El 24 de abril de hace dos décadas, se celebraba la Misa de entronización del Papa Benedicto XVI y, este año somos testigos del momento en el cual el Papa León XIV inaugura su pontificado al haber recibido el anillo del pescador y el palio arzobispal en el cual, de un modo o de otro, estamos representados todos los creyentes, todos los miembros del rebaño del Pastor Eterno. Le confiamos como Iglesia militante o peregrina esta tarea de guiar a toda la cristiandad con sus palabras, con sus actos y con su enseñanza a la gran meta de los cristianos, a ser Iglesia triunfante en el Cielo.
Vivir este momento ha de ser un momento de alegría para todos los católicos; un hecho que marca la continuidad de la Tradición apostólica y cuyo simbolismo particular, hoy más que nunca, se centra en la cátedra de san Pedro, que da testimonio de Cristo ante el mundo. Su simbolismo es incluso una realidad, es la vivencia, la asunción de una potestad que ha sido confiada por el mismo Cristo: regir, enseñar, atar y desatar.
Estas palabras verdaderamente deben imponerse ante nuestros sentidos y debe hacer pensar que con ello se pone en juego a la persona misma y su vocación universal a la santidad desde la escucha del Pastor y aquel a quien Él mismo ha confiado el rebaño. Regir está estrechamente ligado a la obediencia, la obediencia a la fe y a la doctrina, y ya no de las simples ideas propias o personales, sino a la obediencia de la verdadera fe.
Unidad en la diversidad
Es curioso que el Papa Benedicto XVI reconociera en su magisterio que “la unidad es el signo de reconocimiento, la tarjeta de visita de la Iglesia a lo largo de su historia universal” (Benedicto XVI. “Fundamentos de la fe; la Iglesia comunidad de amor”) y es que, en este sentido, la unidad en la diversidad se ha manifestado en reiteradas ocasiones a lo largo de la historia, y es una diversidad que no es suscitada y alentada por fuerzas eminentemente humanas, por el contrario, el encerramiento de la Iglesia es signo de que el Espíritu Santo no mora en ellos: por tal razón, vivir como hermanos es obra de la tercera persona de la Trinidad. La Iglesia en su diversidad es majestuosa, viva, presente y militante, tiene una meta que no es otra que el Cielo; mientras tanto, el mismo Dios mantiene a su Iglesia por los sacramentos.
Henri de Lubac destaca que al ser hijos por el bautismo que nace del mismo costado de Cristo, nunca acabaremos de contemplar este misterio, no lo agotamos jamás ya que “Avanza como un río y como un fuego. A cada uno de nosotros en su momento nos coge al paso, para hacer brotar en nosotros nuevas fuentes de agua viva y para alumbrar una nueva llama. La Iglesia es una institución que perdura en virtud de la fuerza divina recibida de su fundador” (Henri de Lubac, “Meditación sobre la Iglesia”, 2011).
La diversidad es una riqueza para la Iglesia, que es madre; y sus hijos, que son hermanos por la fe, son capaces de descubrir la experiencia de comunidad en cada rincón del mundo donde se encuentre con otro bautizado. Esta fe, la misma fe al otro lado del mundo, la misma experiencia de fe que ha sido transmitida por los apóstoles y que nos hace seguidores y amantes de la verdad. Sólo descubriendo el don, se puede llevar a Cristo a los demás; sólo alimentándonos constantemente de su Palabra y de la Eucaristía, se puede tener las fuerzas y la disposición moral para darle a conocer y que lo que digamos de Él sea algo eminentemente creíble.
La misión del Papa en la Iglesia
Cristo, después de mostrar su majestad y poder en la Resurrección, no abandona nunca a su pueblo, antes bien, instituye la Iglesia en Pedro, como cabeza visible, como aquel a quien le confía la misión de “apacentar sus ovejas” (Jn 21, 17), sólo porque le ama y nos ama. El proyecto de Jesús, él mismo lo encomienda a los hombres, el Señor confía en aquellos que, a pesar de la debilidad, sabe que serán asistidos por una fuerza que les supera, que nos supera, es un proyecto que no es humano, es divino, casi como una antesala del cielo en la tierra, y por su Iglesia, se tienen al alcance los medios para que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad”.
“Esta Iglesia, establecida y organizada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él” (LG 8). Ahora bien, la comunión implica una colaboración de la jerarquía, en virtud de que también poseen la potestad de regir al pueblo de Dios, regirlo para que se descubra siempre que el centro de la vida cristiana, en las diversas circunstancias, es ver a Cristo, contemplarle, estar con Él (cfr. Mc 3, 13).
“Ahora yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará” (Mt 16, 18). Así ha sido por casi dos milenios. La casa está sobre piedra, no sobre arena, está firme sobre el cimiento de los apóstoles. La unión entre el cielo, que es la Iglesia, parte de ella ya triunfante en las bodas del Cordero.
Potestad en el Cielo y en la Tierra
La potestad del Sumo Pontífice llega a toda la tierra, pero al mismo tiempo llega también al Cielo: “Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16, 19). Por lo anterior, el oficio de representar a Cristo es necesario en cada tiempo, “caminar juntos”, en gran medida significa poseer todos una misma fe.
Si nos fijamos la profesión de Pedro “Tú eres el hijo del Dios vivo” (Mt 16, 16), la labor de Pedro es que esas palabras resuenen en todo el mundo, en cada tiempo y circunstancia, es llevar la Cruz, también la victoria de la Resurrección, esperando la promesa del “Μαραν αθα”.
Rezar por las intenciones del Santo Padre es unirse como Iglesia a aquel a quien el Señor le confía el rebaño, es obligación pedir cada día por él, por su vida y por tantos males que puede sufrir. La obediencia no es algo que sea una cosa “pasada”, el respeto tampoco lo es, es ver cómo Jesús mismo sigue guiando a la Iglesia hacia Él, donde algún día podamos verlo “tal cual es” y que el velo que cubre a la Iglesia se descubra y veamos su verdadero rostro con aquel que es la cabeza, Cristo.
San José y santa María, protectores de la Iglesia
Finalmente, no olvidemos la poderosa intercesión de santa María Madre de la Iglesia, de san José el Patrono de la Iglesia universal, que protegen a la Iglesia que peregrina por este mundo. Santa María, Virgen y Madre, Virgen por la Gracia Divina y Madre de los pecadores, sin Ella que es “Θεοτόκος”, Madre de la Iglesia, modelo de santidad para todos los fieles al confiar plenamente en Dios, sin Ella ─repito─ no podríamos asumir la vocación a vivir la comunión en la Iglesia, de modo particular, en el caso que nos ocupa en nuestros días, con el Papa, para vivir plenamente la comunión de los santos.
Como decía con gran confianza y radicalidad san Josemaría, a propósito de los tiempos actuales en los que comienza a abrirse camino el Papa León XIV: “Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!”, es decir, ¡Todos con Pedro, a Jesús por María!» (“Es Cristo que pasa”, 139).