Tras el rostro televisivo de Christian Gálvez, late un apasionado de la historia, la literatura y la búsqueda de sentido. La trayectoria del presentador y escritor —con novelas, ensayo histórico y literatura infantil a sus espaldas—, ha ido evolucionando hacia territorios cada vez más personales y profundos. Después de explorar el Renacimiento y la Europa del siglo XX, en los últimos años se ha acercado a la época de Jesús de Nazaret, plasmada en su libro Te he llamado por tu nombre (2024) y en noviembre de 2025 ha publicado Lucas, adentrándose así en la figura del evangelista que según Christian muestra “un perfil de Jesús misericordioso, el Jesús de mi fe”.
No es casualidad que Christian escriba sobre los orígenes del cristianismo, ya que ha experimentado una fuerte conversión.
Tras años alejado de la fe, su retorno comenzó de la mano de su esposa, Patricia, y se afianzó en un viaje a Jerusalén en el que, según cuenta, el Evangelio dejó de ser teoría para convertirse en una experiencia viva.
En esta entrevista, Christian habla abiertamente de su conversión, de cómo ha reconstruido su relación con Dios hasta integrar la fe en el día a día y en su trabajo como comunicador.
Después de tantos años alejado de la fe, ¿cómo describirías tu proceso de conversión y tu apertura a Dios? ¿Fue un camino de razón, una sacudida emocional o espiritual?
—Mi conversión fue una mezcla de las tres cosas pero, sobre todo, fue un regreso al amor. Podría decir que hubo razón, porque yo necesitaba entender, y que hubo emoción, porque hubo momentos que me desbordaron, pero si soy honesto, mi proceso de conversión comenzó con la forma en que mi mujer me amó. Su paciencia, su mirada limpia, su capacidad para acompañarme sin juzgarme…, eso abrió dentro de mí un espacio que hacía años que estaba cerrado. Igual Dios se sirvió de ella para volver a tocar mi vida. Lo digo siempre, mi encuentro con la fe tiene nombre propio: Patricia.
Cuentas que tu fe renació en Jerusalén. ¿Qué ocurrió allí que no había ocurrido en otros viajes o lecturas?
—Jerusalén fue muy importante porque allí todo dejó de ser teoría y se convirtió en realidad. Yo llevaba años leyendo, investigando, estudiando… incluso negando pero, en Jerusalén, el Evangelio dejó de ser un texto y se convirtió en un rostro. Ese viaje solo fue posible porque yo ya iba acompañado por un amor que me estaba transformando por dentro. Patricia me ayudó a reconciliarme conmigo mismo, con mi historia, con mis dudas y con mis miedos. Y cuando uno viaja a Tierra Santa con un corazón así, la experiencia cambia. Fue allí donde comprendí que la fe no es un concepto: es una Persona que te mira y te ama.
Dices que de niño fuiste creyente. ¿En qué se diferencia el Dios que adorabas de niño del Jesús al que te acercas hoy? ¿Qué es lo que ha cambiado en tu forma de ver a Dios que te ha invitado a seguirle?
—De niño creía casi de forma natural. La fe era parte del ambiente, de la familia, de la vida. Miraba a Dios como un padre lejano, protector, pero sin una relación personal. Era la fe inocente de quien todavía no ha hecho preguntas, pero tampoco ha sufrido grandes golpes.
En la adolescencia y primera juventud, Caballo de Troya llegó a mi vida como un auténtico terremoto emocional. Me despertó algo que estaba dormido: la curiosidad por la figura humana de Jesús. Benítez me mostró a un Jesús vivo, cercano, profundamente humano. Ese interés hizo crecer una fe más madura, más reflexiva, más íntima que la de mi infancia.
Pero llegó un momento en mi vida que lo ensombreció todo. Un momento muy duro. Mientras preparaba un documental sobre el turismo sexual en Camboya, fui testigo de una realidad brutal: niños destrozados, vidas rotas, un mal que no cabía en ninguna categoría emocional. Aquello fue, para mí, una grieta espiritual.
Me pregunté: ¿Cómo puede Dios permitir esto? Y ese impacto me llevó, poco a poco, casi sin darme cuenta, a perder la fe.
Dejé de rezar, dejé de buscar, dejé de creer. Me quedé con silencio, dolor y muchas preguntas. Y entonces, años después, apareció lo que yo siempre digo que fue mi verdadero milagro: mi mujer. Patricia no llegó para convencerme de nada, ni para predicarme, ni para empujarme a volver a creer. Llegó para amarme. Para acompañarme sin juicios. Para mostrarme, con su forma de ser, el tipo de amor que yo ya no encontraba en ningún sitio. Y fue ese amor el que empezó a reconstruirme por dentro. A través de ella volví a acercarme a Jesús.
¿Qué ha supuesto para tí reconocer públicamente que eres creyente? ¿Has recibido alguna cancelación o rechazo laboral o personal?
—Asumir públicamente que soy creyente fue un acto de coherencia. Me dedico a comunicar; sería absurdo que ocultara algo que hoy da sentido a mi vida. ¿Ha habido críticas? No muchas. ¿Algún comentario irónico o gesto raro? También. Pero no he sufrido una “cancelación” ni laboral, ni personal. Y, sinceramente, incluso si hubiera rechazo, la paz interior que me da vivir en lo que considero verdad lo compensa todo. Además, tengo a mi lado a una mujer que me recuerda cada día que el amor y la fe no se esconde, se vive.
El Jesús de Lucas es un Jesús cercano, sencillo y misericordioso con los olvidados. ¿Crees que este Jesús y su amor es un Jesús también olvidado? Tras encontrarte con su inmenso amor, ¿de qué forma te sientes llamado a darlo a conocer?
—Creo que sí, que ese Jesús a veces desaparece entre debates y ruidos que no tienen nada que ver con Él. El Jesús de Lucas es el Jesús que se acerca, que toca, que escucha, que dignifica. Ese es el Jesús de mi fe. Y yo me veo con la responsabilidad de mostrar un rostro de Jesús que sane, que abrace, que perdone, porque comulgo con la visión de Lucas. ¿Mi herramienta? Lo que sé hacer: contar historias. Si mis libros, mis programas o mis entrevistas pueden ayudar a alguien a descubrir un Jesús cercano, entonces mi dedicación habrá tenido sentido.
Hablas sobre la invisibilidad de Lucas. De cómo él se hace invisible para dejar paso a la luz de Jesús. ¿Cómo se vive esa tensión entre ser un rostro conocido y, al mismo tiempo, aspirar a esa invisibilidad interior que propone Lucas?
—Lucas me ha enseñado algo decisivo: no se trata de desaparecer, sino de transparentar. Que cuando la gente me vea a mí, vea también, o sobre todo, lo que me mueve por dentro. Y aquí vuelvo a mi mujer: ella me ayuda a poner los pies en la tierra, a recordar que no estoy aquí para brillar, sino para compartir. Lo más grande que puedo hacer es que la luz no sea la mía, sino la nuestra.
¿Has recibido algún mensaje o conoces algún caso de personas que, a raíz de tu obra o de tu historia personal, hayan iniciado también un camino de fe?
—Sí, y me siguen emocionando cada vez que ocurre. Personas que me dicen que, a raíz de Te he llamado por tu nombre, o después de escuchar alguna entrevista, han vuelto a acercarse a la fe, o han decidido reconciliarse con Dios, o simplemente han empezado a hacerse preguntas que tenían enterradas. Esas historias me conmueven profundamente. Y siento que, en el fondo, no es mérito mío: si algo toca el corazón de alguien es porque antes me tocó a mí.



