Benedicto XVI en el año 2012, en ocasión de su cumpleaños daba gracias “a todos los que siempre (le) han hecho percibir la presencia del Señor, que (le) han acompañado para que no perdiera la luz” (Benedicto XVI, Homilía 16/04/2012). Reflexionaba el Papa con estas palabras sobre el sentido de la luz en la noche de Pascua, en cuya noche también es bendecida el agua de la fuente bautismal y que, providencialmente, como signo premonitorio, fue el primero de los bautizados en la mañana de resurrección de 1927 en el pequeño pueblo de Marktl am Inn o “Mercado junto al río Eno” (Blanco, Pablo. Benedicto XVI, la Biografía. San Pablo. 2019, p. 35).
Una premisa clásica reconoce que Dios no sólo hace uso de su atributo de Providente para favorecer de bienes materiales a quien lo necesita, sino también de realidades espirituales y así, se atienden las dos dimensiones por las que el hombre ha de recorrer su camino vital: lo temporal y lo eterno, lo pasajero y lo perenne, lo que se corrompe de lo que dura hasta la eternidad. Y así, en el pequeño Joseph, en las aguas de aquella recién bendecida fuente, se le llamó desde sólo unas horas después de su nacimiento al pequeño de la familia Ratzinger para nacer de nuevo para Dios, para su Señor.
Joseph Ratzinger, maestro y teólogo
Con esta analogía, creo con firmeza que Dios preparó en su momento al maestro y teólogo Joseph Ratzinger para que enseñara con sencillez los misterios del Reino a toda una sociedad que comenzaría a dar pasos ya no hacia Dios, sino alejándose de Él, una sociedad que ya no se preocuparía de negar su existencia, pues ya la nueva línea es más simple: “vivir como si Dios no existiera” y, en medio de ese reto universal, se llamó a uno de los trabajadores de la viña, “tomado de entre los hombres, nombrado en favor de los hombres para las cosas de Dios” (Hb 5, 1).
Mucho se puede escribir sobre el recordado Benedicto XVI, y no acabaríamos de agotar su persona, su figura, sus palabras, su pensamiento y su teología. Bien afirmaba un reconocido sacerdote español y, cuyo nombre no cito pero que, estoy seguro de que en su momento ─en alguna de sus obras─, sabrá acuñar una frase que pronunció en la presentación de uno de sus libros al ser consultado sobre lo que Ratzinger significa para muchos jóvenes de nuestro tiempo. Decía con firmeza y convencido de lo que su afirmación significa que, “lo mejor de Ratzinger está por llegar”.
Hombre de estudio y de oración
Hago eco de esta frase sin el ánimo de apropiarme de ella, a solo dos años de celebrar el centenario del natalicio del sucesor de Pedro que ha sabido hacer uso de su perfil de maestro, teólogo y pastor, para mostrar una teología dictada en palabras sencillas, con un lenguaje no sólo asumible, sino también atractivo a los jóvenes de nuestro tiempo.
Sólo así, desde la sencillez y la profundidad de la experiencia de un Dios amor, se podrá adentrarse en la teología de un hombre admirable en sí mismo, un hombre al que, sin tenerle en persona, se le podía descubrir por sus libros, su teología, su pensamiento, su experiencia orante, un descubrimiento que nos mostraba no solo al Papa de escritorio, sino también al hombre del reclinatorio, al hombre de la oración, al hombre que había hecho suyo ─sin saberlo─, la experiencia de Jesús como luz de su vida y sus obras.
“Sé que la luz de Dios existe, que él ha resucitado, que su luz es más fuerte que cualquier oscuridad; que la bondad de Dios es más fuerte que todo mal de este mundo. Esto nos ayuda a seguir adelante, y en esta hora doy gracias de corazón a todos los que continuamente me hacen percibir el ‘sí’ de Dios a través de su fe” (Benedicto XVI, Homilía, 16/04/2012).