


Carlos Luján Berenguel, autor de «Ciao, Carlo!: La vida en torno a Carlo Acutis», nos presta un fragmento de su libro. Se trata de una conversación de Carlo con uno de los pobres, Donato, visto por el párroco de Santa María Segreta.
«Don Mario, tras el ventanal que daba al coro de la parroquia, observaba no sólo el tráfico de la Via Lorenzo Mascheroni, sino el sosiego del jardín de la plaza. Aquella fuente forjada de hierro verde que siempre perdía un hilillo de agua, las bicicletas pasar e, inesperadamente, Carlo.
Sentado en el respaldo del banco, las zapatillas azules sobre el asiento, charlaba con Donato. El contraste entre el accattone y el muchacho no le resultaba chocante a don Mario. Porque don Mario acostumbraba a ver el mundo desde un ángulo diferente, como ahora, desde la falsa balconada de la fachada, de espaldas al espectáculo de su parroquia, de estilo neobarroco, contemplaba Milán. «Tú también tienes estas vistas desde el Sagrario, ¿verdad?» —fue su oración de la mañana.
—No. —Aquel hombre siguió negando con la cabeza, enérgicamente, en silencio—. No puede un hombre cambiar cuando ha llegado a viejo.
—O quizá sí… —Carlo observaba la cabeza de Donato, cubierta por la gorra Gatsby de cuadros y se compadeció— Quizá, Donato, basta un simple movimiento de los ojos, de abajo hacia arriba…
—¿Adónde? —Donato giró la cabeza en escorzo y apoyó las manos en el asiento para colocarse sobre el respaldo, a la altura de Carlo.
—¡A Él, Donato, a Jesús! —el muchacho apoyó una mano sobre el hombro de Donato y luego le recolocó la chaqueta del chándal. Contrastaba con la camisa a cuadros que también vestía.
—¿A Jesús? —Donato bajó la mirada de nuevo.
—Su estilo es hacer nuevas todas las cosas… —Carlo recordó— Nacer de nuevo… —Eso es imposible…
—¡Para Dios no hay nada imposible! —protestó Carlo.
—¡Ojalá pudiera creer esas palabras! —Donato miró a Carlo con franqueza— ¡Ojalá! —Se trata de confiar… —Carlo dudaba— ¿Quién te ha traído hasta aquí? —La desgracia, Carlo…
—No… —Carlo bajó del banco y se colocó frente al mendigo. Su altura hizo que las miradas quedaran frente a frente— Digo aquí, de verdad, a la parroquia de Santa María Segreta.
—Albertina… —Los ojos del hombre se iluminaron un instante, mientras alzaba las cejas, nostálgico— Albertina me trajo… Cuando estaba a punto de… marcharme sin sentido, ella me trajo. Tuvo una intuición. Creyó que había algo en mí… ¡Me lo dijo así, créeme!
—Te creo… porque lo hay. —Carlo pudo percibir cómo la esperanza ascendía hasta el corazón del accattone mientras Donato reconocía el bien a su alrededor— Así es el Espíritu, que no lo esperas y te sorprende. Que se confunde con un arrebato de Albertina, y que es Él, soplando donde quiere. No lo vemos, Donato, pero sí vemos cómo ha cambiado tu vida… ¿Y dices que no crees que pueda cambiarla aún más?
Donato levantó los ojos al cielo oscuro de Milán, aquel día nublado de octubre, y un viento ligerísimo acarició su rostro. No sintió un escalofrío, sino que pareció un viento cálido, delicado.
Desde el ventanal de la parroquia, don Mario no pudo escuchar la conversación. Unos días después, en el funeral del chico, supo que por donde pasaba Carlo la esperanza volvía a tener sentido. Y dio gracias a Dios por haberse cruzado con el muchacho.»
Ciao, Carlo!: La vida en torno a Carlo Acutis
