– Primitivo Tineo (Profesor de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra)
El día 8 de diciembre de este año 2004 se cumplirá el 150 aniversario de aquel solemne acto pontificio con el que el Papa Pío IX declaró como dogma de fe la concepción inmaculada de la Virgen María.
Lo hizo con estas palabras: «Con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra, declaramos, proclamamos y definimos, que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano, ha sido revelada por Dios y debe ser, por tanto, firme y constantemente creída por todos los fieles».
Precisamente con motivo de esta efeméride mariana, los obispos españoles han convocado un Año especial dedicado a la Inmaculada, que se extenderá hasta el próximo 8 de diciembre de 2005.
El Papa Pío IX quería poner de relieve el asentimiento de la Iglesia universal y por ello deseaba que la proclamación del dogma tuviera lugar con mucha solemnidad, con la presencia del mayor número posible de obispos.
El 8 de diciembre de 1854, 53 cardenales, 43 arzobispos y 99 obispos participaron en la impresionante ceremonia de la proclamación. Después del concilio de Trento, era la primera vez que tantos obispos se reunían alrededor del Papa, llegados de los distintos continentes. En años posteriores Pío IX propiciará estas reuniones para intensificar la unión del episcopado con el Romano Pontífice, reafirmando así la unidad de la Iglesia.
La proclamación del dogma tuvo lugar en la celebración de una Misa solemne en la basílica de San Pedro en presencia de numerosos fieles. Tras la lectura del Evangelio, se entonó el Veni Creator para invocar la asistencia del Espíritu Santo.
A continuación, con una cierta emoción, el Papa leyó el decreto de definición: «…por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los santos apóstoles Pedro y Pablo, y por la nuestra, declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina según la cual la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano ha sido revelada por Dios y, en consecuencia, debe ser creída firmemente y constantemente por todos los fieles».
«Así, pues, si algunos, Dios no lo quiera, tuvieran la presunción de pensar en su interior de un modo distinto a lo que hemos definido, que aprendan y sepan que, condenados por su propio juicio, han naufragado fuera de la fe abandonado la unidad de la Iglesia; y además que, si por escrito o por cualquier otro camino externo, osaran expresar esos sentimientos de sus corazones, incurrirían ipso facto en las penas establecidas por el derecho».
Los asistentes observaron que al leer este decreto Pío IX estaba conmovido.
Tres años más tarde, el mismo Pío IX, hablando de ese momento, decía: «Cuando empecé a leer el decreto dogmático, sentí que mi voz era incapaz de hacerse oír por la inmensa multitud que llenaba la basílica vaticana; pero cuando llegué a la fórmula de la definición, Dios dio a la voz de su Vicario tal fuerza y tal vigor sobrenatural, que resonó en toda la basílica. Y me quedé tan impresionado por esa ayuda divina, que me vi obligado a interrumpirme un momento para dar libre curso a mis lágrimas. Además, mientras Dios proclamaba el dogma por boca de su Vicario, Dios mismo daba a mi alma un conocimiento tan claro y tan amplio de la incomparable pureza de la Santísima Virgen María…como ningún lenguaje puede llegar a describir. Mi alma quedó inundada de delicias inenarrables que no son terrenales, que sólo pueden encontrarse en el cielo…».
Después de la lectura del decreto dogmático, Pío IX autorizó la publicación de la bula Ineffabilis Deus —como había sido ya redactada—, que repetía la definición dogmática y presentaba una argumentación teológica muy desarrollada.
En la noche de aquel día memorable. Roma se iluminó como en los días grandes para celebrarlo: «La ciudad era literalmente una ciudad de fuego», contará un testigo; «ni un balcón, ni una ventana, ni un tragaluz que no tuviera sus lámparas. Las grandes arterias de la ciudad, el Corso, la Vía papal, Ripetta, son ríos de luz; las plazas públicas, los monumentos y las iglesias parecían ardiendo. El Capitolio centelleaba, y las orquestas al aire libre saludaban, en nombre del pueblo romano, el triunfo de la Reina de los cielos que es también la Reina de la Iglesia y de Roma. Por todas partes había transparencias, imágenes de la Virgen María, inscripciones en su honor; por todas partes la divisa, María sine labe originali concepta. Una multitud inmensa surca la ciudad; todo el pueblo está en las calles, en las plazas, en San Pedro sobre todo, cuya cúpula eleva en los aires una diadema centelleante».
Pronto se elevaría en la plaza de España una columna para conmemorar aquella proclamación dogmática. Está adornada con cuatro esculturas de Moisés, David, Ezequiel e Isaías que rodean el pedestal; pedestal que está adornado con dos bajorrelieves: uno representa a San José advertido del milagro de la Encarnación por un ángel durante el sueño; el otro representa a Pío IX proclamando el dogma de la Inmaculada Concepción.
Además, otros monumentos se erigirán en todo el mundo en honor del acontecimiento; iglesias dedicadas a la Inmaculada, estatuas, placas conmemorativas, etc.
Lourdes
Cuatro años después, la proclamación dogmática efectuada por Pío IX recibió una confirmación celestial a raíz de la aparición de la Virgen María en Lourdes. A lo largo de 1858, la Virgen María se apareció en dieciocho ocasiones a Bernadette Soubirous. En la aparición decimocuarta, el 25 de marzo, la Virgen reveló su identidad y lo hizo en el dialecto de Lourdes: Soy la Inmaculada concepción.
El 8 de diciembre quedará muy grabado en el pontificado de Pío IX, en el que hay tres acontecimientos primordiales. Junto al dogma de la Inmaculada Concepción están el Concilio Vaticano I y la publicación del Syllabus como piedras fundamentales de su pontificado. El mismo Pío IX señaló la continuidad de los tres acontecimientos: el dogma fue proclamado el 8 de diciembre de 1854, el Papa fechó simbólicamente el Syllabus el 8 de diciembre de 1864, y mandó inaugurar el Concilio Vaticano I el 8 de diciembre de 1869.
En la homilía pronunciada en la misa de beatificación de Pío IX, Juan Pablo II, además de resaltar la gran devoción de Juan XXIII por Pío IX, hacía hincapié en que el nuevo beato, «en medio de los acontecimientos turbulentos de su tiempo, fue ejemplo de adhesión incondicional al depósito inmutable de las verdades reveladas. Fiel a los compromisos de su ministerio en todas las circunstancias, supo atribuir siempre el primado absoluto a Dios y a los valores espirituales».
«Su larguísimo pontificado no fue fácil, y tuvo que sufrir mucho para cumplir su misión al servicio del Evangelio. Fue muy amado, pero también odiado y calumniado. Sin embargo, precisamente en medio de esos contrastes resplandeció con mayor intensidad la luz de sus virtudes: las prolongadas tribulaciones templaron su confianza en la Divina Providencia, de cuyo soberano dominio sobre los acontecimientos humanos jamás dudó. De ella nacía la profunda serenidad de Pío IX, aun en medio de las incomprensiones y los ataques de muchas personas hostiles. A quienes lo rodeaban, solía decirles: ‘En las cosas humanas es necesario contentarse con actuar lo mejor posible; en todo lo demás hay que abandonarse a la Providencia, la cual suplirá los defectos y las insuficiencias del hombre».
«Sostenido por esa convicción interior, convocó el Concilio Ecuménico Vaticano I, que aclaró con autoridad magistral algunas cuestiones entonces debatidas, confirmando la armonía entre fe y razón. En los momentos de prueba, Pío IX encontró apoyó en María, de la que era muy devoto. Al proclamar el dogma de la Inmaculada Concepción, recordó a todos que, en las tempestades de la existencia humana, resplandece en la Virgen la luz de Cristo, más fuerte que el pecado y que la muerte».
La Inmaculada Concepción en la Escritura
Conviene aclarar que la concepción inmaculada de la Madre de Dios ha sido definida, no como una verdad o una conclusión teológica cierta, sino como una verdad revelada por Dios y apoyada en la tradición de la Iglesia.
No es posible extraer de la Escritura pruebas directas ni estrictas. Pero hay dos grupos de textos que merecen diferente consideración: El primer grupo comprende los textos que han sido invocados por los defensores de la Inmaculada Concepción, y que podemos calificar como textos principales. Un segundo grupo lo constituyen los pasajes secundarios, que no constituyen una prueba directa, como son textos de los libros sapienciales, los referentes a figuras de la Virgen en el Antiguo Testamento, textos de San Juan relativos a la mujer revestida de sol, etc.
Los textos principales se concretan en el libro del Génesis (3.15) y en el Evangelio de San Lucas (1,28). El primer pasaje escriturístico que contiene la promesa de la redención menciona también a la Madre del Redentor: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras tú acechas su calcañar». La sentencia después del primer pecado fue acompañada del primer Evangelio, que pone enemistad entre la serpiente y la mujer.
