Unos amigos míos se obstinaban en comentar el Cónclave en clave política. “Tradición vs progreso”, “candidaturas” y “contendientes”, que si zapatos negros (“pobreza”) o rojos (“riqueza”, cuando en realidad significan “martirio”). «Qué manera de no entender nada», les dije. Quise explicarles cómo funciona un Cónclave de la Iglesia Católica, pero me di cuenta de que esto es algo que conviene “vivir”. De ahí que haya optado por dedicarles esta breve imaginación:
«¡Extra omnes!», exclamó Monseñor Ravelli y los electores se fueron acomodando en sus asientos. Aunque había sol, dentro de la Capilla Sixtina refrescaba un poco. Por eso el cardenal se arrepintió: «En mala hora traje zapatos con suela de cuero», se dijo mientras movía los dedos de los pies para evitar que se entumecieran. Comenzó la meditación sobre la responsabilidad que les incumbía, pero él juzgó que el fresco de Miguel Ángel sobre el Juicio Final era más persuasivo que mil palabras. Así que aprovechó el momento para rezar por sus colegas: había rostros blancos, amarillos, negros, mulatos; unos se mostraban más atentos, otros luchaban contra el sueño. En ese punto sonrió, pues sintió en su corazón que quería a sus hermanos.
Por suerte el primer día solo contemplaba una votación, que terminó, como es lógico, con fumata nera (bien negra gracias a los fumígenos que se añaden a través de una segunda estufa). Quemaron todas las papeletas y también las otras hojas que algunos habían usado para reflexionar. Más o menos salieron los nombres más conocidos, aunque cada uno de ellos estaba lejos de alcanzar los dos tercios que exige el Espíritu Santo.
El día siguiente fue más cansador. Dos votaciones en la mañana y otras dos en la tarde. Aumentaron los votos para el diplomático, el centroeuropeo y el misionero famoso. También se mencionaron algunos nombres nuevos y, cosa rara, al final de la jornada el cardenal escuchó el suyo. Y no había sido él quien puso ese nombre en la papeleta, de eso estaba seguro. Por cierto, ¿habría manera de comprar zapatos en alguna parte? Estando tan incomunicados lo veía difícil; quizá podría pedir un par prestados a alguien…
En la mañana del tercer día había nubes. Los cardenales estuvieron más silenciosos, rezaban a cualquier hora, ya nadie se dormía mientras se contaban los votos. Al mediodía, se respiraba cierta tensión en el comedor de Casa Santa Marta y el cardenal sintió que los demás lo observaban. Eso le incomodó, sobre todo cuando se sirvió por segunda vez el spaghetti all’amatriciana.
En la primera votación de la tarde, el nombre del cardenal salió bastantes veces. Mientras los tres cardenales escrutadores de turno contaban en la segunda, él se acordó de otras elecciones que había vivido: cuando lo elegían al final para los partidos de fútbol del colegio, el día en que lo seleccionaron para ser ayudante en una asignatura de Medicina, o la beca que ganó para hacer el doctorado de Teología en Roma. Qué larga había sido su trayectoria. Pasó años de parroquia preguntándose para qué había estudiado tanto; luego lo nombraron obispo y se lamentó de no haber estudiado más. Cuando fue creado cardenal empezó a soñar con la jubilación. Qué ganas de retirarse a una casa de campo para rezar tranquilo el Breviario, leer poesía, oír música clásica. Sin embargo, sus colegas lo estaban mirando de un modo que le pareció excesivo.
No era posible. El cardenal obispo más antiguo, acompañado por el maestro de ceremonias y el secretario del colegio de cardenales, se acercaban. Sus pasos resonaban en la Capilla como si fueran las trompetas del Juicio Final. «¿Aceptas tu elección canónica como Sumo Pontífice?». Al cardenal le zumbaron los oídos, la casa de campo se derrumbaba, sus pies fríos temblaron. Tosió una vez. Intentó decir que no, pero una fuerza interior lo ayudó a responder con más ánimo: «Confiando en la misericordia de Dios, acepto ponerme en los zapatos de Pedro». Estallaron los aplausos, los abrazos, las lágrimas de emoción. «Santo Padre», lo saludaron todos, partiendo por el diplomático, el centroeuropeo y el misionero famoso.
Mientras los demás preparaban la fumata bianca, el Papa se abrió paso para llegar a la sacristía o “Sala de lágrimas”. Reparó en el colgador con tres sotanas blancas (tallas “S”, “M” y “L”), miró la cruz pectoral que reposaba sobre la mesa de mármol, no se demoró en el solideo ni en la mitra… Lo primero que hizo fue buscar su número entre los pares de zapatos rojos que se acumulaban en la esquina, pues había advertido que todos ellos llevaban por debajo una reconfortante suela de goma.
Abogado de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Licenciado en Teología de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma) y Doctor en Teología de la Universidad de Navarra (España).