Una de las representaciones más famosas de la Trinidad es el icono de Rublev. Aunque no es un icono narrativo, sino contemplativo, quisiera fijarme en dos detalles: Dios es familia, es Padre, Hijo y Espíritu Santo, representados en tres personas de rostros juveniles que parecen recrearse en apacible diálogo. Esas tres personas comparten una mesa. ¿Hay algo más familiar que compartir una mesa? Dios es familia y Dios es familiar.
“Tres personas y un amado / entre todos tres había […] / un solo amor tres tienen / que su esencia se decía: / que el amor cuanto más uno / tanto más amor hacía” (San Juan de la Cruz). Dios es único, pero no solitario. Esta es la esencia de Dios: una familia que no deja de amarse. La Trinidad es un constante amarse que se desborda. Es por este desbordamiento de amor trinitario por lo que crea la tierra y al hombre.
Siguiendo con la metáfora de la mesa, Dios familia(r) se desborda de amor y habita entre nosotros y en nosotros. “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”, dice San Juan en su Evangelio. Más adelante: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él”.
El lugar por excelencia de Dios familia(r), es el corazón del hombre, como refleja bellamente el Catecismo. En nuestro corazón la Trinidad, la familia de Dios, ha hecho su morada, es ahí donde se une el cielo y la tierra. Dios se desborda en mi corazón. La imagen del icono de Rublev está ocurriendo en mi corazón.
La inhabitación de la Trinidad en el corazón
La inhabitación de la Trinidad dentro de mi corazón es algo tan universal, que no solo lo expresa bellamente San Agustín de Hipona o Santa Teresa hablando de las moradas, sino que lo intuye y canta Rigoberta Bandini en su canción “Too many drugs”. Afirma que siempre está “intentando entender cosas que tienen que ver con el ser” y concluye que “al final todo reside en mirar, que dentro yo tengo un palacio Real, lleno de cuartos donde patinar”.
Si aprendemos a mirar, dentro de nuestro corazón nos encontramos en el Hogar de la Trinidad, en la morada donde habita el Rey Trino y, con su gracia, tenemos un palacio lleno de cuartos donde patinar.
Y una vez que Dios está en mi corazón, ¿cesa el desbordamiento amoroso? No. Esta unión amorosa en nuestro corazón, rebosa y se derrama, porque la Trinidad sigue desbordándose. Y este corazón, el tuyo y el mío, inhabitado por la Trinidad, ¿dónde manifiesta el desbordamiento de su amor? En los miles y pequeños encantos que tiene el hogar (parafraseando a Silvio Rodríguez y su canción “A dónde van”). Si Dios es familia(r) seguirá desbordándose y dejando su huella en lo familiar.
Entre pucheros anda el Señor
Hoy he llegado a casa del trabajo como de costumbre, con la mochila del ordenador, la bolsa del gimnasio y el tupper bajo el brazo. Tras saludar a mi compañera de piso, hemos coincidido para cenar. Un yatekomo y una ensalada con pan integral ha sido el menú expuesto encima de una mesa de Ikea blanca, con el mantel individual de esparto, del chino. Hemos comentado el día, los planes que están por llegar, algunas inquietudes profundas y nos hemos ido a la cama.
Yo, como tengo en la cabeza la inhabitación de la Trinidad, y su desbordamiento y expresión en mi realidad, me quedo pensando aquello de “entre pucheros anda el Señor”, observo la mesa de Rublev y miro luego mi mesa de Ikea y pienso en los encantos del hogar. ¿Qué diría ahora la Santa sobre el yatekomo? ¿Sigue habitando el Señor entre los precocinados, los horarios interminables, las agendas infinitas y las mesas prefabricadas? Sin duda quiero pensar que sí, y voy a intentar explicarlo.
La Trinidad, tras crear al mundo y al hombre (hemos quedado que lo ha hecho por desbordamiento de su amor familiar) nos da algunas claves para participar en esa corriente amorosa. Nos dice el Génesis que Dios puso al hombre en el jardín de Edén “para que lo trabajara, lo cultivara y lo cuidara”.