La estirpe de la mujer, que aplastará la cabeza de la serpiente es Cristo; la mujer es María. Dios puso enemistad entre ella y Satán, de la misma manera que hay enemistad entre Cristo y la estirpe de la serpiente. Sólo la continua unión de María con la gracia santificante explica suficientemente la enemistad entre ella y Satán. El Proto-evangelio contiene directamente una promesa del Redentor. Y en unión con la manifestación de la obra maestra de Su Redención, la perfecta preservación de Su Madre del pecado original.
Otro pasaje principal lo componen el saludo del ángel y el de Santa Isabel (Lc 1,28; 1,42). Los pronuncian dos personajes distintos, que hablan en circunstancias diferentes, pero los dos lo hacen en nombre de Dios o bajo la acción del Espíritu Santo: «Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo», le dice en ángel en la anunciación; «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre».
Esta plenitud de gracia y esta bendición singular de la Madre de Dios, ¿se refieren al privilegio de una concepción inmaculada? Los miembros de la Consulta teológica, instituida por Pío IX en 1848 adoptaron la misma actitud que habían tomado respecto del Proto-evangelio.
La mayoría lo propusieron como argumento válido, y los que no habían admitido la fuerza probatoria del texto del Génesis tampoco admitirían en las palabras de la salutación angélica una prueba directa y específica. Pero la Comisión especial razona los argumentos para admitirlo con un consentimiento unánime, con esta precisión: Las palabras del ángel no serían suficientes, tomadas materialmente, para probar el privilegio de la Inmaculada Concepción; sí la prueban, si se tiene en cuenta la tradición exegética de los Santos Padres.
En los mismos términos está redactado el pasaje de la bula que hace referencia a la salutación angélica. Por tanto, la prueba que se deduce de ahí está inseparablemente unida a la enseñanza de los Padres y escritores eclesiásticos. La concepción inmaculada de María está allí contenida de una forma implícita, como elemento o parte integrante de esa plenitud de gracia, de esa unión especial con Dios, de esa singular bendición atribuida a la Virgen por un doble título: por ser la madre del Verbo encarnado y por ser la nueva Eva.
Hay otros textos secundarios, como los referentes a la esposa sin mancha, la ciudad santa o la sabiduría divina. Encontramos muchos pasajes del Antiguo Testamento, como el Cantar de los Cantares, los Libros sapienciales y los Salmos. Estos pasajes, aplicados a la Madre de Dios, pueden ser entendidos por quienes conocen el privilegio de María, pero no sirven para probar dogmáticamente la doctrina y, por lo tanto, son omitidos por la Constitución Ineffabilis Deus y por la Comisión especial. Estos textos directamente proclaman atributos de la divinidad; referidos a la Virgen pueden ser útiles para la piedad y el amor, pero suponen ya un conocimiento previo del privilegio.
En el cap. 12 del libro del Apocalipsis se narra un pasaje que a primera vista se relaciona con el glorioso privilegio de María: San Juan cuenta una de sus misteriosas visiones que ha tenido en la isla de Patmos: «Una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida de sol, la luna a sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas». Los artistas cristianos se han inspirado en este versículo para realizar las mejores representaciones de la Virgen inmaculada. San Pío X la utilizó en la encíclica Ad diem illum, del 2 de febrero de 1904, al cumplirse en cincuenta aniversario de la definición. Aunque estas aplicaciones no constituyen una interpretación auténtica, una simple acomodación es suficiente para justificarlas. Porque se pone de manifiesto más directamente, no tanto la Inmaculada Concepción, sino la glorificación y la maternidad espiritual de la nueva Eva, que guardan una relación estrecha con la Inmaculada Concepción.
Los que han negado o niegan la concepción inmaculada de la Virgen —protestantes, cismáticos griegos, vetero-católicos— también se han apoyado en la sagrada Escritura para fundamentar sus opiniones. Los textos que alegan se refieren a cuatro puntos generales: la universalidad del pecado en los descendientes de Adán; la universalidad de la redención operada por Jesucristo, la universalidad de la muerte, considerada como efecto o pena del pecado, y la condición del género humano en el orden actual.
Es verdad que la Escritura afirma la universalidad del pecado, de la redención y de la muerte y a ellos están sometidos los descendientes de Adán, al menos que por un acto de su voluntad libre Dios haga una excepción. Porque como Señor supremo tiene la potestad y el derecho de no aplicar la ley en un caso concreto, sin comprometer por ello la existencia de la ley misma. Esta excepción debe ser probada, no simplemente supuesta. Pero una vez probada, la Inmaculada Concepción de la Virgen María no es incompatible con la universalidad de las otras leyes.
Podemos, pues concluir, que en la sagrada Escritura, prescindiendo de los textos secundarios, que el Protoevangelio y la salutación angélica, contemplados dentro de la tradición de la Iglesia, contienen la Inmaculada Concepción de María. La contienen comprendida en la enemistad con la serpiente, en la plenitud de gracia, en la unión con Dios, en la bendición dada a María, madre de Jesús, unida estrechamente a su Hijo, no solamente como madre, sino también como nueva Eva.
En la tradición
En los estudios e investigaciones que precedieron a la declaración del dogma de la Inmaculada Concepción, la doctrina de los Padres y escritores mereció una atención especial, por la importancia que tiene la fe profesada en la Iglesia. Las épocas son muy diversas y no nos es posible detenernos en ellas, sino hacer sencillamente unas consideraciones generales.
En el período desde el concilio de Nicea al concilio de Éfeso (a. 325-431) el lugar central de la literatura y de las controversias lo ocupan otros temas. Es la época de los grandes doctores y hay una abundante literatura mariana en los escritos de San Atanasio, Basilio, los Gregorios, Cirilo, Crisostomo. Prescindiendo de los apócrifos, se manifiesta en homilías sobre la anunciación y la natividad de la Virgen y panegíricos o sermones en su honor.
Los Padres concentran sus esfuerzos en las controversias contra los herejes sobre los misterios de la Trinidad y la Encarnación, porque son los más atacados. Por eso se pronuncian sobre la Virgen en discursos sobre las diversas circunstancias de la vida de la Virgen. En la Iglesia latina sobresalen San Ambrosio y San Agustín. Tanto en Oriente como en Occidente nos encontramos con algunas verdades reafirmadas continuamente, en las que se incluye la experiencia implícita de la Inmaculada Concepción. Una de ellas es la santidad de la Santísima Virgen: nos veríamos obligados a transcribir una multitud de pasajes.
Pero hay dos puntos que sobresalen en el testimonio de los Padres que son: la absoluta pureza de María y su posición como segunda Eva.
En los escritos tanto orientales como occidentales encontramos la antítesis de Eva bajo formas diversas. San Jerónimo la enuncia de una forma breve y familiar: «La muerte por Eva, la vida por María». San Ambrosio destaca muchas veces el papel de Eva y de María y el carácter virginal de ésta última, que ha pasado después a la literatura.
La doctrina de las dos Evas está muy presente en los Padres, aunque la mayoría se contenta con enunciar la antítesis repetida tradicionalmente: de Eva, la muerte y la expulsión, de María, la vida y la salvación. Ciertamente que siempre está considerada María con relación al Verbo, de cuya relación sacan las maravillosas consecuencias. Hasta el mismo Nestorio, enemigo encarnizado de la maternidad divina de María, excluye a María del pecado original. Afirma que por ella ha venido la bendición y la justificación al género humano, así como por Eva había venido la maldición. Esta oposición entre Eva y María, el nacimiento de Cristo de una carne sin pecado merecen por su parte una atención especial.
Nestorio continúa el paralelismo entre las dos madres de la humanidad. La primera da a luz en el dolor, dolor que es propio de todas las que dan a luz, hijas de Eva, pena del pecado original. A la segunda, a María, Dios le ha preparado un alumbramiento sin dolor. María es la nueva madre, pero una madre virgen, que Dios ha dado a la naturaleza humana. La condenación pronunciada contra Eva ha sido destruida por el saludo del ángel a María. A Eva, los dolores y los gemidos, frutos del pecado; a María, la alegría, fruto de la gracia de la que ella está llena.
Abundan los escritos patrísticos sobre la absoluta pureza de María y con los términos más expresivos. Dídimo de Alejandría afirma la absoluta virginidad con estas expresivas palabras, que son como una definición: «Virgen inmaculada siempre y en todo». Cuando hablan de la virginidad perfecta no se refieren sólo a la integridad física, sino que comprende también la integridad del espíritu y del alma: María siempre virgen sería igualmente María siempre santa.
