Álex Muñoz ha logrado algo poco común en la literatura espiritual actual: transmitir profundidad teológica con una sencillez cálida y cercana. Su libro ¿Cómo oír a Dios? Un camino para encontrar Su voz, publicado este año, rompe con los métodos tradicionales y estructurados de oración. Frente a esquemas cerrados o fórmulas repetitivas, Muñoz propone un camino liberador, fundado en el silencio, la entrega y la contemplación del amor.
El centro de su propuesta no está en hacer mucho, sino en disponerse: dejar de controlar, abrirse a la presencia de Dios y escuchar desde lo hondo. “No trates a Dios como tu muleta o tu mago; Él es un Padre que te ama más que nadie”, advierte el autor. Con ejemplos cotidianos —como comparar la presencia de Dios con la grasa del jamón ibérico que lo impregna todo—, une lo trascendente con lo ordinario, y demuestra que lo divino habita en lo más cotidiano.
Su método se articula en cuatro pasos claros, accesibles y profundamente transformadores: descentrarse, entregarse, escribir y creer. Estos pasos no son técnicas ni ejercicios, sino actitudes interiores que permiten vivir una oración auténtica, silenciosa y fecunda.
Descentrarse: dejar de girar en torno a uno mismo
El primer paso que propone Muñoz es descentrarse. Consiste en salir del centro de uno mismo. Muchos obstáculos para una oración viva y profunda provienen de que estamos demasiado ocupados en nuestros propios pensamientos, miedos, deseos o problemas. El alma, cuando gira solo sobre sí misma, se vuelve ruidosa y autorreferencial.
Descentrarse no es negarse ni huir de uno mismo, sino abrirse a Otro. Es reconocer que el centro real no soy yo, sino Dios. Es un acto de humildad que transforma el punto de partida de la oración. Muñoz lo expresa así: pasar del “yo tengo que orar” em “Señor, aquí estoy”.
Este paso invita a detenerse, respirar, guardar silencio y tomar conciencia de que Dios ya está presente. No necesitamos fabricarlo ni forzarlo. Solo estar. Solo disponernos. Descentrarse es vaciarse suavemente, sin esfuerzo, para poder recibir.
Entregarse: poner en manos de Dios todo lo que somos
El segundo paso es entregarse. Si el descentrarse nos vacía del I, la entrega nos vuelve disponibles para Dios. Aquí, la oración se vuelve un acto de confianza.
Entregar es ofrecer a Dios lo que uno es y vive en ese momento, sin filtros: alegrías, cansancios, heridas, confusión, deseos, personas queridas.
No se trata de explicar nada con detalle, ni de resolver antes los asuntos interiores. Entregar es presentarlo todo como está, con sencillez, con verdad, con el corazón abierto. Es decir: “Señor, esto soy yo. Tómame tal como llego hoy”.
Muñoz insiste en que muchas veces la oración se estanca porque no soltamos lo que nos pesa. Seguimos controlando, reteniendo, vigilando. Entregar es soltar. Es abandonar los propios esquemas para que Dios pueda actuar en libertad.
Este gesto puede expresarse con palabras, con un símbolo (como abrir las manos), o simplemente con un silencio lleno de intención y confianza.
Escribir: reconocer lo escuchado y hacerlo memoria
El tercer paso consiste en escribir, lo que aporta matiz muy particular a la propuesta de Muñoz. En su método, la escritura es parte activa de la oración. Tras el silencio y la escucha, el autor propone escribir lo que se ha sentido, comprendido o intuido en la presencia de Dios.
No se trata de redactar reflexiones largas ni de hacer teología. Basta con anotar lo esencial: una palabra del Evangelio que ha resonado, una imagen interior, una moción del corazón, una pregunta, una gratitud. A veces, la anotación puede ser tan simple como: “Hoy no escuché nada, pero estuve contigo”.
Escribir tiene un doble valor. Por un lado, ordena y fija interiormente lo vivido; por otro, permite con el tiempo reconocer el hilo conductor del paso de Dios en nuestra vida. Se convierte en memoria espiritual, como un cuaderno donde Dios deja sus huellas.
Esta escritura no es para otros. Es íntima, sincera, y no busca estilo ni corrección. Es prolongación de la escucha, una forma de decir: “Esto que ha pasado contigo, Señor, es real y quiero conservarlo”.
Creer: confiar en lo que no se ve
El cuarto y último paso es creer. Aquí, el autor toca el núcleo de muchas dificultades contemporáneas en la oración: la tendencia a medirlo todo por resultados o sensaciones. Si no sentimos nada, creemos que la oración no ha funcionado. Si no hay emociones, pensamos que hemos perdido el tiempo.
Muñoz responde con una afirmación esencial: Dios actúa en lo oculto, aunque no lo veamos.
Muchas veces los frutos de la oración se manifiestan después. A veces, sin darnos cuenta. Por eso, creer significa fiarse de que lo vivido en la oración es verdadero, aunque parezca pequeño o invisible.
