en Bilbao en 1988, que señala nunca haber tenido contacto con ninguna religión durante gran parte de su vida. Continuaba diciendo: “¿Con qué tienes que saciarte? Con trabajos que se tienen que volver identitarios para que puedas ser capaz de soportarlos o con regalar tu tiempo a algo que no soportas hacer a cambio de dinero para el consumo. Por eso estamos desesperadas buscando terapias y retiros, para encontrar algún tipo de trascendencia que nos recuerde que estamos aquí para algo más”. Se trataba de una conversación para El País con June Fernández, directora de una revista feminista, quien, por su parte, en el diálogo acababa de confesarse también “agnóstica, huérfana espiritualmente”. 

En alguna otra entrevista, De la Cruz sostiene que la generación de sus padres en España rompió con el catolicismo sobre todo por malas experiencias con instituciones de enseñanza o por oponerse al franquismo, lo cual, en una sociedad más o menos confesional, suponía romper con lo espiritual en general. Y entonces, sus hijos –nosotros– quedamos a la intemperie, a merced de cualquier flautista que entonara una melodía mínimamente espiritual, o a merced de cualquier discurso pseudoreligioso que apela a esa sed nuestra. A esta comunidad de errantes, que somos un poco todos, el Papa Francisco se refirió como quienes “buscan a Dios secretamente, movidos por la nostalgia de su rostro” (Evangelii Gaudium, n. 14).

Volviendo al principio, lo que la escritora intuye es que, desaparecido todo horizonte espiritual, tendemos a poner en el lugar de dios a cualquier cosa que tenemos a mano y que nos promete felicidad: dinero, trabajo, consumo; podemos añadir sexo o estatus social. Y este proceso terminaría por secarnos espiritualmente. De alguna manera, toda la predicación de Jesús –y, si queremos exagerar, toda la tradición judeocristiana– está dirigida precisamente a ponernos en guardia frene a la idolatría, a ponernos en guardia frente a ese movimiento instintivo de reemplazar lo auténticamente religioso con cualquier cosa. 

Podemos recordar esas palabras de Jesús sobre la imposibilidad de servir a Dios y al dinero (Mt 6,24), o aquellas otras de no atesorar nada terrenal, sino más bien trabajar por lo que no se corroe (Jn 6,27). Sin embargo, esa misma semana que leía a Aixa de la Cruz, la iglesia en su liturgia nos hacía leer otras palabras más sorprendentes del Evangelio: no puede ser discípulo de Cristo quien no ama más a Dios que a su padre, madre, esposa, esposo, hijo o hija (Mt 10,37). Y lo que inicialmente nos parece exagerado, en un segundo momento va cobrando sentido: porque en la “generación sin Dios” también tendemos a idolatrar esas relaciones que, por supuesto, nos cobijan, pero que hemos experimentado que no podemos cargarles con la responsabilidad que solo tiene Dios. Todos vivimos tantos casos de dependencias afectivas que surgen, precisamente, por agarrarnos a cualquier boya que flota, aunque sea otro ser humano.

Quizás por todo lo anterior la postura que usamos para orar sea muchas veces la de juntar nuestras manos: para no sostenernos en donde no es. Aunque muchas veces en la Biblia pueda parecer que Dios reclama para sí caprichosamente el primer puesto, en realidad lo hace por pura generosidad hacia nosotros: para evitarnos la ansiedad de confundirnos de altar; para evitarnos la decepción de creer que habíamos llegado a puerto, pero pronto encontrarnos, otra vez, a la deriva.  

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