En un escrito antiguo, para unos del siglo IV, para otros del siglo V, se contienen unas expresiones que han sido muy utilizadas y explotadas por los defensores de la Inmaculada Concepción. Contiene el siguiente razonamiento: El primer hombre había sido creado y formado de la tierra inmaculada, era necesario que el hombre perfecto naciera de la virgen inmaculada.
No es posible citar a autores y obras donde los Padres expresan su pensamiento. Basten algunas expresiones que demuestran el convencimiento. Los Padres llaman a María el tabernáculo exento de profanación y de corrupción. Orígenes la llama digna de Dios, inmaculada del inmaculado, la más completa santidad, perfecta justicia, ni engañada por la persuasión de la serpiente, ni infectada con su venenoso aliento.
San Ambrosio dice que es incorrupta, una virgen inmune por la gracia de toda mancha de pecado. Refutando a Pelagio, San Agustín declara que todos los justos han conocido verdaderamente el pecado «excepto la Santa Virgen María, de quien, por el honor del Señor, yo no pondría en cuestión nada en lo que concierne al pecado».
Los Padres sirios nunca se cansaron de ensalzar la impecabilidad de María. San Efrén no consideró excesivos algunos términos de elogio para describir la excelencia de la gracia y santidad de María: «La Santísima Señora, Madre de Dios, la única pura en alma y cuerpo, la única que excede toda perfección de pureza, única morada de todas las gracias del más Santo Espíritu, y, por tanto, excediendo toda comparación incluso con las virtudes angélicas en pureza y santidad de alma y cuerpo…mi Señora santísima, purísima, sin corrupción, inviolada, prenda inmaculada de Aquel que se revistió con luz y prenda…flor inmarcesible, púrpura tejida por Dios, la solamente inmaculada». Para San Efrén fue tan inocente como Eva antes de la caída, una virgen alejada de toda mancha de pecado, más santa que los serafines, sello del Espíritu Santo, semilla pura de Dios, por siempre intacta y sin mancha en cuerpo y en espíritu.
Se podrían citar otros muchos testimonios. En todos ellos aparece con claridad que la creencia en la inmunidad de María frente al pecado en su concepción prevaleció entre los Padres, especialmente en los de la Iglesia griega. Pero el carácter retórico de éstos y similares pasajes nos previene de tendencias demasiado forzadas y de interpretaciones en un sentido estrictamente literal. Los Padres griegos nunca discutieron formal o explícitamente la cuestión de la Inmaculada Concepción.
Concilio de Éfeso
Es incuestionable que el concilio de Éfeso ha tenido una influencia considerable sobre el culto y la teología mariana. Al proclamar solemnemente que la Virgen María era verdaderamente madre de Dios atrae la atención de los doctores sobre la dignidad sublime expresada por este título. Por eso en la predicación y en los escritos proliferan magníficos elogios, graciosas comparaciones, letanías interminables de epítetos laudatorios.
Al mismo tiempo el culto mariano progresa con rapidez: las fiestas en honor a la Virgen se propagan por todo el mundo oriental. La fiesta que parece haber inaugurado el ciclo, la fiesta de la Anunciación, se celebra desde el siglo V en Jerusalén, Constantinopla y en otras ciudades, aunque sea a mediados del siglo VI cuando se fija la fecha del 25 de marzo para su celebración.
De la larga serie de textos de estos siglos y los siguientes se puede concluir que a partir del concilio de Éfeso, no solamente se ha formulado de una manera implícita el dogma católico de la Inmaculada Concepción, sino que se ha manifestado explícitamente la fe en él con expresiones suficientemente claras. Lo han expresado con fórmulas positivas, más que negativas. En lugar de decir «María ha sido preservada del pecado original», dicen: «María es llena de gracia, plenamente santificada desde su aparición en el seno materno. Es una criatura nueva, creada a semejanza de Adán inocente».
El período que va desde el concilio de Éfeso hasta la separación definitiva de la Iglesia oriental (a. 1054) presenta como rasgos comunes la tendencia a concebir e insistir en la maternidad divina, la santidad y la plenitud de gracia que le es propia a la Virgen. Hay condiciones diferentes entre Oriente y Occidente: es rápida y vigorosa la doctrina en Oriente, y, al contrario, lenta e indecisa en Occidente. Se explica por dos causas principales: los desequilibrios y la inestabilidad que causan las invasiones en los países latinos, y la reacción que toma la teología por su lucha contra el pelagianismo.
No obstante los testimonios existen y permiten ver una creencia explícita en la concepción inmaculada. El desarrollo doctrinal coincide con el desarrollo cultual que se manifiesta sobre todo en la introducción de fiestas en honor de la Virgen. La fiesta de la Inmaculada Concepción no es de las primeras, pues hace su aparición a finales de este período, pero es notable en sí misma y sobre todo en la influencia que debía ejercer en la afirmación y propagación de esta creencia piadosa.
Padres postefesinos
Entre los testimonios de los Padres latinos postefesinos, los hay positivos y negativos para la creencia en la concepción inmaculada. Los negativos se encuentran, sobre todo, en San Agustín y entre sus discípulos, pues se inspiran únicamente, o casi únicamente en los escritos antipelagianos del Santo; como es comprensible, en estos escritos San Agustín rechaza y rebate las doctrinas pelagianas y debe reafirmar la universalidad del pecado original y la conexión que existe entre la generación humana y la concepción en el pecado.
Hay otros testimonios positivos favorables a la creencia en la Inmaculada Concepción, bien porque preparan la eclosión hacia una piadosa noción trascendente de la madre de Dios, o porque contienen ya equivalentemente la creencia en la concepción inmaculada. María es para ellos la nueva Eva, instrumento de nuestra salvación y madre de los vivientes en el orden de la gracia. Poco a poco la idea de santidad o de inocencia perfecta y perpetua aparece íntimamente unida a la de María, madre de Dios.
En la segunda mitad del siglo XI y comienzos del XII se prepara la gran controversia sobre la Inmaculada Concepción que se desarrolla en los dos siglos siguientes. Provocada por el desarrollo que va tomando la fiesta de la Concepción, el debate se centra sobre todo en el objeto de la misma fiesta y sobre las creencias que implica. El problema se aborda con nitidez y profundidad, con objeciones puestas al fondo de la cuestión. Por ello el triunfo de la piadosa creencia se impone y llega a ser poco a poco completo y definitivo.
Algunos escritores y santos defendían que a todos, exceptuado el Salvador, se debían aplicar las palabras de la Escritura: En maldad fui formado, y en pecado me concibió mi madre. Oponían la carne de Cristo Salvador y la de María, al haber sido concebidas las dos, una sin pecado y la otra del pecado.
Pero aparece el gran iniciador y doctor, San Anselmo, arzobispo de Cantorbéry, que responde a esa objeción. Puesto que Cristo es Dios y que Él reconcilia a los pecadores por su propia virtud, tiene que estar indemne de todo pecado, lo que supone afirmar que procede de una masa pecadora, pero liberada del pecado. A pesar de reconocer el misterio, ante las insistencias de sus adversarios, San Anselmo propone una explicación que pasará a la doctrina posterior.
Los frutos de la redención no abarcan solamente a los que han vivido después del Salvador, sino que también los anteriores se deben beneficiar por la fe en el futuro redentor de ser purificados de sus pecados. Gracias a ese acto de fe la Virgen fue purificada por una aplicación anticipada de los méritos de su Hijo, y es de la Virgen purificada de la que Cristo ha sido concebido. La purificación particular y privilegiada de la Virgen María es una aplicación anticipada de los méritos de su Hijo, único y universal redentor.
La controversia se produce —teniendo en cuenta las doctrinas anteriores— al volver a celebrar la fiesta de la Concepción en Inglaterra. Ya se celebraba antes de la conquista de los normandos, pero había decaído hasta desaparecer. Pero surge la oposición a la fiesta y a la doctrina cuando Anselmo el Joven, sobrino de San Anselmo, y otros la quieren restaurar, hasta provocar vivas recriminaciones: los adversarios a la fiesta declaran que no tiene razón de ser. El resultado de la controversia fue importante para la fiesta, pero también para la creencia en el privilegio de María. Para responder a las objeciones de los que contradecían la legitimidad del ese culto, se esforzaron los defensores en promover y explicar por qué y bajo qué concepto les parece digna de veneración la madre de Dios. Al hacerlo afirman la pureza y la santidad original de la bienaventurada Virgen María.
La controversia en Occidente es como una prolongación de la precedente. provocada por la misma causa, pero que tiene un eco más grande a causa de la calidad y del renombre de los personajes que intervienen. Entre las afirmaciones de los ingleses se decía, aportando muchos testimonios, que la fiesta se celebraba en el Continente como en Inglaterra.
