Vaticano

La misericordia que rehace al hombre

El Papa León XIV subraya que la misericordia de Dios no solo perdona, sino que recrea: allí donde el hombre destruye, Dios vuelve a crear.

Diego Blázquez Bernaldo de Quirós·27 de septiembre de 2025·Tiempo de lectura: 2 minutos
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La catequesis reciente del Papa León XIV de este miércoles 24 de septiembre nos sitúa en el corazón del cristianismo: la misericordia de Dios como fuente inagotable de vida nueva. No se trata de una idea devocional secundaria, sino del núcleo mismo de la Revelación.

San Juan Pablo II lo afirmó con fuerza: “la misericordia es el atributo más grande de Dios” (Dives in misericordia, 13). Y Benedicto XVI recordó que “la fe cristiana no es ante todo una idea, sino el encuentro con un acontecimiento, con una Persona” (Deus caritas est, 1): ese encuentro es con Cristo que, en la cruz, hace de su perdón el rostro visible del amor divino.

La propuesta de León XIV

La novedad de la catequesis del Papa León XIV radica en subrayar que el perdón divino no es un simple “olvido” del pecado, sino un acto creador. Allí donde el hombre destruye, Dios vuelve a crear. El perdón no solo absuelve: re-crea. De ahí que la misericordia de Dios sea siempre fuente de esperanza. El creyente no se define por sus caídas, sino por el amor que lo levanta.

Sin embargo, esta experiencia requiere un camino espiritual: humildad y arrepentimiento. El orgullo cierra el acceso a la gracia, mientras que la confesión sincera abre de par en par la puerta al perdón. El Hijo pródigo solo pudo experimentar el abrazo del Padre cuando reconoció su miseria y dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti” (Lc 15,21). La misericordia no humilla: dignifica. Pero exige la valentía de reconocerse necesitado.

Perdonarse a uno mismo

Aquí se abre otro aspecto decisivo: el perdón de Dios reclama también que
aprendamos a perdonarnos a nosotros mismos. Muchas veces el cristiano vive como
si la absolución sacramental no tuviera eficacia, cargando con culpas que ya han sido
redimidas. Pero la fe nos enseña que el juicio definitivo sobre nuestra vida no lo
pronuncian nuestras faltas, sino la sangre de Cristo derramada por nosotros. Perdonarnos a nosotros mismos es, en último término, acoger la mirada de Dios sobre nuestra historia.

De esta certeza nace la alegría del Evangelio. El perdón no es solo descanso psicológico, es paz ontológica: nos devuelve al estado de hijos reconciliados, introducidos de nuevo en la comunión. Como enseña el Catecismo, “no hay límite ni medida a este perdón esencialmente divino” (CEC 2845). Por eso, la experiencia de la misericordia no conduce a la resignación, sino a la misión: el perdonado se convierte en testigo y ministro de perdón en un mundo herido por la dureza y el resentimiento.

La catequesis del Papa León XIV nos invita, en definitiva, a contemplar el perdón como don que exige humildad y que regala esperanza, humildad: porque reconocer la propia culpa es condición para abrirse a la gracia, esperanza: porque cada caída puede convertirse en lugar de encuentro con el Dios que “hace nuevas todas las cosas” (Ap 21,5). Y sobre todo, gratitud: porque todo en la vida cristiana nace del asombro agradecido ante un Dios que no se cansa nunca de rehacernos con su misericordia.

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