FirmasValle Rodríguez Castilla

Por qué en este siglo XXI la apertura a la vida está en el núcleo de la esperanza

La apertura a la vida habla el lenguaje de la esperanza. Sin ella no pueden sostenerse la cercanía, el cuidado, la acogida, la responsabilidad.

31 de diciembre de 2025·Tiempo de lectura: 4 minutos
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El Cardenal Makrickas cierra la puerta santa de la basílica de Santa María la Mayor. ©Vatican Media

El Jubileo de la Esperanza llega a su fin. En estos días se han cerrado las Puertas Santas de Santa María la Mayor, San Juan de Letrán y San Pablo Extramuros, y con ellas las de tantos otros templos jubilares repartidos por todo el mundo. Finalmente, el próximo 6 de enero, solemnidad de la Epifanía del Señor, el cierre de la Puerta Santa de la Basílica de San Pedro, en el Vaticano, marcará la clausura definitiva de este Jubileo ordinario.

A lo largo de este Año Santo, cabe preguntarnos: ¿qué ha sido de nuestra esperanza?, ¿ha colmado verdaderamente nuestro corazón?

El difunto Papa Francisco, al convocar este año de gracia mediante la bula Spes non confundit (La esperanza no defrauda), el 9 de mayo de 2024, nos regaló su deseo más profundo: un deseo de esperanza para todos, porque —como él mismo recordaba— «todos esperan». Así comenzaba su mensaje: «Francisco, Obispo de Roma, Siervo de los Siervos de Dios, a cuantos lean esta carta, la esperanza les colme el corazón».

En esa misma bula, como una auténtica hoja de ruta, quedó trazada la lógica de la esperanza a partir de sus dos dimensiones: la gracia y el signo. El paso de una a otra impide que la esperanza se vuelva estática, apagada o resignada, contingente. Es una esperanza siempre viva. Esta esperanza viva es la que verdaderamente llena el corazón.

No solo hay que tener esperanza, hay que parecerlo

El amor de Dios es el manantial de toda esperanza. La esperanza es, ante todo, gracia. Así lo recordaba el Papa León en la IX Jornada Mundial de los Pobres, el 16 de noviembre de 2025: «La esperanza cristiana no defrauda porque está fundamentada en el amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo».

Pero la esperanza cristiana no solo debe vivirse interiormente: también debe hacerse visible. La verdadera esperanza reclama signos que la encarnen y la expresen. «Alcanzar la esperanza que nos da la gracia de Dios» es necesario, pero no suficiente; es preciso redescubrirla en los signos de los tiempos. Así lo afirmaba Francisco en Spes non confundit: «Los signos de los tiempos, que contienen el anhelo del corazón humano necesitado de la presencia salvífica de Dios, requieren ser transformados en signos de esperanza» (SNC, 7).

Nuestros signos de esperanza

¿Cuáles son esos signos de los tiempos que hoy reclaman ser transformados en signos de esperanza? Son estos: la paz; el deseo de los jóvenes de engendrar nuevos hijos e hijas; la cercanía con los presos; el cuidado de los enfermos; el acompañamiento y estímulo de los jóvenes; la acogida responsable de los migrantes; la integración de exiliados, desplazados y refugiados; el reconocimiento del valor de los ancianos; y, finalmente, la memoria viva de los pobres (SNC, 7).

Este es, podríamos decir, el rosario de esperanza. Sus signos:  paz, apertura a la vida, presos, enfermos, jóvenes, migrantes y refugiados, ancianos y pobres son nuestras cuentas de esperanza: las mismas que el corazón de Cristo en la tierra (quien sea), y con él el de toda la Iglesia, pasa y repasa, reza y ofrece… ¿hasta dar la vida?: hasta darla.

La buena esperanza, el signo más urgente

Estos signos no están aislados: forman una verdadera cordada. Uno conduce al otro. A la cabeza, abriendo el camino de la esperanza, está la paz: una paz cuya exigencia —dijo el Papa— «nos interpela a todos» (SNC, 7): «a todos»: a todos los pueblos y a cada persona. La paz como origen, como ambiente de toda acción y de cada intimidad, como destino vital.

Y, tras esta exigencia universal, emerge otra especialmente urgente: la apertura a la vida. «Es urgente que, además del compromiso legislativo de los Estados, exista un apoyo convencido por parte de las comunidades creyentes y de la sociedad civil, porque el deseo de los jóvenes de engendrar nuevos hijos e hijas, como fruto de la fecundidad de su amor, da una perspectiva de futuro a toda sociedad y es un motivo de esperanza: porque depende de la esperanza y produce esperanza» —nos exhortó el Papa Francisco en esta carta.

La apertura a la vida habla el lenguaje de la esperanza. Sin ella no puede casi ni pronunciarse: cercanía, acompañamiento, estímulo, cuidado, acogida, reconocimiento… Necesitamos volver a apostar por la vida como memoria y como promesa, recuperar el vaivén de ida y vuelta entre la esperanza y la buena esperanza.

El siglo XXI, el siglo de la esperanza

El siglo XXI, en este sentido, es el siglo de la esperanza. Su cuestión más nuclear es una cuestión de esperanza: transmitir o no transmitir la vida.

El filósofo francés Rémi Brague, en su libro Las anclas en el cielo —recogido también por José Granados en La esperanza, del futuro al fruto— sostiene que, así como, por otras razones, el siglo XIX fue el siglo de la caridad y el XX el de la fe, el nuestro es el siglo de la esperanza.

Lo es porque la pregunta decisiva de nuestro tiempo gira en torno a la fecundidad del ser: generar o no generar. Hoy elegimos si transmitir la vida o no hacerlo. Esta crisis no nace sin más de un cambio en el estilo de vida; nace, sobre todo, de una transformación más profunda: el ser y el bien ya no se perciben como inseparables. En nuestro tiempo, que un ser humano venga al mundo deja de verse como un bien en sí mismo y pasa a depender de condiciones.

Cruzar el umbral de la esperanza

Se cierra la Puerta Santa. Pero todos estamos llamados a cruzar el umbral de la esperanza para permanecer dentro de ella.

En estos últimos días del Jubileo, cuando nuestras miradas se dirigen a una cuna donde un Niño regala esperanza, transformar el signo de las cunas vacías en un signo de esperanza puede ser un buen final, el mejor final, uno que no defrauda.

Para que así sea, que la esperanza se encarne; que los cuerpos sean lugares de esperanza; que las esperanzas sean las de cada día; que, aun con la Puerta Santa cerrada, crucemos todos su umbral. Que estemos dentro de la esperanza, plenamente en ella. Que todos seamos esperanza y alcancemos a manifestarla. Que la esperanza colme nuestros corazones… Y lo queramos cantar.

El autorValle Rodríguez Castilla

Farmacéutica. Experta en Educación Afectivo Sexual.

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