El movimiento de expansión llegó a Lyón y los canónigos de la sede primada adoptaron la fiesta, lo que provocó la intervención de San Bernardo. Durante algún tiempo guardó silencio con una cierta impaciencia, en consideración a la piedad de los que la veneraban en la sencillez de su corazón y por el amor a la Virgen. Pero piensa que el tiempo ya ha llegado, y hacia 1138 escribe la famosa Carta a los canónigos de Lyón.
Después del exordio de alabanzas a su sede primada, prepara su ataque. Protesta contra lo que considera una mala innovación y una reprensible aceptación de una solemnidad extraña en la Iglesia, carente de fundamento racional, no apoyada por la antigua tradición. Sostiene que María fue santificada en el seno de su madre antes de nacer, porque su nacimiento y Ella también fue santa. Pero María no puede ser santa antes de existir y no existe antes de ser concebida.
Por tanto, si la Virgen no ha podido ser santificada antes de su concepción, porque no existía todavía ni en el momento de su concepción, porque se encuentra con el pecado, no nos queda más que admitir entonces que Ella ha recibido el don de La santidad después de su concepción, cuando ya existía en el seno materno. Es santo su nacimiento, pero no su concepción. En consecuencia, si la santidad falta en la concepción de María, no puede ser objeto de culto.
La intervención de un personaje tan considerable como era el abad de Claraval no podía pasar desapercibida y provoca una larga controversia, que ha llegado a nosotros en numerosos escritos, defendiendo la fiesta de la Concepción. La afirmación del glorioso privilegio va ganando terreno y aumenta el número de sus partidarios, que defienden la fiesta de la Concepción en sentido inmaculista. Se puede afirmar que en el siglo XII la concepción de Nuestra Señora ha sido celebrada en muchas partes.
En el siglo XIII
Llegamos al punto crítico de la controversia en el siglo XIII. Los teólogos de este siglo tratan ordinariamente el problema a propósito de la santificación de María, y también a propósito de la fiesta de la Concepción: cuándo tiene lugar la primera santificación de la madre de Dios, antes o después de la animación por la infusión del alma en un cuerpo capacitado. Estos dos momentos, antes de la animación y después de la animación se descomponen en otros muchos puntos y cuestiones. Todos están de acuerdo en admitir la santificación después de la animación, pues Dios no podía negar a su madre el privilegio que había otorgado a Jeremías y a San Juan Bautista.
Los teólogos franciscanos tienen en Alejandro de Hales y en San Buenaventura sus maestros principales. Alejandro de Hales (m. 1245) resume su doctrina en cuatro puntos, que a su vez se descomponen y engloban otras muchas cuestiones: La bienaventurada Virgen no ha sido santificada antes de su concepción; la bienaventurada Virgen no ha sido santificada en el acto mismo de la concepción; la bienaventurada Virgen no ha podido ser santificada después de su concepción y antes de la infusión del alma; no queda, pues, más que admitir que la bienaventurada Virgen ha sido santificada después de la unión del cuerpo y del alma, pero antes de su nacimiento.
San Buenaventura (m. 1274), profesor en París de 1248 a 1255, enseña en sustancia la misma doctrina que su maestro, pero trata separadamente la santificación de la carne y del alma, y reduce las cuestiones. El alma de María habría sido santificada en el instante mismo de su creación, y por consiguiente no habría contraído el pecado original. Ha sido liberada por Jesucristo, pero no como los demás, pues, mientras todos los demás han sido sacados del precipicio donde habían caído, la madre de Dios ha sido sostenida al borde mismo del precipicio para que no cayera. María debe su exención del pecado original a la gracia que depende y viene del Salvador. Pero, a pesar de las afirmaciones anteriores, al referirse al cuerpo y a toda la persona, afirma que la Virgen no ha sido santificada sino después de haber contraído el pecado original.
Alejandro de Hales, al final de su vida, habría admitido el glorioso privilegio y compuso un escrito en su favor. San Buenaventura, elegido ministro general de los frailes menores, ha hecho lo mismo, instituyendo para su Orden la fiesta de la Concepción en el capítulo de Pisa, el año 1263. Los teólogos y discípulos franciscanos, que enseñan en París durante el siglo XIII, han repetido la doctrina de estos dos maestros y no se encuentra ninguno que haya aceptado y defendido la doctrina de la Inmaculada Concepción.
Entre los teólogos dominicos destaca San Alberto Magno (m. 1280), profesor en París de 1245 a 1248. Trata esta cuestión en dos artículos: La bienaventurada Virgen María ¿fue santificada antes de ser concebida o después de ser concebida? La respuesta no ofrece dudas: María no pudo ser santificada antes de su concepción. La Virgen fue concebida como los demás mortales; la gracia de la santificación no puede venir por la carne, sino que la carne participa de la santificación por el alma, distinta de la carne.
Y se plantea de nuevo la cuestión: la carne de la Virgen ¿ha sido santificada antes o después de la animación? San Alberto rechaza la hipótesis de una santificación anterior a la animación, condenada ya por San Bernardo en su carta a los canónigos de Lyón y por los teólogos de París. La carne en sí misma no tiene capacidad para recibir la gracia santificante; no puede haber santificación antes de la animación.
El debate continuó durante los siglos XIII y XIV, e ilustres nombres se alinearon en uno y otro bando. San Pedro Damián, Pedro Lombardo, Alejandro de Hales, San Buenaventura y Alberto Magno son citados en oposición.
Santo Tomás se pronunció primero a favor de la doctrina en su tratado sobre las Sentencias (en 1 Sent. c. 44, q. 1 ad 3); sin embargo, en su Summa Theologica llegó a la conclusión opuesta. Muchas discusiones han surgido ya sea a favor o en contra de Santo Tomás, negando que la Santísima Virgen fuese inmaculada desde el instante de su animación, y han sido escritos libros para negar que él llegase a esa conclusión. No obstante, es difícil decir que Santo Tomás no considerase por un instante al menos la animación posterior de María y su santificación anterior. Esta gran dificultad surge por la duda de cómo podría haber sido redimida si no pecó. Dicha dificultad la manifiesta al menos en diez pasajes de sus escritos. Pero, aunque Santo Tomás retuviese esto como esencial a su doctrina, él mismo suministró los principios que, después de ser considerados en conjunto y en relación con estos trabajos, suscitaron otros pensamientos que contribuyeron a la solución de esta dificultad desde sus propias premisas.
En el siglo XIII la oposición fue en gran parte debida a que se quería clarificar el sujeto en disputa. La palabra «concepción» era usada en sentidos diferentes, los cuales no habían sido separados de la definición. Si Santo Tomás, San Buenaventura y otros teólogos hubieran conocido el sentido de la definición de 1854, la habrían defendido con firmeza de sus oponentes. Podemos formular la cuestión discutida por ellos en dos proposiciones, ambas en contra del sentido del dogma de 1854: la santificación de María tuvo lugar antes de la infusión del alma en la carne, de modo que la inmunidad del alma fuese consecuencia de la santificación de la carne y no había riesgo por parte del alma de contraer el pecado original. La santificación tuvo lugar después de la infusión del alma para redención de la servidumbre del pecado, que el alma arrastró de su unión con la carne no santificada. Esta formulación de la tesis excluye una concepción inmaculada.
Los teólogos olvidaron que entre santificación antes de la infusión y santificación después de la infusión había un término medio: santificación del alma en el momento de la infusión. Parecían ajenos a la idea según la cual lo que era subsiguiente en el orden de la naturaleza podía ser simultáneo en un punto del tiempo. Especulativamente considerado, el alma sería creada antes que pudiese ser infundida y santificada, pero en la realidad el alma es creada y santificada en el mismo momento de la infusión en el cuerpo. Su principal dificultad era la declaración de San Pablo de que todos los hombres han pecado en Adán. La propuesta de esta declaración paulina, sin embargo, insiste en la necesidad que todos los hombres tienen de la redención de Cristo. Nuestra Señora no fue una excepción a esta regla.
Una segunda dificultad era el silencio de los primeros Padres. Pero los teólogos de aquel tiempo no se distinguieron tanto por su conocimiento de los Padres o de la historia, sino por su ejercicio del poder del razonamiento. Leyeron a los Padres Occidentales más que a los de la Iglesia Oriental, quienes expusieron con mayor amplitud la tradición de la Inmaculada Concepción. Y algunos trabajos de los Padres que habían sido olvidados, cobraron actualidad en este momento.
