Misión y comunión parecen conceptos abstractos, pero están profundamente enraizados en la teología y en el derecho canónico. Comprender esta conexión es crucial para vivir como discípulos misioneros de Cristo en el mundo de hoy.
Misión y comunión, dos realidades inseparables
En su alocución a la Curia, el Papa León XIV enfatizó que la Iglesia existe para la misión: salir al encuentro del mundo, anunciar la buena noticia y convocar a todos al banquete del Reino de Dios. Esta «nueva salida evangelizadora» no es casual, emerge del mismo corazón de Dios, quien en un acto de amor radical envía a su Hijo para reconciliar a la humanidad consigo. El Papa lo expresó así: Dios realiza un verdadero «éxodo» hacia nosotros, sale para buscarnos.
La misión está ligada a la comunión. Como destacó el Santo Padre, la comunión es una realidad que brota del seno de la Trinidad y se despliega en toda la Iglesia de manera concreta. La comunión no es un sentimiento, es el vínculo que nos constituye como cuerpo de Cristo, haciendo que cada uno de nosotros sea miembro del mismo Cuerpo, y llamados a ser constructores de comunión. El Papa León XIV precisa que esta comunión constituye hoy «una tarea más urgente que nunca», tanto ad intra (dentro de la comunidad eclesial) como ad extra (en el testimonio ante el mundo).
La comunión: deber primario y brújula de todos los derechos y deberes del fiel cristiano
El segundo libro de derecho canónico «del pueblo de Dios» inicia en su primera parte con la sección dedicada a las obligaciones y derechos de todos los fieles cristianos (Christifideles). Todos los bautizados, incorporados a la Iglesia por el bautismo, poseen una igualdad fundamental radical matizada por una diferenciación funcional (principio jerárquico), lo cual determina tanto el modo de participar en la misión de Cristo como el camino particular de santificación de cada fiel.
He aquí un aspecto notable del Código de Derecho Canónico de 1983: la comunión es un deber primario y un derecho de todos los bautizados, y lo que es más decisivo, esta se convierte en el criterio y límite para el ejercicio de todos los demás derechos. Esto marca una diferencia radical con respecto a los derechos individuales en las constituciones civiles. En el mundo secular, los derechos se ejercen con frecuencia de forma individualista: cada ciudadano ejerce sus derechos a título personal dentro del marco normativo civil.
En la Iglesia, en cambio, ningún derecho individual puede ejercerse en contra de la comunión eclesial. Si lo hace, pierde su sentido y legitimidad. ¿Cuáles son los vínculos concretos de esta comunión? El Canon 205 los enumera:
(1) la profesión de fe —adhesión al depósito revelado en la Escritura y la Tradición, interpretado por el Magisterio;
(2) la unidad en los sacramentos;
y (3) la comunión jerárquica. La Iglesia es una sociedad jerárquicamente organizada (C. 207). Solo cuando todos guardamos estos vínculos, nuestros derechos y obligaciones cobran verdadero sentido y contribuyen al bien común de la Iglesia.
La vocación universal a la santidad: una llamada «revolucionaria»
El Canon 210, sobre el deber y derecho de los fieles a la santidad precede—y esto es significativo—a los cánones referentes a los deberes y derechos de todos los fieles cristianos (cánones 208-223) y por eso constituye un criterio de interpretación : «Todos los fieles deben esforzarse según su propia condición, por llevar una vida santa, así como por incrementar la Iglesia y promover su continua santificación». Los derechos y deberes de los fieles al culto (C. 214), a la asociación (C. 215), a la formación y educación cristiana (C. 217), a la vida privada (C. 220), etc. solo adquieren sentido si se leen bajo el paradigma de la comunión y el bien común.
Aquí reside una de las aportaciones más profundas del Concilio Vaticano II, expresada en Lumen Gentium: la llamada universal a la santidad. Esta noción deja atrás una antigua concepción eclesial que veía diferentes niveles de santidad según el estado de vida de cada fiel y según el cual, había un «estado de perfección», por ejemplo los religiosos que por medio de la profesión evangélica con votos estaban llamados a la plenitud de la vida cristiana. Como si unos fieles tuvieran el deber de la santidad y otros no.
Esta exhortación a la santidad del Concilio Vaticano II expresada en el Código de Derecho Canónico, fue fruto, entre otras cosas, de la relectura de muchos autores espirituales (desde San Agustín hasta Santa Teresa de Lisieux) pero de manera decisiva de san Josemaría Escrivá de Balaguer, quien concretó esta concepción en la prelatura del Opus Dei y en su misión: difundir la llamada universal a la santidad en medio del mundo, especialmente a través de la santificación del trabajo ordinario y de las circunstancias comunes de la vida.
Como subraya el Magisterio y ha recalcado ahora el Papa León XIV, la santidad y la comunión no se viven en abstracto. La búsqueda de la perfección cristiana no consiste en escapar del mundo o negar las responsabilidades terrenas. Al contrario, cada fiel realiza la santidad según las exigencias de su estado de vida y su vocación personal. La búsqueda de la santidad personal y el incremento de la santificación de la Iglesia están vinculadas pues la Iglesia fructifica y crece cuando los fieles se esfuerzan en su vida diaria por alcanzar la plenitud de la vida cristiana.
El Papa León XIV ha recordado a la Iglesia que misión, comunión y santidad no son aspiraciones abstractas, sino realidades que deben encarnarse en el quehacer diario, y que estas realidades son protegidas por el derecho canónico. «No somos pequeños jardineros dedicados a cuidar el propio huerto, sino que somos discípulos y testigos del Reino de Dios, llamados a ser en Cristo fermento de fraternidad universal, entre pueblos distintos, religiones diferentes, entre mujeres y hombres de toda lengua y cultura. Y esto ocurre si somos nosotros los primeros en vivir como hermanos y hacemos brillar en el mundo la luz de la comunión» (León XIV, Discurso a la Curia Romana, 22 de diciembre de 2025).