Un paréntesis: mirada más amplia ante el concepto de trabajo
Abro un paréntesis importante. Cabe deshacernos aquí de la idea de trabajo que se nos viene a la mente, aquello por lo que me pagan o en donde me explotan, eso que dice mi CV que sé hacer… y animo al lector a tener una mirada mucho más amplia ante el concepto de trabajo. Quizá encaja aquí la definición de trabajo que aprendimos en clase de Física en el instituto: trabajo es todo aquello que ejerce una fuerza y produce un desplazamiento o transformación.
Por tanto, lavarse los dientes, hacer la cama, levantar la mano para saludar a alguien por la calle, ponerse los calcetines, coger en brazos al chiquillo, dejar que el abuelo se apoye en mí, jugar al pádel, comer, escribir un poema, organizar las ideas en mi cabeza… todo es trabajo y así hemos de considerarlo. Cierro el paréntesis.
Una charla divina
Dios familia (r) nos dice en el Génesis que cuidemos y cultivemos la tierra, que la hagamos familiar, nos entrega el mundo para que lo domestiquemos, lo convirtamos en hogar. Esta es una clave importante. El Dios familia (r), del icono del Rublev, está ocurriendo en mi corazón y me pide que haga lo mismo en mi realidad concreta y cotidiana.
Podemos imaginarnos (absténgase puristas) a Dios Padre charlando amorosamente con el Hijo y el Espíritu en aquella larga sobremesa, siendo un Padre al que le encantan las sorpresas, diciéndole a su Hijo: “¿Has visto aquella sopa que ha hecho María? Me está dando culto con eso, huele desde aquí espectacular. ¿Te has fijado en el llanto de Javier? Eso sí que es llorar a gusto, me da gloria con sus lágrimas. ¿Y el desastre de informe que ha presentado Teresa? Pero se ha esforzado… hasta los desastres pueden darme culto. ¿Y qué me dices de lo bien que ha limpiado el polvo hoy Victoria? ¿Lo has visto, Jesús? Ha sido inspiración del Espíritu Santo… que pillín”.
Dios Padre es el Dios de la sorpresa, que cada día nos entrega el mundo para que lo cuidemos y lo cultivemos y le demos una gran sorpresa, que es darle culto. Está charlando en esa mesa, esperando ver cómo con sus frutos, transformados por nuestro trabajo (en sentido amplio, no solo profesión) le damos culto, cumplimos con su encargo: cuidar y cultivar el Jardín del Edén.
Del Hogar al hogar: de la Mesa a la mesa
Otra de las claves que nos da nuestro Dios familia(r) a través de su Hijo, que mucho tiene que ver con lo familiar, es la Santa Misa. “Reunidos alrededor de tu mesa” es un canto que todos reconocemos. En la Santa Misa estamos todos reunidos, como la familia de Dios, alrededor de una mesa en la que hay hueco para todos, como en las mejores familias.
En la mesa tenemos pan y vino. Quiero detenerme aquí. Si Dios no fuera un Dios de la sorpresa hubiese instaurado la Santa Misa con trigo y uvas, frutos suyos que produce la tierra (aunque no sin nuestro trabajo) pero quiso hacer más evidente todavía su ser un Dios de la sorpresa que quiere necesitar de nuestra transformación, de nuestro trabajo para venir a habitarlo. Con los riesgos que esto tiene: que el pan esté defectuoso, que el vino pueda estar picado y un largo etcétera.
Dios no quiere mi perfección, sino mi amor, mi darle culto con lo que tengo, trabajarlo por amor y entregárselo, Él vendrá y lo habitará, más que eso, se hará pan y vino encima de una mesa para alimentarme. ¿Hay algo más familiar que alimentar a tu familia con pan y vino?