Doctor Subtilis
El famoso Duns Escoto, el Doctor subtilis, el defensor de la Inmaculada, nació en Escocia el año 1265 ó 1266. Entró en la Orden franciscana y tuvo como maestro en sus estudios teológicos a Guillermo Ware, uno de los más apasionados defensores de la Inmaculada Concepción. Escoto sucedió a su maestro en la cátedra de Oxford y aquí comenzó a defender la sentencia inmaculista. De Oxford pasó a París y obtuvo el doctorado y el magisterio en la Sorbona. Su maestro, Ware, también había enseñado en París, pero no parece que tuviera ocasión de defender públicamente el privilegio de María. El que más llamó la atención general sobre la Inmaculada Concepción y se impuso fue Escoto. Esto sucedía en los comienzos de 1300. Unos años más tarde, un decidido adversario del privilegio de la Virgen, el dominico Gerardo Renier, llamaba a Escoto «el primer sembrador de este error» (se refiere a la opinión defensora del privilegio de la Virgen María). Esto sucedía en 1350.
A propósito de la influencia que tuvo Escoto en el triunfo de la doctrina sobre la Inmaculada Concepción, se popularizó más tarde la narración de una maravillosa disputa mantenida en París por mandato de la Santa Sede y en presencia de sus delegados. Tenía como finalidad disipar las sombras que en las escuelas teológicas se iban acumulando contra el insigne privilegio de la Madre de Dios.
Bernardino de Bustis en el oficio litúrgico que compuso en honor de María Inmaculada, aprobado por Sixto IV el año 1480—se expresa así: «Hubo una época en que ciertos religiosos se enardecieron con tanto furor contra la Inmaculada Concepción, que llamaban herejes a los franciscanos, porque en su predicación defendían que la Virgen había sido concebida sin pecado. Por mandato de la Santa Sede se celebró una disputa pública en la Sorbona. Los acusadores intervinieron en la discusión con un gran número de doctores. Pero nuestro Señor, para proteger la dignidad de su amada Madre, destinó improvisadamente a esta cita a Escoto, eximio doctor de la Orden de los franciscanos. Él rebatió todos los fundamentos y los argumentos del adversario con una argumentación irrefutable. Con ello hizo brillar con tanta luz la santidad de la concepción de la Virgen, que todos aquellos frailes, llenos de admiración por su sutileza, se encerraron en el silencio y cesaron en la discusión. Como consecuencia, la opinión de los franciscanos fue aprobada por la Sorbona y Escoto fue denominado el doctor sutil».
Esta discusión tuvo lugar a finales del año 1307 o al principio de 1308. Escoto habría venido expresamente a París desde Oxford. Cuando llegó el día del acto sorbónico—como se llamaba a aquella discusión—, mientras Escoto se dirigía al lugar de la discusión, se arrodilló ante una imagen de la Virgen que se encontraba a su paso, y le dirigió esta plegaria: «Concédeme que te alabe, virgen sagrada: dame fuerza contra tus enemigos». La Virgen, como agradeciendo este acto, inclinó la cabeza: posición que ha conservado posteriormente.
Comenzada la discusión, los contrarios desarrollaron contra Escoto una cascada de argumentos; se dice que más de doscientos. Escoto los escuchó todos con atención, pero con la tranquilidad reflejada en la cara. Cuando los adversarios se callaron comenzó a refutar sus argumentaciones: rebatió uno por uno sus argumentos en el mismo orden en que se los habían propuesto. Consecuencia de aquella discusión habría sido, no sólo la aprobación por parte de la Sorbona de la opinión inmaculista, sino además la adopción por parte de aquella universidad de la correspondiente fiesta, y la negación de grados académicos a los que se atrevieran a manifestar un sentimiento contrario.
Francisco Mayroni, discípulo de Escoto, resumía así la argumentación de su maestro: «Dios ha podido preservar a María del pecado: era conveniente que lo hiciera: por tanto, lo hizo».
Escoto puso los fundamentos de la verdadera doctrina tan sólidamente establecidos y disipadas las dudas en forma tan satisfactoria, que en adelante la doctrina prevaleció. Él mostró que la santificación después de la animación requería que se llevase a cabo en el orden de la naturaleza, no del tiempo; él resolvió la gran dificultad de Santo Tomás mostrando que lejos de ser excluida de la redención, la Santísima Virgen obtuvo de su Divino Hijo la más grande de las redenciones a través del misterio de su preservación de todo pecado. Él introdujo también, por la vía de la ilustración, el peligroso y dudoso argumento de Eadmer: «decuit, potuit, ergo fecit».
La controversia
Desde el tiempo de Escoto la doctrina no sólo llegó a ser opinión común en las universidades, sino que la fiesta se expandió a lo largo de aquellos países donde no había sido previamente adoptada. Con excepción de los dominicos, todas o casi todas las órdenes religiosas la asumieron: los franciscanos, en el Capítulo General de Pisa en 1263, adoptaron la Fiesta de la Concepción de María en toda la Orden; esto, sin embargo, no significa que profesasen en este tiempo la doctrina de la Inmaculada Concepción. Siguiendo las huellas de Duns Escoto, sus discípulos Pedro Aureolo y Francisco de Mayrone fueron los más fervientes defensores de la doctrina, aunque sus antiguos maestros (San Buenaventura incluido) se hubiesen opuesto a ella.
La controversia continuó, pero los defensores de la opinión opuesta fueron la mayoría de ellos miembros de la Orden Dominicana. En 1439 la disputa fue llevada ante el Concilio de Basilea, donde la Universidad de París, anteriormente opuesta a la doctrina, demostrando ser su más ardiente defensora, pidió una definición dogmática. Los dos ponentes en el concilio fueron Juan de Segovia y Juan Torquemada. Después de haber sido discutida por espacio de dos años antes de la asamblea, los obispos declararon la Inmaculada Concepción como una piadosa doctrina, concorde con el culto católico, con la fe católica, con el derecho racional y con la Sagrada Escritura; de ahora en adelante, dijeron, no estaba permitido predicar o declarar algo en contra). Los Padres del concilio decían que la Iglesia de Roma estaba celebrando la fiesta. Esto es verdad sólo en cierto sentido. Se guardaba en algunas iglesias de Roma, especialmente en las de las órdenes religiosas, pero no fue adoptada en el calendario oficial. Como el concilio en aquel tiempo no era ecuménico, no pudo pronunciarse con autoridad. El memorandum del dominico Torquemada sirvió de armadura para todo ataque a la doctrina hecho por San Antonio de Florencia y por los dominicos Bandelli y Spina.
Por un Decreto de 28 de Febrero de 1476, Sixto IV adoptó por fin la fiesta para toda la Iglesia Latina y otorgó una indulgencia a todos cuantos asistieran a los Oficios Divinos de la solemnidad El Oficio adoptado por Sixto IV fue compuesto por Bernardo de Nogarolis, mientras que los franciscanos emplearon desde 1480 un bellísimo Oficio salido de la pluma de Bernardino de Busti, que fue concedido también a otros (p.ej. en España, 1761), y fue cantado por los franciscanos hasta la segunda mitad del siglo XIX. Como el reconocimiento público de la fiesta por Sixto IV no calmó suficientemente el conflicto, publicó en 1483 una constitución en la que penaba con la excomunión a todo aquel cuya opinión fuese acusada de herejía. En 1546 el Concilio de Trento, cuando la cuestión fue abordada, declaró que «no fue intención de este Santo Sínodo incluir en un decreto lo concerniente al pecado original de la Santísima e Inmaculada Virgen María Madre de Dios». Como quiera que este decreto no definió la doctrina, los teólogos opositores del misterio, aunque reducidos en número, no se rindieron. San Pío V no sólo condenó la proposición 73 de Bayo, según la cual «no otro sino Cristo fue sin pecado original y que, además, la Santísima Virgen murió a causa del pecado contraído en Adán, y sufrió aflicciones en esta vida, como el resto de los justos, como castigo del pecado actual y original», sino que también publicó una constitución en la que prohibía toda discusión pública. Finalmente insertó un nuevo y simplificado Oficio de la Concepción en los libros litúrgicos.
Mientras duraron estas disputas, las grandes universidades y la mayor parte de las grandes órdenes se convirtieron en baluartes de la defensa del dogma. En 1497 la Universidad de París decretó que en adelante no fuese admitido como miembro de la universidad quien no jurase que haría cuanto pudiese para defender y mantener la Inmaculada Concepción de María. Toulouse siguió el ejemplo; en Italia, Bolonia y Nápoles; en el Imperio Alemán, Colonia, Maine y Viena; en Bélgica, Lovaina; en Inglaterra, antes de la Reforma, Oxford y Cambridge; en España, Salamanca, Toledo, Sevilla y Valencia; en Portugal, Coimbra y Evora; en América, México y Lima.