Creer es un acto humilde. Es salir de la oración sin certezas ruidosas, pero con la paz de haber estado con Dios. Es confiar en que la Palabra ha actuado, incluso si no lo notamos. Es salir al día con el deseo de vivir con más atención, con más apertura, con más amor.
Este paso convierte la oración en vida. Porque, como bien afirma el autor, la oración no termina cuando acaba el silencio. Continúa en lo cotidiano.
Las huellas de los santos
Uno de los aspectos más sólidos del libro es cómo Álex Muñoz ancla su propuesta en la experiencia de grandes maestros espirituales, a quienes presenta no como figuras idealizadas, sino como testigos reales de una oración encarnada, viva y concreta.
Santa Teresa de Jesús aparece como modelo de confianza radical y de diálogo íntimo con Dios. Su afirmación —“orar es tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama”— se convierte en el marco afectivo de toda la propuesta de Muñoz. La oración es relación, no técnica. Es vínculo, no actividad.
Santa Teresita de Lisieux, por su parte, le aporta al autor la ternura y la pequeñez como camino espiritual. Teresita enseña que no hace falta saber orar bien para orar. Basta con ofrecer el deseo, incluso con palabras pobres. Su espiritualidad de infancia —“es la confianza y nada más que la confianza lo que nos debe conducir al amor”— ilumina todo el itinerario.
San Juan de la Cruz aporta la experiencia del silencio y del despojo. Para Muñoz, Juan es clave para entender que muchas veces Dios se comunica sin palabras, sin luz, sin consuelo, y que esa aparente oscuridad no es ausencia, sino misterio. El alma, dice san Juan, aprende en el no-saber. La oración puede ser seca, pero no por ello menos verdadera.
San Josemaría Escrivá aparece como el testigo de una oración perseverante en medio de lo cotidiano. En él, Muñoz reconoce una espiritualidad que une trabajo, silencio interior y presencia de Dios. La oración no se reduce a un momento, sino que se prolonga en la vida concreta, desde lo más simple y habitual.
La oración “inútil”
Una de las ideas más potentes del libro es la que el autor llama “oración inútil”. Esta expresión, lejos de tener un sentido negativo, es una denuncia de la espiritualidad utilitarista que mide la oración por lo que “produce”. En cambio, Muñoz propone una oración que no busca resultados, consuelos ni claridad. Una oración que simplemente es presencia compartida.
Orar sin esperar nada. Estar con Dios porque sí. Esa es, para Muñoz, la forma más alta de oración: la que no exige, la que no manipula, la que no instrumentaliza a Dios.
Esta “inutilidad” es, paradójicamente, lo más fecundo. Porque libera de la ansiedad espiritual y abre el corazón a una experiencia de Dios que no depende del esfuerzo personal, sino de la gracia. Es una oración despojada, humilde, silenciosa. Pero también firme, fiel, confiada.
Para practicarla, basta con esto:
-Sentarse en silencio, con la certeza de que Dios está.
-No buscar sentir nada.
-No intentar “hacer bien” la oración.
-Solo estar. Solo permanecer.
-Y salir con la confianza de que estar con Dios ya es suficiente.
Una espiritualidad libre y verdadera
Álex Muñoz no presenta un método más, sino un modo distinto de estar ante Dios. Su libro no se enseña con fórmulas, sino que se transmite como testimonio. El itinerario que propone —descentrarse, entregarse, escribir, creer— es en realidad una pedagogía del corazón: silenciosa, paciente, humilde.
En un tiempo en que la espiritualidad corre el riesgo de volverse técnica o emotiva, este libro recuerda que la verdadera oración no necesita adornos, solo verdad. No requiere palabras sofisticadas, solo disponibilidad. Y que Dios no se encuentra en lo espectacular, sino en lo pequeño, lo oculto, lo fiel.
Porque, al final, oír a Dios no es una habilidad. Es un regalo. Y solo hace falta aprender a escucharlo en el único lugar donde siempre habla: el corazón.
El evangelio, la clave
La conclusión del libro resalta que orar y leer el Evangelio no es un medio útil ni un manual de normas, sino un encuentro personal con Dios. La oración, como el amor o la belleza, es “inútil” en el sentido de que no busca conseguir cosas, sino que tiene valor en sí misma: Dios es el fin, no el medio.
El Evangelio no debe reducirse a moralismos o consejos prácticos, sino a la búsqueda del rostro de Cristo. El autor invita a entrar en las escenas evangélicas con la imaginación, como un personaje más, siguiendo el ejemplo de san Josemaría, que recomendaba tratar a Jesús, María y José con confianza y cariño.
Incluso las escenas más intensas —como bajar a Cristo de la Cruz— ayudan a vivir la fe con realismo y ternura, haciendo de la oración y la lectura del Evangelio un encuentro íntimo, amoroso y transformador con Dios.