En la Misa
Nuestro Dios familia(r) nos da la clave en la Santa Misa. La Trinidad familia(r) se desborda desde tu corazón en la realidad que tocas. Y tú tocas la realidad porque lo has “visto todo” en la Santa Misa. ¿Qué podemos ver en la Santa Misa?
1. La Santa Misa ocurre en un espacio sagrado, generalmente en una iglesia. Allí está la Trinidad desbordándose y nosotros dándole culto, a través de una decoración concreta, de una iluminación, una entrada de luz, unas esculturas o imágenes, una disposición, una limpieza… y cuando termina la Santa Misa todos escuchamos el “Podéis ir en paz”, iros de aquí y contad lo que habéis visto.
En latín es más preciso, se dice “Ite Misa est”, salid al mundo a contar lo que habéis visto, a hacer vosotros lo mismo, a expandir lo familia(r). Dios me dice: mi presencia trinitaria se hace visible a través de ti. Y uno llega a su hogar o a su trabajo y puede pensar entonces en la disposición de las cosas, en su armonía, en si hay luz, en si hay limpieza… He aprendido que la armonía del espacio que habito me lleva a darle culto a Dios, a hacer del espacio algo familiar. Eres algo así como el Rey Midas, que todo lo que tocas, lo que trabajas por amor, Dios lo habita.
2. En la Santa Misa existen unos trajes concretos, las vestiduras del sacerdote, del altar, del ambón, unos lienzos concretos que tienen su razón de ser, su cuidado para la Trinidad. Hay colores concretos para las festividades, vestiduras de mejor calidad para las solemnidades, hay detalles que hacen el Hogar.
Somos carnales, igual que Dios, que en Cristo se hizo carne. La carne necesita ser vestida, abrigada, posee tacto, es capaz de acariciar. Cabe entonces seguir la indicación al salir, “Ite Misa est”, id y contad lo que habéis visto, vestíos de armonía, poneos guapos, acoged la indigencia del hombre como yo os he acogido, acariciad, curad heridas, vestid al que no tiene vestido, cosed un botón, planchad una camisa, doblad unas sábanas, poned un mantel, aunque sea de plástico, tened rituales de fiesta porque llega el amigo, el hijo, el hermano.
3. En la Santa Misa hay una comida concreta, pan y vino. Ya he comentado antes el detalle de que sea una materia trabajada por el hombre y no trigo y uvas. Pero la comida de la Santa Misa es especial, es el beso de Dios familia(r) que alimenta. Lo primero que recibimos cada uno al nacer es el beso-alimento de nuestra madre. Directamente buscamos mamar de los pechos de nuestra bendita madre.
Lo canta de nuevo Rigoberta en esa canción provocadora (no tanto como una humana Virgen dando de mamar a un Dios) y profunda “tú que agarraste bien tu cuerpo a mi cabeza, con ganas de llorar, pero con fortaleza … no sé por qué dan tanto miedo nuestras tetas, sin ellas no habría humanidad ni habría belleza”. Ahí el acto de besar y comer se funde en uno, lo mismo que en la Comunión.
¿Y tras escuchar el “Ite Misa est”? Besad, porque “todos los besos que damos, todos me saben a Ti” como dice Siloé. Todos me saben a la Comunión, tienen ahí su origen. Dad muestras de cariño y, si el beso es el afecto, en el hogar ese beso está mediado por la cultura culinaria. Esta cultura culinaria tiene mucho que ver con los ritos domésticos, actividades que permiten entrever el fin de la familia y sentir su unidad.
4. Los tiempos en la Santa Misa son concretos, hay un tiempo de silencio, hay otro de escucha, otro de rezar juntos, otro de caminar hacia la mesa… ¿Qué nos puede enseñar? A cultivar el tiempo. Pasar del tiempo al rito: esto se expresa muy bien en un capítulo de El Principito, cuando el Zorro le dice al Principito: “sería mejor que vinieras siempre a la misma hora. Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, comenzaré a ser feliz desde las tres. Pero si vienes a cualquier hora, nunca sabré cuándo preparar mi corazón… Los ritos son necesarios”.