Los Frailes Menores confirmaron en 1621 la elección de la Madre Inmaculada como patrona de la Orden, y se comprometieron bajo juramento a enseñar el misterio en público y en privado. Los dominicos, sin embargo, se vieron en la especial obligación de seguir las doctrinas de Santo Tomás; y las conclusiones comunes de Santo Tomás eran opuestas a la Inmaculada Concepción. Los dominicos, por tanto, afirmaron que la doctrina era un error contra la fe. Aunque adoptaron la fiesta, hablaban persistentemente de «Santificación de la Virgen María», no de «Concepción», hasta que en 1622 Gregorio V abolió el término «santificación». Pablo V (a. 1617) decretó que no debería enseñarse públicamente que María fue concebida en pecado original, y Gregorio V (a. 1622) impuso absoluto silencio, tanto en los escritos como en los sermones, aunque fueran privados, sobre los adversarios de la doctrina, hasta que la Santa Sede definiese la cuestión. Para poner fin a toda ulterior cavilación, Alejandro VI promulgó el 8 de Diciembre de 1661 la famosa constitución Sollicitudo omnium Ecclesiarum, defendiendo el verdadero sentido de la palabra concepción, y prohibiendo toda ulterior discusión contra el común y piadoso sentimiento de la Iglesia. Declaró que la inmunidad de María del pecado original en el primer momento de la creación de su alma y su infusión en el cuerpo eran objeto de fe.
Hacia la definición
Llegamos al último período, caracterizado por el triunfo definitivo de la Inmaculada Concepción en el Pontificado de Pío IX. Pero antes, en la primera mitad del siglo XIX, sobre todo a partir de 1830, se suceden una serie de acontecimientos particulares. De 1800 a 1830, durante los pontificados de Pío VII y León XII, son raras las actuaciones a favor del privilegio mariano, aunque hay algunos detalles específicos.
El cardenal Mauro Capellari, religioso camaldulense, fue elegido papa el 2 de febrero de 1831 y tomó el nombre de Gregorio XVI (1831-1846). Desde el principio se mostró favorable al privilegio de la Virgen. En el primer año de su pontificado concede indulgencias, a petición de los franciscano de Santa Fe de Bogotá, a los fieles que asistan a la misa propia de la Inmaculada Concepción en la iglesia de estos religiosos, honrando a la Madre de Dios «concebida sin pecado», y en 1834 confirma la fundación de la Sociedad de la Misericordia en la expresión de María «inmaculada en su concepción».
Los partidarios de la definición se sintieron estimulados para insistir en sus peticiones. Un acontecimiento maravilloso había sucedido que les animaba a reemprender ese camino y vino a iluminar con luz sobrenatural esa creencia.
Peticiones de obispos
Las primeras peticiones que se elevan no tenían como objeto la definición del privilegio, sino la autorización para decir en el prefacio de la fiesta: Et te in conceptione inmaculata. A la petición del cardenal de Sevilla habían seguido no menos de 211 súplicas, en las que se daban las mismas razones que exponía el cardenal en su carta a Mons. Quélen: «Considerando que las concesiones pontificias acordadas hasta ahora se refieren al culto tributado a María en el oficio coral y a otros homenajes que son ordinarios y que los fieles no pueden tomar parte en ellos para honrar a la Santísima Virgen y la utilidad del pueblo cristiano reclaman, con justicia, que se ofrezcan a los simples fieles los medios para poder ejercitar este culto tan piadoso; y veo que un medio que puede servir para ello es añadir en las letanía de Nuestra Señora este elogio y esta invocación: Regina sine labe concepta, ora pro nobis». Este movimiento se propaga y el mismo favor solicitan muchos obispos, superiores de Órdenes religiosas, rectores de iglesias particulares, etc., también para introducirlo en el prefacio de la Misa. Las dos peticiones son atendidas y concedidas al mismo tiempo a varios obispos entre abril de 1844 y mayo de 1847. En 1843 el cardenal Lambruschini, Secretario de Estado de Gregorio XVI, hacía publicar una disertación polémica sobre la inmaculada concepción. El autor resumía las pruebas del privilegio: conveniencia, Sagrada Escritura, actos pontificios, testimonios de los Padres y doctrina de los teólogos, sobre todo el consentimiento común de los fieles, presentado como garantía de certeza y como preparación a la definición formal, que declara posible, útil y conveniente. Aduce también la maravillosa difusión de la medalla milagrosa y de las conversiones que se han sucedido. Esta disertación fue traducida a las principales lenguas y tuvo gran resonancia en los medios católicos.
Gregorio XVI se mostró favorable a un pronunciamiento solemne, pero se atuvo a las circunstancias. En una carta dirigida al obispo de La Rochelle le decía que «nada le sería más agradable que proclamar con un juicio solemne la Inmaculada Concepción de la santa Madre de Dios», pero que no lo había hecho por razones de alta prudencia que aconsejaban las circunstancias
Los temores y el miedo a las reclamaciones posibles, en el caso de una sanción solemne del privilegio, no carecían de fundamento, particularmente por parte de Alemania. En Francia existía una sorda oposición en los medios jansenistas o jansenizantes y entre un cierto número de galicanos, aunque esta oposición se manifestó más tarde en el pontificado de Pío IX.
Pío IX
Giovanni María Mastai Ferretti fue elegido Papa el 16 de junio de 1846, y tomó el nombre de Pío IX, en memoria y como reconocimiento de Pío VII, al que había sucedido como obispo de Imola y a quien le debía el haber sido ordenado sacerdote. Personalmente formaba parte de los que defendían el privilegio de la Virgen. Para él fue un grato honor ratificar una señalada muestra de devoción hacia la Virgen Inmaculada que los obispos de América septentrional, reunidos en Baltimore en concilio provincial, habían decidido, con entusiasmo y por unanimidad, aclamar a la Bienaventurada Virgen María concebida sin pecado como patrona de los Estados Unidos de América. Otros actos pontificios refuerzan las buenas disposiciones del Pontífice.
Entre los meses de julio de 1846 y mayo de 1847 los obispos continúan a pedir el doble favor: insertar en el prefacio de la Misa el epíteto Inmaculada y en las letanías la invocación Reina concebida sin pecado. Al mismo tiempo son numerosas las peticiones de una definición en los años 1846 a 1848, añadidas a las que ya se habían hecho durante el pontificado de Gregorio XVI. Para el nuevo Papa supuso una gran alegría recibir un centenar de súplicas de obispos de partes diversas, vicarios apostólicos, superiores de Ordenes religiosas y otras del rey de las Dos Sicilias, con una petición personal de Fernando II, rey de Nápoles.
Antes de llegar a Roma estas peticiones, Pío IX ya había manifestado sus sentimientos: firmado por él mismo, un decreto de la Sagrada Congregación de Ritos, de 30 de septiembre de 1847, autorizaba un Oficio enteramente propio de la Inmaculada Concepción de María, con Misa para el día de la fiesta y durante la octava.
En este mismo año de 1847, el padre Juan Perrone, prefecto de estudios en el Colegio Romano, publica un escrito con el título de Disquisición teológica, en el que examina «si la Inmaculada Concepción de la bienaventurada Virgen María podía ser objeto de una definición dogmática». Después de una primera parte histórico-crítica, en la que resume la historia de la controversia y sus múltiples fases, plantea y discute el valor real de los argumentos aportados contrarios y favorables al privilegio. Llega a la siguiente conclusión: no se encuentra nada realmente contrario en la Sagrada Escritura, ni en los Santos Padres, ni en los escritores eclesiásticos antiguos, ni en los documentos litúrgicos, ni en las actas de los concilios o de los romanos pontífices, ni en las razones teológicas; los testimonios claramente opuestos pertenecen al período de la controversia. Al contrario, tanto la Sagrada Escritura como la tradición desde los primeros siglos atestiguan con testimonios positivos la existencia de esta creencia.
En la segunda parte, teológico-crítica, después de examinar las condiciones requeridas para que una doctrina pueda ser objeto de una definición dogmática y cómo se cumplían en este caso, investiga en la revelación escrita o transmitida y encuentra razones suficientes para dar un decreto pontificio sobre la Inmaculada Concepción como dogma de fe.
Pío IX comienza el camino que terminará en la proclamación dogmática del 8 de diciembre de 1854. El día 1 de junio de 1848 constituye una comisión de teólogos encargada de examinar esta cuestión. La componen 20 miembros: prelados pertenecientes a Congregaciones romanas, generales de diversas Órdenes religiosas y renombrados maestros.
Durante su estancia en Gaeta, el 6 de diciembre de 1848, había designado una comisión de ocho cardenales y cinco consultores, para reunirse en Nápoles bajo la presidencia del cardenal Lambruschini y constituir así una congregación antepreparatoria. Se celebró el 22 de diciembre. Las deliberaciones versaron sobre estas dos cuestiones: La primera se refería a si, ante las peticiones de los obispos del mundo católico y de Fernando II, se aconsejaba al Santo Padre declarar que la bienaventurada Virgen María ha gozado del privilegio particular de haber sido concebida sin pecado original. La segunda, si en las circunstancias actuales era oportuno que Su Santidad procediera a tal declaración.
