Cultura

La Belleza que nos eleva: Vermeer y el deseo de Dios

Abel de Jesús explica que la Belleza nos saca de la lógica del cálculo y la productividad, revelando el deseo profundo de Dios. Como "El geógrafo" de Vermeer, basta con levantar la mirada. En esa luz que se filtra por la ventana está todo: el deseo, la belleza, el amor.

Sonia Losada·15 de noviembre de 2025·Tiempo de lectura: 3 minutos
Vermeer

Vista parcial del cuadro de Vermeer. ©Wikimedia Commons

En la segunda sesión del curso de Arteología, Abel de Jesús confiaba a sus alumnos que un día contemplar una obra de Vermeer le conmovió hasta las lágrimas. Fue una emoción serena y profunda, de esas que no se buscan ni se planifican, sino que acontecen como un don. La obra que contemplaba era “El geógrafo”. Descubrió algo más que un cuadro: la irrupción de la Belleza indisponible, esa que no pertenece al mercado del gusto ni al catálogo de lo útil.

El geógrafo de Vermeer trabaja concentrado, afanado en su mapa, cuando de pronto levanta la mirada. Y en esa mirada alzada hay una revelación. “Así vivimos también nosotros —dice Abel de Jesús—: en lo computacional, en lo previsible, hasta que una luz nos saca del cálculo y nos recuerda que estamos hechos para otra cosa”.

Esa “otra cosa” tiene un nombre: el deseo. No el deseo caprichoso de poseer o de consumir, sino el anhelo profundo que Dios ha inscrito en cada persona para conducirla hacia la plenitud. “¿Qué deseas?” —pregunta Abel—. No “¿qué te gusta?” ni “¿qué te entretiene?”, sino “¿qué deseas de verdad?”. Porque en esa pregunta, insiste, Dios imprime su llamada.

La lógica de la productividad

Vivimos en la lógica de las aritméticas: productividad, conveniencia, respetos humanos. Pero el Evangelio —recuerda Abel— no se mide por balances. Jesús no tuvo una vida productiva: treinta años de silencio y tres de palabras. No fundó empresas, ni dejó buenos balances contables, pero su luz sigue acompañando la historia. Nos enseña que la plenitud no está en el rendimiento, sino en la correspondencia amorosa con el Logos, ese principio de orden, armonía y sentido que es Dios mismo.

“La teología del Logos —dice— nos recuerda que Dios no impone lo que no es: no te pide nada contra tu naturaleza. Las cosas no son buenas porque las quiera Dios, sino que Dios las quiere porque son buenas y bellas”. Ese Logos es la razón de ser del mundo y el corazón de la revelación: un Dios que no actúa por capricho, sino por amor, porque su ser es desbordamiento amoroso.

Durante la sesión, Abel recorre la historia de la fe como un despliegue pedagógico: del ojo por ojo al perdón de los enemigos, del templo de piedra al templo del corazón, del Dios lejano al Dios encarnado, que se hace hombre para que el hombre recupere su plenitud. “La encarnación —dice— no es un hecho más, como el estreno de un disco o un suceso histórico. Es un salto eterno: el momento en que Dios entra en la historia y la historia toca lo eterno”.

Ese misterio tiene rostro concreto; el rostro de Jesús. En el portal de Belén, los primeros que adoran son pastores y magos: los pobres y los sabios, los márgenes y la inteligencia. “En ellos se abraza todo el mundo: lo que el mundo desprecia y lo que el mundo admira. Todos se arrodillan ante un Niño que es Dios”.

Belleza y cruz

En su lectura de «La Gloria» de Hans Urs von Balthasar, Abel recuerda que Jesús no solo desciende a los infiernos, sino hasta el punto donde no queda fe ni esperanza, para redimir incluso eso. “La muerte, el vacío, el mal no tienen la última palabra”. Por eso, la Belleza y la Luz triunfan sobre la oscuridad, no porque todo vaya a salir bien, sino porque al final nos espera un amor que nos trasciende.

Abel se pregunta si Jesús fue feliz, o María, o José. A la medida del mundo, seguramente no. Pero en la medida del amor, sí fueron plenos. “La felicidad que hoy se nos vende —advierte— es una trampa: más opciones, más estímulos, más distracción. Pero más no siempre es mejor”. Recuerda los cines de pueblo donde se proyectaba una sola película a la semana y todos éramos felices. Hoy hay muchas salas de cine en una ciudad y miles de opciones para ver en las plataformas digitales, y a menudo nos vamos a la cama tratando de elegir sin decidirnos por alguna. “Buscar el propio agrado no termina nunca —dice—, mientras que entregarse a los demás sí nos puede colmar”.

La cruz, escándalo para unos y necedad para otros, se convierte así en la respuesta definitiva al misterio del dolor humano. No promete una vida fácil, sino una vida fecunda: negarse a sí mismo no para anularse, sino para llenarse del Otro. “Dios destruye nuestros castillos —concluye Abel— para que descubramos que no estaba ahí la felicidad. Incluso nuestra religión puede volverse costumbre. Sin embargo, la gracia no se fuerza con méritos personales: sencillamente se acoge”.

Como el geógrafo de Vermeer, basta con levantar la mirada. En esa luz que se filtra por la ventana está todo: el deseo, la belleza, el amor. La Belleza indisponible de Dios sigue llamándonos, silenciosa, para que recordemos que fuimos hechos no para producir, sino para contemplar, amar y dejarnos transformar.

El autorSonia Losada

Periodista y poeta.

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