Con el reciente fallecimiento del Papa Francisco, muchos se preguntan cómo fue su despedida: fiel a su estilo, saludando y permaneciendo cerca de la gente, como lo hizo siempre. Los fieles que estábamos en Roma el domingo de Pascua pudimos verle muy cerca, en mi caso a tan solo dos metros. Unas pocas horas después, mientras volvía a Barcelona, me conmovió la noticia de su fallecimiento. De mis ojos brotaron unas lágrimas de agradecimiento y también de dolor.
A menudo pensamos en la muerte como algo sombrío y desgarrador. La vemos como un absurdo interrogante, una amenaza que arrebata nuestro anhelo de felicidad. Es un punto final inevitable, que nos infunde temor porque no tiene precedentes: se experimenta solo una vez y en soledad.
El deseo de amor y eternidad, inscrito en lo más profundo del corazón, se enfrenta a un tiempo que se desvanece. A una existencia que, como una vela en la oscuridad se apaga lentamente o, de forma abrupta, se extingue de un solo soplo.
Preparación y muerte repentina
La enfermedad en fase terminal, aunque dolorosa y ardua, parece ofrecer una cierta lógica frente a la llegada de la muerte. Si bien pone en evidencia la debilidad del cuerpo, de la mente y del alma, su carácter progresivo se ajusta en cierto modo a nuestros parámetros humanos. Este proceso, a pesar de la desolación que conlleva, abre el espacio para la aceptación. A menudo culmina en un final sereno, donde el ser querido encuentra paz en su historia y se despide con amor.
A propósito de la muerte repentina, la escritora estadounidense Nathalie Goldberg escribe: “la vida de cada uno de nosotros está íntimamente entrelazada con la de los demás. Cada uno de nosotros crea el universo del otro. Cuando alguien muere antes de tiempo, todos quedamos conmovidos” (El gozo de escribir. El arte de la escritura creativa, 2023, p. 121). Todos recordamos el poema de Miguel Hernández —que tan sentidamente cantó Joan Manuel Serrat— tras la muerte de su amigo Ramón Sijé, a “quien tanto quería”:
“Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida”.
La certeza de la muerte
Aunque la muerte forme parte del ciclo vital, genera impotencia. En todo caso, aunque vivimos bajo el ciclo natural de comienzos y finales, nos cuesta aceptar un final absoluto. Así, actuamos a menudo como si la muerte no nos interpelara, como si fuésemos inmortales. Nos resistimos a aceptar la enfermedad y el fin, pues ponen en dialéctica nuestro anhelo de eternidad y nuestra frágil condición. La muerte, entonces, nos confronta con la vulnerabilidad, pero también nos recuerda que forma parte de la vida. Y, sobre todo, invita a abrirnos al misterio: a acallar la razón y mirar el sufrimiento desde una óptica diferente: desde el corazón.
En efecto, la muerte es el último tramo que toca a cada uno recorrer para cerrar bien la propia historia. Y aunque en este siglo vivamos a espaldas de ella, huyendo a toda costa a través de pequeñas o grandes evasiones, o simplemente tratando de no mencionar jamás su nombre, sabemos que tarde o temprano llegará: esta es la única verdad de la que estamos seguros. Como escribe la psicoterapeuta francesa Marie De Hennezel: “Sé que tengo que morir algún día, aunque no sepa cómo ni cuándo. Hay un rincón dentro de mí que conoce esa verdad. Sé que un día deberé decir adiós a los míos, salvo que sean ellos los que se vayan primero. Esta certeza, la más íntima y profunda que poseo, es paradójicamente aquello que tengo en común con el resto de los seres humanos” (La muerte íntima, 1996, p. 13).
Ciertamente, esta realidad puede generar tristeza, dolor e inquietud, tanto cuando pensamos en la propia muerte como cuando perdemos a un ser querido. Sin embargo, puede contener también una profunda belleza. En la medida en que nos acercamos a ella nos inscribe en un nuevo orden: lo efímero se transforma en lo esencial, y las leyes del tiempo y el espacio dejan de ser meras limitaciones para guiarnos hacia un intersticio sagrado. Es la estación de la despedida, del abrazo, del silencio, un tiempo que nos conecta con lo inefable. En este sentido, la muerte puede ser el lugar de la belleza, el refugio de las caricias y consuelos que colman cada segundo preparando el último de ellos. Ser y estar con la persona que se va; acompañarla desde las elocuentes miradas y las tiernas palabras. La muerte invita a la reflexión sobre lo importante, al perdón, a la apertura a la trascendencia, al amor a Dios y a los demás.
La belleza
La vida humana, frágil y hermosa como un jarrón de porcelana, se va agrietando con el paso del tiempo, marcada por el dolor, la pérdida y, finalmente, la muerte. Pero lejos de restarle valor, esas grietas hablan de una existencia vivida con intensidad, con amor, con entrega. Como en el kintsugi, donde el oro no esconde las fracturas sino que las convierte en arte, nuestras heridas pueden ser el lugar donde más resplandece lo verdadero. La muerte, entonces, no es simplemente el final, sino la última línea dorada que une todos los fragmentos de una historia, dándole forma, profundidad y belleza. Y es el amor —en el perdón, en la ternura, en la despedida, en el simple acto de estar ahí— el oro que da sentido a cada rotura, también a la última de ellas.
De este modo, la muerte no aniquila la belleza de la vida, sino que la corona, revelando en sus grietas la hermosura del amor que da forma a la existencia humana.