Discutido el asunto, todos los miembros presentes respondieron afirmativamente a la primera cuestión, mientras que no hubo unanimidad en la segunda y fue dilatada, aconsejando a Su Santidad dirigir una encíclica a los obispos del mundo entero para pedir oraciones en vistas de la definición y también para invitarles a dar su opinión sobre la oportunidad. Los consultados debían responder a los cinco puntos siguientes: Si constataba que la Iglesia de nuestros días demanda una definición dogmática de la Inmaculada Concepción de María; si la Iglesia, extendida por el mundo, desde los tiempos apostólicos ha admitido el privilegio excluyendo toda sombra de pecado original, siguiendo la doctrina explícitamente sostenida por los primeros apologistas que han tratado ex professo de este tema; qué ofrece el Antiguo Testamento a favor o en contra de la Inmaculada Concepción, si es que dice algo; qué dice también el Nuevo Testamento; si los datos que se pueden recabar del examen de los textos greco-orientales y latinos del siglo III e inmediatos, y de otros hasta nuestros días permiten afirmar la piadosa creencia de la Iglesia en la Inmaculada Concepción de la Virgen María.
Las respuestas a las dos primeras cuestiones y a la última fueron afirmativas. Las referidas a la Sagrada Escritura necesitaban mayor estudio. Un consultor fue el encargado de estudiar el modo de definición, escogiendo una definición en forma positiva y con anatema, en una bula dogmática con las formalidades habituales y que sería publicada en el tiempo y lugar oportunos.
La encíclica «Ubi Primum»
Pío IX secunda las medidas sugeridas por los miembros de la congregación antepreparatoria. Desde Gaeta, donde se encontraba, hizo expedir la encíclica Ubi primum, el 2 de febrero de 1949. Hacía saber a los obispos su decisión de someter a un examen definitivo la Inmaculada Concepción. A tal efecto había nombrado una comisión de teólogos y había instituido una congregación cardenalicia; de ella esperaba que le transmitiera los resultados de la investigación. Con esta misma finalidad les pedía a todos los obispos que hicieran plegarias en sus diócesis para implorar luces de Dios a fin de acertar en la decisión a tomar y llevar a feliz término este asunto. «Deseamos vivamente —les decía— que nos hagas saber lo más pronto posible cuáles son en vuestra diócesis los sentimientos del clero y del pueblo respecto a la concepción de la Virgen Inmaculada y en qué medida piensa que la cuestión deba ser dirimida por la Sede Apostólica; deseamos conocer sobre todo lo que según vuestra sabiduría pensáis que se debe hacer en este punto». Seguía a ello una autorización general, si lo consideraba oportuno, para que sus sacerdotes pudieran rezar el Oficio Divino propio de la Inmaculada, tal y como lo había ya concedido él a los sacerdotes de la diócesis de Roma.
¿Cuál fue el resultado de «este concilio por escrito»? Las respuestas recibidas están editadas en diez volúmenes con el siguiente resultado: de los 603 obispos respondieron por escrito al Papa 593, de los cuales solamente ocho afirmaban que tal creencia no podía ser definida teológicamente, aunque dos no estaban muy seguros de ello. Más numerosos fueron los que, declarando su fe en esa creencia, juzgaban inoportuna la definición dogmática (éstos eran 35, entre los cuales estaba el Cardenal Pecci, arzobispo de Peruggia, futuro León XIII) o se mostraban dudosos (48 obispos). Como se ve, la inmensa mayoría de los obispos era favorable a la proclamación del dogma. El grupo más numeroso de los obispos habían aceptado pura y simplemente la definición proyectada, testimoniando también que consideraban el privilegio contenido más o menos implícitamente en el depósito de la Revelación. Algunos se habían explayado en este punto, bien en sus cartas al Papa, bien con esta ocasión en lecciones o discursos sobre la Inmaculada Concepción. La mayoría defendía la oportunidad de una definición, y a continuación exponían la conveniencia, las ventajas y la misma necesidad moral.
Las respuestas de los obispos, junto a los trabajos de los teólogos de la comisión y de la congregación antepreparatoria formaban un extenso dossier que debían utilizar los encargados de redactar la bula de definición.
Congregación especial para redactar la bula de definición (Entre el 10 de mayo de 1852 y el 2 de agosto de 1853).
La respuesta casi unánime de los obispos del mundo reafirmó el propósito de Pío IX de definir, por fin, la creencia tan universalmente extendida. Tampoco se puede decir que haya obrado con precipitación. Entre la creación de la primera comisión teológica consultiva sobre el tema y la promulgación de la bula de definición dogmática habían transcurrido seis años y seis meses. Nada menos que cuatro comisiones distintas, cardenalicias y teológicas, habían examinado la cuestión desde un triple punto de vista: la definición de la creencia, la oportunidad de su definición y la redacción dogmática.
De acuerdo con los que juzgaban conveniente adjuntar a la definición dogmática una exposición de los fundamentos y de la evolución de la creencia en la Iglesia, él se dedica en marzo de 1851 a la preparación de una bula pontificia. A petición del Papa, el padre jesuita Giovanni Perrone había redactado en 1850 un primer proyecto de definición. Este texto fue sometido al examen de dieciséis teólogos consultores, sucediéndose otras siete redacciones. Pío IX estaba convencido del carácter revelado de la doctrina de la Inmaculado Concepción, pues, desde hacía varios siglos, era objeto de fe en la Iglesia universal. Pero deseaba también que la definición replicara a las objeciones teológicas de los adversarios de la doctrina.
Sigue otro esquema, que probablemente es obra de Passaglia, que tenía como novedad que la definición iba acompañada de una condena explícita de los errores modernos. Este segundo esquema, como el primero, no fue nunca utilizado. Pío IX, decidido a dar amplitud a la discusión, instituye, el 10 de mayo de 1852, una congregación especial de veinte teólogos bajo la presidencia del cardenal Fornari. Comenzó sus trabajos desde los cimientos proponiendo las cuestiones más fundamentales: qué características o indicios debía tener una proposición para considerarla digna de recibir un juicio solemne del magisterio católico, cuál debía ser su redacción en el aspecto positivo y negativo, cuáles eran los testimonio implícitos y explícitos de la Sagrada Escritura y de la Tradición, la conexión con otros dogmas, la enseñanza del episcopado, la piedad de los fieles, etc. Las consideraciones sobre la oportunidad y la conveniencia fueron adjuntadas como conclusión.
A consecuencia de estos trabajos, se decidió utilizar en la bula, como pruebas, la conveniencia, la Sagrada Escritura, la tradición patrística, la fiesta de la Concepción y el sentimiento de la Iglesia universal. A ello se agregaban algunas notas explicativas, con la intención de esclarecer los argumentos propuestos y resolver las objeciones desde el punto de vista escriturístico y patrístico.
Discusión del texto de la bula (22 de marzo al 4 de diciembre de 1854)
El nuevo esquema, el tercero, contiene lo que sustancialmente ha permanecido en la redacción definitiva, pero con una forma y un orden que ha dado lugar a numerosas modificaciones: seis veces fue retocado y perfeccionado el texto. Fueron muchos los revisores: teólogos consultores, cardenales constituidos el 22 de marzo de 1854 en congregación consultiva, arzobispos u obispos presentes o mandados venir a Roma formando una comisión del 20 al 24 de noviembre bajo la presidencia de los cardenales Brunelli, Caterini y Santucci. Algunos de estos retoques merecen resaltarse, porque proyectan luz sobre la redacción de la bula Ineffabilis, y especialmente sobre el sentido y el encuadre de la definición dogmática del 8 de diciembre.
En los tres primeros esquemas los testimonios de los Padres y de los escritores eclesiásticos se consignaban y citaban explícita y ampliamente; fueron suprimidos en la cuarta, pero aparecen en las siguientes en notas a pie de página junto con sus escritos citados. Ante la observación hecha por algún cardenal, de que redactando y citando de esa manera la bula se parecía más a una disertación polémica o escolástica, las referencias fueron suprimidas. Se utilizaron unos términos más genéricos, que suponían mucha investigación, reagrupados en orden lógico y sistemático, para concluir que constantem fuisse et esse catholicae Ecclesiae doctrinam. Todo ello quedó plasmado en el octavo esquema y en la redacción definitiva.
En todo este trabajo preparatorio dom Guéranger participó activamente. Pío IX sentía verdadera estima por el reformador de Solesmes, porque cooperó de verdad a que las diócesis francesas volvieran a la liturgia romana. El Papa le pidió que estudiara el tema de la definición. En abril de 1850, don Guéranger había terminado una importante Memoria sobre la Inmaculada Concepción, que fue muy apreciada por Pío IX, y a finales de 1851, el Papa le hizo ir a Roma y permanecer allí durante algún tiempo. Había decidido nombrarle consultor de la Congregación de Ritos y del Indice, porque apreciaba su capacidad intelectual y la firmeza de su doctrina.