El tiempo puede y debe ser domesticado, cuidado, cultivado, hecho hogar, casa. Los ritmos cósmicos (el día, la noche, las estaciones) se armonizan con los corporales (crecer, comer, dormir) y se añade el tiempo interno del hogar. “Ite Misa est”, salid, contad y domesticad lo que habéis vivido, pensad en la importancia de los ratos en familia, del aperitivo el domingo donde siempre, del café en la oficina a las 12, de las celebraciones, del tiempo hogar, domesticado, familiar, de cada uno en concreto. Solo domesticando el tiempo, lo tendremos. Porque lo contrario a la prisa no es la lentitud, sino tener tiempo.
Tener tiempo es la condición de posibilidad del cuidado, del estudio, de la ensoñación imaginativa y de la creación. Mientras que lo acelerado y lo saturado nos debilita, tener tiempo y margen de maniobra pertenece a la salud de los buenos ritmos.
El hogar, una performance que pone en juego el amor
El hogar es toda una performance que pone en juego el amor y nuestros talentos para el encuentro con el Amado. Con los miles de encantos que tiene el hogar y lo familiar llegamos a la contemplación del Hogar por excelencia, que es la Trinidad. Es nuestra manera de
participar desde el Hijo en la mesa del icono de Rublev. Y solo quien comienza aquí abajo a reconocer esta Belleza, reconocerá la Belleza del Cielo, que sacia sin saciar, donde seremos finalmente envueltos por el amor Trinitario, sentados juntos a la mesa.
El amor como atención
Por último, me parece que hay una característica que hay que cultivar para que todo esto tenga sentido. El amor como atención. Simone Weil describe este concepto. Habla del amor y de cómo éste requiere “echar raíces” en el otro y en la realidad, y para ello es básica la atención. Solo quien es capaz de atención es capaz de una mirada amorosa y es capaz de ver más allá.
Con una mirada atenta, amorosa, la realidad se vuelve bella, encontramos en todo un rescoldo de la Belleza, incluso en medio de los mayores sufrimientos. La atención amorosa nos hace volar, nos hace ver que las cosas ya no son “porque tienen que ser así”, sino que vislumbro el amoroso torrente Trinitario y me quiero unir a él. La atención al detalle no es ya una especie de manía o TOC, sino que nace del amor y de la acogida de la realidad.
Esa atención es la que hace que el discípulo amado sea el único que reconoce al Señor Resucitado. Dice San Juan: “Entonces, aquel discípulo a quien Jesús tanto quería le dijo a Pedro: ¡Es el Señor!”.
Atención que aparece en la Resurrección
Esa atención es la misma que aparece en la Resurrección: “entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó”. ¿Qué es eso que vio y creyó? ¿Qué narices debió ver en el sepulcro para creer de esa manera?
Un sacerdote me dio una explicación: por la mirada atenta del discípulo amado, vio el sudario doblado. Sabemos que los judíos tenían muy claro el ritual de la Pascua, con sus copas y salmos a cada rato. Sabemos también que Jesús dejó sin beber la última copa, que bebe en la Cruz justo antes de su muerte. Sabemos también que según como doblas la servilleta indicas si vas a volver o si ya te has retirado del banquete.
Juan vio el sudario doblado, señal de que un comensal va a regresar al banquete. Jesús dejó la cena sin terminar, la del Jueves Santo, la terminó con su Resurrección. Eso lo ve una mirada atenta. Hay mucha trascendencia y encanto en el doblar una servilleta, y esos bellos encantos que tiene el hogar solo seremos capaces de verlos cultivando la mirada.
La atención, en su más alto grado, es lo mismo que la oración, es contemplación. Por eso, cultivando la mirada atenta, amorosa, podremos decir con San Juan de la Cruz que “mi alma se ha empleado, y todo mi caudal en su servicio; ya no guardo ganado, ni ya tengo otro oficio, que sólo en amar es mi ejercicio”.




