Estábamos empapados tras una tarde y una noche de lluvia. Algunos tiritaban de frío. Amanecía el segundo día de nuestro campamento en la montaña. Las nubes que nos envolvían nos hacían dudar de si el sol saldría ese día. De pronto se asomaron sus primeros rayos. Era el mismo astro de siempre, pero nunca habíamos agradecido tanto su luz y calor. Rachel Carson explica cómo, paradójicamente, hay ciertas cosas que no valoramos por tenerlas al alcance de la mano. Afirma, por ejemplo, que si solo tuviéramos una oportunidad en la vida para contemplar una noche estrellada, seguramente la esperaríamos con ansias. Sin embargo, como el espectáculo nocturno se despliega cada noche, dejamos que pase desapercibido.
Cultivar el sentido del asombro prepara la tierra para el florecimiento humano. Para conocer, querer y disfrutar los dones de Dios hace falta detenernos, poner atención y descubrir la contingencia del mundo. Por mucho que necesitemos rutinas para simplificar la vida, no podemos dejar de fascinarnos por lo cotidiano.
Enseñar a maravillarse ante la realidad debería ser una prioridad educativa. El estupor ante el vuelo de una golondrina o el pasmo frente a las olas que rompen contra las rocas nos entrenan para custodiar lo más valioso de nuestra humanidad.
El mejor antídoto frente al aturdimiento digital es experimentar el asombro: contemplar una puesta de sol o caminar por la montaña. El asombro nos libera de la búsqueda frenética de estímulos y nos dispone a disfrutar de lo sencillo: escuchar los relatos de nuestros abuelos, leer a Salgari o gozar de una gran obra musical.
Vivimos saturados de estímulos e información. En cambio, el silencio, la calma y vivir en el presente nos abren la puerta a una vida más humana, sostenida en el asombro y en la gratitud por todo lo que nos rodea.
Consultor en comunicación.