Durante su estancia romana, dom Guéranger trató y fue recibido en varias ocasiones por Pío IX y también se le requirieron diferentes trabajos doctrinales. Le pidieron que revisara su Memoria, y en enero de 1852 le confiaron la redacción de la bula de la definición dogmática. Como hemos visto, ya se habían sucedido otros proyectos como los del P. Perrone y el P. Pasaglia, que habían sido considerados insatisfactorios. A aquellos proyectos de los PP. jesuitas se unía ahora el de un benedictino.
Dom Guéranger trabajó con ahínco, y el 30 de enero presentaba al Papa un nuevo proyecto de bula, que en principio satisfacía a Pío IX, pero en el que el Papa introdujo numerosas puntualizaciones. Después, el 27 de febrero, pidió una completa revisión del proyecto, porque deseaba que la bula de definición dogmática condenara también de manera solemne los grandes errores filosóficos y teológicos contemporáneos. Acababa de aparecer un artículo en la Civiltá cattólica, que el Papa había preparado con los jesuitas, y en el que se sugería unir la proclamación del dogma con la condenación de los errores.
El día 29 Pío IX recibía a dom Guéranger. Éste le manifestó al Papa abiertamente y enérgicamente su oposición al proyecto de incluir la condenación de los errores en la bula; y sugirió que se redactaran dos textos independientes, diferentes y separados. Pero Pío IX le explicó al abad de Solesmes que tenía gran interés en unir la proclamación del privilegio de la Inmaculada Concepción a la otra proclamación, rechazando los errores que consideraba contrarios a la fe. Repetía también que desde hacía años notaba una especie como de movimiento interior que le impulsaba a unir ambas proclamaciones. Dom Guéranger obedeció humildemente.
Después de que el abad de Solesmes dejara Roma, Pío IX adoptó su idea de separar las dos proclamaciones, y para ello se redactarían dos constituciones distintas y separadas. Dejó para más adelante la condena solemne de los errores —que realizaría más tarde en el Syllabus, publicada exactamente diez años después, y encargó un nuevo proyecto de definición dogmática. El texto definitivo quedó ultimado cuatro días antes de la definición solemne, después de intervenir personalmente el Papa para corregir algunas expresiones.
Propiamente los trabajos preparatorios habían concluido el día 1 de diciembre. Pío IX celebró un consistorio secreto, en el que, después de una breve alocución dirigida a los cardenales, les pregunta si estaban de acuerdo en que se proceda a la definición dogmática. Los cardenales respondieron afirmativamente, con lo que se terminaron los debates y el Papa designó el 8 de diciembre, el día de la fiesta, para promulgar el solemne decreto del dogma.
Después de la proclamación
Una vez proclamado el dogma, con los acontecimientos que se narran al comienzo del artículo, el pueblo fiel y una amplísima mayoría en la Iglesia Católica recibieron con alegría y entusiasmo la definición oficial del privilegio. Fue un motivo de gozo y alegría comparable a lo que había sucedido a raíz del concilio de Efeso, cuando se definió la maternidad divina de la Virgen contra Nestorio. Ya hemos hecho alusión a las celebraciones en Roma y en otras ciudades para celebrar el acto. Con ocasión de la proclamación, los obispos publican cartas pastorales, escritos, etc.
Pero los adversarios y contrarios al dogma siguieron atacándolo después de la proclamación. En primer lugar se esperaba así de otras confesiones separadas de la Iglesia Católica, pues no reconocían ni la autoridad magisterial del Papa ni los principios dogmáticos que suponía la declaración del 8 de diciembre de 1854.
Se podía esperar que todos los católicos serían obedientes a la palabra del Papa, pero desgraciadamente no fue así, aunque también es verdad que, cuando se examina la lista de los escritos publicados contra la definición pontificia, no se encuentran personalidades auténticamente católicas y sí con tendencias jansenistas o galicanas.
Entre los adversarios al dogma de la Inmaculada es llamativo el caso de Döllinger al final de su vida: consta que en 1854 no era favorable a la definición. Personalmente considera la concepción sin pecado como una cuestión sobre la cual nada había sido revelado ni transmitido a la Iglesia. Pero tanto antes como inmediatamente después del 8 de diciembre, públicamente guarda silencio. Es más, en 1863, en una conferencia en Munich, presenta la concepción inmaculada como una consecuencia del dogma de la Encarnación. La oposición más frontal vino después de su defección provocada por la definición de la infalibilidad del Romano Pontífice en 1870. Döllinger cambia completamente de actitud y de lenguaje, mucho más duro que el que usaban los no católicos. En el congreso para la unión de las iglesias, celebrado en Bonn en septiembre de 1874, que él presidía, firma una declaración muy dura: «Rechazamos la nueva doctrina romana de la concepción inmaculada de la Virgen María, como algo contrario a la tradición de los trece primeros siglos, según la cual solamente Cristo ha sido concebido sin pecado».
Pero la verdadera causa de todo la explica el mismo Döllinger: «Nosotros, teólogos alemanes, tenemos un doble motivo para pronunciarnos abiertamente contra la nueva doctrina. El primero es que la historia nos muestra que su introducción en la Iglesia se debe a un conjunto de intrigas y falsificaciones. El segundo es que la definición dogmática de esta doctrina por el Papa tiene como finalidad preparar la definición de la infalibilidad pontificia». Esta fue la verdadera causa de que se opusiera tan frontalmente: rechazar la infalibilidad pontificia. Estos principios le llevaron a ser, no sólo un adversario de la definición, sino de la misma creencia.
Las diversas comunidades cristianas permanecieron indiferentes ante aquel acto pontificio, o se opusieron porque lo consideraban un escándalo.
Pero la oposición y controversia trajo también sus beneficios: proporcionó a los católicos la ocasión de explicar la doctrina sobre la Inmaculada Concepción, la visión católica de la Virgen y del dogma en concreto. De ahí nacieron libros, escritos y también rituales y oraciones que defendían el privilegio.
Después del 8 de diciembre de 1854, se da un doble avance con relación a la Virgen, y más en concreto hacia la Inmaculada: un progreso cultual y un progreso doctrinal. En cuanto al primero, Pío IX hizo publicar el 25 de septiembre de 1863 un nuevo oficio y una nueva misa para reemplazar a los anteriores; los textos de la oración nacen de los mismos estudios y discusiones para la definición, de la bula y de los estudios precedentes. Todo ello fue completado por León XIII que, el 30 de noviembre de 1879, elevó la fiesta de la Inmaculada a fiesta de primera clase.
El progreso doctrinal, además de las explicaciones doctrinales, escritos, etc., está presente también a escala general. La definición era un acto definitivo e irreformable de magisterio. Pero eso no impide que los obispos católicos, reunidos para el Vaticano I, quisieran unir sus voces a las del Pastor supremo, como un acto de adhesión colectivo y solemne al acto pontificio. Salió a colación en el esquema sobre la doctrina católica al tratar el pecado original.
Al mismo tiempo, el magisterio, no sólo debía declarar el dogma, sino que en la época posterior tuvo que aclarar y rechazar falsas interpretaciones. Los mismos teólogos no han podido desinteresarse del dogma de la Inmaculada. Tenían aquí una doble labor: defender la doctrina y explicarla lo mejor posible. Basta considerar las obras escritas y publicadas durante estos años en todas las naciones, monografías, etc., para darse cuenta del puesto que ocupó en la teología. La publicación en diversos países de grandes diccionarios y enciclopedias católicas han servido para los defensores de la fe romana, y han proporcionado al gran público elementos de juicio para valorar a los adversarios de esta fe, tales como racionalistas, protestantes, jansenistas o veterocatólicos.
Gracias también al número tan considerable y a la importancia de los nuevos documentos que se han descubierto y publicado, la historia del culto a la Inmaculada, y la creencia en esta verdad —han servido para conocer mejor la fe tanto de la Iglesia bizantina como de la Iglesia latina de los siglos XI al XIII. La investigación realizada nos permite afirmar que el privilegio de la Virgen no ha sido ignorado y desconocido en los trece primeros siglos.
Además, la teología se ha cuidado de considerar la Inmaculada Concepción de María como una verdad aislada del resto de las verdades de fe. Al contrario, ha sido estudiada y considerada formando parte de todo el papel de la Virgen, sobre todo de su maternidad divina. En concreto, ha sido estudiada en armoniosa relación con el dogma de la encarnación y de la redención. Han insistido en el puesto de la Virgen —nueva Eva— que su Hijo —nuevo Adán— le ha asignado: asociarla como un instrumento subordinado a su obra redentora.




