Para quienes profesamos la fe católica, la llegada al mundo de un chiquillo es invariablemente una bendición de Dios, una manifestación tangible del amor divino que reverbera en la inocencia de una nueva alma. Sin embargo, esta dicha conlleva también una abrumadora responsabilidad, pues el alma que se nos confía es un tesoro aún mayor que aquellos de la parábola de los talentos.
No basta, pues, con procurar alimento y abrigo al flamante integrante de la familia, ni siquiera con colmarlo de afectos o risas: es preciso nutrir su espíritu, conducirlo por la senda estrecha del Evangelio en un mundo que a menudo le ofrecerá ídolos de barro y de oro. ¿Y qué mejor manera de brindarle este nutrimento que con la misa, donde tiene lugar el sacrificio eucarístico que, en palabras de la Lumen Gentium, es “fuente y cumbre de toda la vida cristiana” (n. 11)?
Sin embargo, del dicho al hecho hay un largo trecho, y los padres de familia caen en cuenta rápidamente de las dificultades logísticas que entraña llevar a la iglesia a un pequeño que se emociona, se hastía, se retuerce, se agita y pega el grito en el cielo sin decir agua va (todo ello en espacio de un minuto).
Como orgulloso padre de un niño de un añito, puedo dar fe de que su corto registro lingüístico no le impide participar “activamente” en la misa —no pocas veces a todo pulmón—. Es así. Y entonces, con el rostro colorado de la vergüenza y el brazo entumido de cargar a la criatura, uno comienza a barajar algún subterfugio: “¿Tiene caso traer al niño? Si se porta fatal, será que se aburre. Quizá sea mejor dejarlo, al fin que aún es muy pequeño para enterarse de lo que pasa”.
¿Y será que sí es tan pequeño?… A todo esto, ¿quién tiene la obligación de oír misa? No nos enredemos, primero lo primero. El canon 11 del Código de Derecho Canónico estipula que las leyes eclesiásticas obligan a los bautizados que tengan uso de razón suficiente, supuesto que se actualiza al cumplir siete años. Por tanto, he aquí la primera respuesta de este artículo: si nuestro hijo ya ha llegado a esa edad, tiene el deber de oír misa, así que no dudemos más y llevémoslo, por abrumador que sea.
Una vez resuelta esta cuestión, consideremos ahora el caso de los bebés y los niños menores de siete años. Por un lado, es innegable que su tierna edad los exime de la obligación canónica de oír misa; por otro, no existe disposición magisterial (o pastoral) alguna que prohíba llevarlos —ni tan siquiera que lo desaconseje— y sí que hay un cierto consenso entre las personas de probada prudencia y recto juicio sobre la conveniencia de esta práctica. Las palabras de san Juan Pablo II en su exhortación apostólica Ecclesia in America son nítidas: “Hay que acompañar al niño en su encuentro con Cristo, desde su bautismo hasta su primera comunión, ya que forma parte de la comunidad viviente de fe, esperanza y caridad” (n. 48). A fin de cuentas, nos hallamos ante una cuestión netamente prudencial.
Tras esta aclaración, me permito ahora —desde la prudencia, que conste— romper una lanza por la participación de los más pequeños en la santa misa. Primero, porque los seres humanos somos criaturas de hábitos y, así como los bebés reconocen su casa como un refugio seguro y estable en el que habitan sus padres, también deben sentirse cómodos en el templo, donde habita su Padre celestial.
Segundo, porque, como todos los que tenemos niños pequeños (o recordamos nuestro paso por los derroteros de la infancia) sabemos, desde mucho antes de tener pleno uso de razón, los chiquillos comienzan a indagar sobre las actividades a las que están expuestos.
Tal vez el niño no sea capaz de abstraer el misterio de la transubstanciación, pero sí que puede comprender que las nubes que despide la boca del botafumeiro son nuestras plegarias elevándose hacia Dios o que, si hacemos la genuflexión, es porque estamos ante Alguien a quien debemos la más absoluta reverencia y el mayor de los respetos.
Además, tal y como sucede con el bautismo, no hace falta comprender algo perfectamente para cosechar sus beneficios espirituales. Y tercero, porque ir juntos a misa infunde gracia a la unidad familiar y nos priva de excusas para escaquearnos los domingos —y fiestas de guardar—, pues como sabiamente apuntó el sacerdote irlandés Patrick Payton, siervo de Dios: “La familia que reza junta permanece junta”.
Por otra parte, la participación de los más pequeños en la misa no solo reporta dones para ellos y para sus familias, sino que beneficia al pleno de la feligresía. Y es que su mera presencia es testimonio viviente de que aún queda gente dispuesta a santificarse mediante un matrimonio abierto a la procreación, conforme al mandato genesíaco de ser fecundos y multiplicarnos.
No olvidemos que la Iglesia, el cuerpo místico de Cristo, no termina con nosotros, sino que se extiende también a nuestros descendientes, a quienes debemos entregar las tradiciones que nos han sido legadas desde tiempos apostólicos.
Así que la próxima vez que escuchemos a aquel bebé que llora en misa, no resoplemos con hartazgo ni volteemos los ojos. Antes bien, regocijémonos sabiendo que la Iglesia está palpitante y viva, y que las puertas del hades no prevalecerán contra ella.
Lobista para la Missouri Catholic Conference(EUA) e investigador de historia del derecho. Doctor en Economía y Gobierno por la UIMP y Máster en Derecho por University of Notre Dame.