Entrega tus cargas a Dios

La oración y la confianza en Dios pueden guiar nuestras decisiones, aliviar la angustia y abrir camino a la reconciliación y la paz en la familia.

12 de noviembre de 2025·Tiempo de lectura: 4 minutos
Entrega tus cargas a Dios

©Thomas Vitali

Me encanta rezar con los salmos por varias razones. En primer lugar siento que recurro a palabras que usó el mismísimo Jesucristo. ¡Él oraba con los salmos!  Eso me hace sentir que rezo a su lado y ya experimento paz solo por ello. Además, me cautiva el hecho de que en ellos se reflejan todo tipo de emociones: alegrías y penas, celebraciones y duelos, esperanza y desconcierto, ira y serenidad, confianza y arrepentimiento, alabanzas y reclamos. Es como si el mejor escuchador me acompañara y me comprendiera en cada apartado de mi vida. 

Es maravillosa la Palabra de Dios, en verdad está viva. 

Meditaba con el salmo 55, en donde el escritor sagrado expresa angustia y, suplica ayuda a Dios. Ya no puede más, una pena sigue a otra y quisiera huir, elevarse como paloma, volar alto y conseguir descanso. En el desenlace se hace un llamado a entregar la carga a Dios:  “Confía al Señor todas tus preocupaciones y Él cuidará de ti” (Sal. 55, 22).

Me preguntaba qué quieren decir estas palabras. ¿Significan que ante un problema debo dejar de actuar? O que, con la certeza de que tengo un Padre que me ama, haga todo aquello que está en mis manos, poniendo en las Suyas lo que no está en las mías.  

Un salmo que cobra vida

Tuve una respuesta clara cuando, después de mi oración recibí la visita de una buena amiga que me relató la siguiente historia: “Me separé de mi esposo. Fue una medida necesaria. Hace algunos años él perdió su empleo y se lanzó a invertir en lo que consideraba un buen negocio. No funcionó e intentó nuevamente. En un par de años había perdido todo. Puse de mi parte y empecé a trabajar pues debíamos sacar adelante a nuestros 4 hijos. 

La actitud de mi esposo me desconcertaba cada vez más. Estaba enojado conmigo, me culpaba de todo y me hablaba con desprecio. Mi esposo me ofendía insinuando que yo coqueteaba con otros. Nuestras discusiones eran presenciadas por nuestros hijos. Yo trabajaba hasta el cansancio y no recibía ninguna clase de apoyo por parte suya. Al llegar a casa agotada lo encontraba durmiendo. ¡Había cambiado tanto! Estaba frío, distante, grosero, desconsiderado.

La gota que derramó el vaso fue una discusión que tuvimos y que grabó uno de mis hijos. Al verme en ese video me desconocí. Me vi tan grotesca como lo veía a él. Me di cuenta que estábamos dañándonos y lastimando profundamente a nuestros hijos. 

Busqué ayuda, necesitaba orientación. Yo me casé para siempre, pero no para vivir de este modo. Quería hacer la voluntad de Dios pero dudaba si se trataba de soportar todo esto sin más.  

Mi párroco me dio luces brillantes para mi discernimiento. Sabía que debía poner un alto al maltrato sin destruir a mi esposo sino procurando construir el hogar que Dios quiere para todos. Era necesario que él cambiara su conducta y yo la mía. Le propuse con sana conciencia y palabras de bendición: “amor, necesitamos ayuda. No podemos seguir así. Vamos por un matrimonio en donde haya amor, ayuda mutua, respeto y confianza. Pondré todo de mi parte pues quiero llegar al final contigo”.

Su respuesta: “haz como quieras. Yo soy como soy, no voy ir a ningún lado”.

Con el corazón roto, en oración y con los consejos de mi párroco, decidí que era necesaria la separación. Él debía darse cuenta que su actitud destruía a quienes más amaba. Puse toda mi confianza en Dios pues sabía que esto llevaba riegos muy grandes. Le pedí que me ayudara, que salvara nuestro hogar. Hice lo que me correspondía: poner límites claros. Busqué un pequeño lugar para mudarme con mis hijos. Le anuncié mi decisión y respondió con prepotencia. 

Yo no cesaba en mi oración por él. Mi fe me sostenía. Mientras tanto, Dios tejía un milagro para los dos.

Un mes después de mi partida murió mi mamá. Él acudió al velorio y se comportó como el caballero más gentil. Fue amabilísimo conmigo y con mis hijos. Mi familia lo recibió con tanto cariño que se sintió sorprendido. Me preguntó si ellos sabían algo de nuestra situación y le dije que para mi era un tema muy íntimo, no lo había comentado con ellos y no deseaba que se quedara así. Yo  quería la reconciliación y el cambio de los dos. 

Unos días después él me ofreció acudir a una terapia matrimonial. Dijo que también estaba interesado en una mejor relación, ofreció poner lo que estaba de su parte. Iniciamos un proceso aunque seguíamos separados. Seis meses después murió su papá.  Nuevamente nos reunimos en familia para mostrarle nuestro  apoyo. Todos nos estábamos comportando como la familia unida que habíamos soñado. 

En terapia comprendí que la actitud de él respondía a la depresión por la que atravesaba debido a la pérdida de su empleo. No supo manejar sus emociones y las disfrazó con ira. Mi respuesta no le ayudaba sino que empeoraba su frustración. Los dos aceptamos que nos habíamos lastimado, nos perdonamos y la reconciliación llegó. 

¡Dios es maravilloso! Es verdad que Él cuida de nosotros cuando elegimos confiar en Él y no en los criterios del mundo. Hice lo correcto y recibimos bendición. ¡Una bendición mucho mayor a la esperada! Mi esposo recibió una herencia que nos permitió saldar deudas y recuperar la casa que habíamos perdido”. 

Poner nuestras preocupaciones en manos de Dios es actuar correctamente, es buscar la voluntad de Dios en cada situación, es elegirlo a Él y no a nosotros mismos, es tener la certeza de que el buen final llegará porque Él nos ama.

Después de escuchar su relato, conmovida reconocí que ella había hecho vida este salmo.

“Confía al Señor todas tus preocupaciones y Él cuidará de ti” (Sal. 55, 22).

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