¿Cómo recuperar el entusiasmo por la vocación del profesor?

En muchos países conseguir buenos profesores para los colegios es todo un desafío. ¿Cómo animar a nuestros mejores graduados para que sientan ganas de aventurarse en la profesión del maestro de escuela? ¿Cómo encender en ellos el deseo de formar con pasión a las nuevas generaciones de chilenos?

23 de octubre de 2025·Tiempo de lectura: 2 minutos
Vocación de profesor

©Vitaly Gariev

Quien aspira a enseñar, al menos en un inicio, siente el latido de la generosidad, el amor por un saber y el deseo de compartirlo, la audacia de querer participar en la formación de las jóvenes promesas de la Nación. La persona que discierne este camino vocacional imagina los frutos que podría tener su trabajo, como podría ser el crecimiento de los alumnos, la siembra de esperanzas en sus familias, la promoción de un país mejor. Todo esto, sin embargo, ha sido cubierto por una niebla de dudas.

En esta bruma se escuchan, como en susurros, frases que conforman una estructura de lo políticamente correcto, pero que desgastan las ganas de enseñar. Estas sentencias no suelen venir de los profesores que conocen las dinámicas del aula, sino de “expertos” que comentan desde fuera e influyen en la legislación. Por ejemplo: “Es mejor que los alumnos aprendan por su cuenta, no vayas a imponer tus conocimientos”. O “cuidado con meterse mucho en las vidas de los jóvenes: eso podría resultar invasivo y autoritario”. En fin, es un reproche que contamina la legítima aspiración al entusiasmo que tiene cualquier educador, pues ¿qué sentido tiene deslomarse para entrar en un aula donde nadie te necesita? En otras palabras, ¿cómo tener ganas de ser profesor si no te dejan ejercer la profesión?

Daniel Mansuy explica que el origen de estos descaminos está en el pensamiento de Rousseau. Lo cuenta en su libro Educar entre iguales (IES, 2023): “La educación había sido entendida como aquella instancia que busca transmitir una herencia; y el profesor, como el depositario de algo que merecía ser entregado. En el andamiaje de Rousseau, el lugar de quien enseña sufre más de una modificación. El profesor deja de ser alguien que entrega algo relevante, deja de ser alguien que encarna un mundo que el alumno recibe y se apropia, y pasa a ser un facilitador del autodesarrollo del educando”.

Lo de “facilitar el autodesarrollo del educando” suena bien. Y tiene parte de verdad. Pero en el extremo se parece bastante al abandono de deberes. Así, vamos dejando a los alumnos tan libres en su “auto aprendizaje” que, en la práctica, nos desentendemos de ellos. Nacen y crecen por su cuenta, dispersos en la fantasía de los teléfonos, inocentes ante los peligros de la calle, ignorantes de la historia, frágiles ante peligros frente a los cuales no han sido preparados. Avanzan en sus mallas curriculares, pero muy pocos profesores se detienen en ellos para invitarles a soñar, a crear, a proyectar un despliegue de virtudes y talentos.

Es momento de reaccionar. Los jóvenes que sienten un llamado a la enseñanza no desean transformarse en burócratas de “rutinas de pensamiento”, sino que piensan más bien en una genuina vocación de maestros. Es decir, de alguien que muestra horizontes, que reconoce y potencia talentos, corrige desvíos y orienta en el camino hacia la excelencia. Como decía el crítico literario George Steiner, con una visión que ahora nos sirve de resumen conclusivo: “Un Maestro invade, irrumpe, puede arrasar con el fin de limpiar y reconstruir. Una enseñanza deficiente, una rutina pedagógica, un estilo de instrucción que, conscientemente o no, sea cínico en sus metas meramente utilitarias, son destructivas. Arrancan de raíz la esperanza. La mala enseñanza es, casi literalmente, asesina y, metafóricamente, un pecado. Disminuye al alumno, reduce a la gris inanidad el motivo que se presenta. Instila en la sensibilidad del niño o del adulto el más corrosivo de los ácidos, el aburrimiento, el gas metano del hastío” (Lecciones de los maestros, Siruela: 2020).

La vocación del maestro es fascinante. A ver cómo la recuperamos.

El autorJuan Ignacio Izquierdo Hübner

Abogado de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Licenciado en Teología de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma) y Doctor en Teología de la Universidad de Navarra (España).

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