La Inteligencia Artificial (IA) se está convirtiendo en una realidad que atraviesa cada vez más aspectos de nuestra vida. Desde mi experiencia como capellán de un colegio he tenido la oportunidad de reflexionar sobre esta fascinante encrucijada entre la tecnología y la moral. Cuando llegaron a mi confesionario por primera vez chicas arrepentidas por haber “copiado” trabajos en la IA pensé que era el momento de entenderlo mejor.
Puede proyectar luz el documento del Vaticano, Antiqua era Nova, emitido en enero por dos dicasterios, trabajando en conjunto: el Dicasterio para la Doctrina de la Fe y el Dicasterio para la Cultura y la Educación.
Cuando la IA entra en lo íntimo
Hasta ahora hemos asociado la IA con la eficiencia, la automatización de tareas y el procesamiento de grandes volúmenes de datos. Y ciertamente, la IA sigue siendo una herramienta invaluable para la productividad personal y profesional, ayudándonos a organizar nuestras vidas, gestionar agendas o incluso generar código. Sin embargo, lo que los estudios más recientes revelan es un cambio sorprendente hacia usos mucho más emotivos y personales de la Inteligencia Artificial.
Hoy, uno de los usos principales de la IA ya no es solo técnico o de productividad, sino que ha escalado a esferas como la terapia y la compañía. La gente recurre a la IA para buscar apoyo emocional, tener un «oído que escucha», o incluso para conversar con simulaciones de seres queridos fallecidos. Otro uso destacado es la búsqueda de propósito y autodesarrollo, con personas consultando a la IA para obtener orientación sobre valores, establecer metas o reflexionar filosóficamente, llegando a entablar «diálogos socráticos» con estas herramientas.
Compañero digital
Este fenómeno nos interpela profundamente. La IA se ha vuelto una especie de «compañero digital» o «socio de pensamiento», capaz de personalizar respuestas y adaptarse a nuestros estados emocionales. Los usuarios ya no son solo consumidores pasivos, sino «co-creadores» que refinan sus interacciones para obtener respuestas más matizadas.
Aquí es donde, como nos advierte Antiqua era Nova, debemos ser especialmente vigilantes para no perder la noción de nuestra propia humanidad. El hecho de que la IA pueda simular respuestas empáticas, ofrecer compañía o incluso «ayudar» en la búsqueda de propósito, no significa que posea verdadera empatía o que pueda otorgar sentido a la vida.
La inteligencia artificial, por más avanzada que sea, no es capaz de alcanzar la inteligencia humana que se moldea también por las experiencias corporales, los estímulos sensoriales, las respuestas emocionales y las interacciones sociales auténticas. La IA opera sobre lógica computacional y datos cuantitativos; no siente, no ama, no sufre, no tiene conciencia ni voluntad libre. Por lo tanto, no puede reproducir el discernimiento moral ni la capacidad de establecer relaciones auténticas.
¿Por qué es crucial entender esto?
La empatía es intrínsecamente humana: La verdadera empatía surge de la capacidad de compartir el sentimiento del otro, de comprender su dolor o su alegría desde nuestra propia experiencia encarnada. La IA puede procesar un sinfín de datos sobre emociones humanas y generar respuestas que parecen empáticas, pero no siente ni experimenta esas emociones. Es una simulación, no una realidad. Confiar en la IA para la empatía es como esperar que un mapa te dé la experiencia de caminar un sendero.
El sentido de la vida nace de la relación y la trascendencia: la búsqueda de sentido, el propósito vital, la plenitud, no se encuentran en un algoritmo o en una respuesta generada por una máquina. Estos nacen de nuestras relaciones auténticas con Dios y con los demás, de nuestra capacidad de amar y ser amados, de nuestro sacrificio, de la experiencia del dolor y la alegría compartida, de la entrega a un ideal que nos trasciende. Como sacerdote, veo cada día cómo la verdadera plenitud se encuentra en la entrega y en el encuentro con el otro, algo que la IA, por definición, no puede ofrecer. Es en la relación interpersonal, muchas veces imperfecta y desafiante, donde nos forjamos y encontramos un sentido profundo.
Riesgos de la dependencia emocional y espiritual: si comenzamos a delegar en la IA nuestra necesidad de compañía, apoyo emocional o incluso nuestra búsqueda de significado, corremos el riesgo de desarrollar una dependencia que nos aleje de las fuentes genuinas de plenitud. Podríamos conformarnos con una «pseudocompañía» que nunca nos desafiará a crecer en la virtud, a perdonar, a amar incondicionalmente o a trascender nuestros propios límites.
Los riesgos de la antropomorfización y la riqueza de las relaciones humanas
La tendencia a antropomorfizar la IA difumina la línea entre lo humano y lo artificial. El uso de chatbots, por ejemplo, puede modelar las relaciones humanas de forma utilitaria.
Los riesgos son claros:
- Deshumanización de las relaciones: Si esperamos de las personas la misma perfección y eficiencia de un chatbot, podemos empobrecer la paciencia, la escucha y la vulnerabilidad que definen las relaciones auténticas.
- Reducción del ser humano: Ver a la IA como «casi humana» puede llevarnos a ver al ser humano como un simple algoritmo, ignorando nuestra libertad, alma y capacidad de amar.
- Empobrecimiento del rol del maestro: Su misión es mucho más que impartir datos; es formar el criterio, inspirar y acompañar en el crecimiento personal y moral.
- Delegación del discernimiento moral: Podríamos caer en la tentación de ceder a la IA decisiones éticas que solo nos corresponden a nosotros.
¿Cómo afrontarlos?
- Conciencia crítica: Educar sobre qué es la IA y qué no es, desmitificando sus capacidades.
- Revalorizar lo humano: Promover espacios de interacción genuina, donde se aprecie la riqueza de la imperfección y complejidad de las relaciones humanas.
- Dignificar al educador: Subrayar su rol irremplazable como formador de personas.
- Educar para la libertad y responsabilidad: Insistir en que la toma de decisiones morales es nuestra prerrogativa. La IA es una herramienta; la elección ética, nuestra.
Un Diálogo Constante: ¿Dónde Dejamos el Alma?
La irrupción de la Inteligencia Artificial nos invita a un diálogo existencial ineludible, más allá de la fascinación tecnológica o la simple eficiencia. Si puede simular un «abrazo» digital o una «guía» filosófica, ¿dónde queda entonces la insustituible hondura de la relación humana, de la empatía que nace de la carne y el espíritu, y de la trascendencia que solo el alma humana puede anhelar y alcanzar?
El verdadero reto no es meramente técnico, sino antropológico y espiritual: discernir con radical honestidad si estamos, inconscientemente, delegando en un algoritmo aquello que solo el encuentro con el otro y con Dios puede colmar, arriesgándonos a empobrecer nuestra propia humanidad en la búsqueda de una comodidad digital que nunca podrá llenar el vacío del corazón.