En una cultura que ha aprendido a reírse del mal, Halloween se presenta como un síntoma más del progresivo adormecimiento de la conciencia moral. Lo que antes se temía, hoy se celebra; lo que se consideraba oscuro, ahora se viste de fiesta. Bajo luces naranjas y máscaras inocentes, el mundo ha aprendido a jugar con lo terrorífico, creyendo que nada ocurre por «un simple gesto».
Muchos viven el 31 de octubre como una tradición inofensiva. Sin embargo, antes de introducirla en nuestra cultura, cabría preguntarse: ¿Qué estamos celebrando realmente? ¿Lo que celebramos es acorde a lo que creemos? El Evangelio nos llama a ser “sal de la tierra y luz del mundo”. Participar en celebraciones que exaltan lo contrario, aunque sea de modo superficial, no glorifica a Dios. Y si algo no glorifica a Dios, debemos examinar con sinceridad si conviene hacerlo.
Trivializar el mal: cuando todo “da igual”
El mayor triunfo del demonio, decía el poeta Baudelaire, es hacernos pensar que no existe o que no tiene poder. Halloween encaja perfectamente en ese engaño. Bajo la apariencia de diversión, se banaliza lo oscuro y lo maligno, convirtiendo en juego lo que en realidad representa el mal.
Cuando nos reímos del demonio y lo convertimos en motivo de fiesta, dejamos de reconocer su presencia real y su capacidad de tentar. Poco a poco, nuestra conciencia se adormece: lo que antes nos escandalizaba, ahora nos parece una broma. Así es como el mal se cuela —no de golpe, sino gota a gota— y va ganando terreno.
«Solo es un disfraz»
Algunos dirán: “solo es un disfraz, solo es decoración”. Sin embargo, todo acto humano tiene un significado, incluso cuando no lo percibimos. La historia está llena de ejemplos: los símbolos, las palabras y las celebraciones moldean culturas enteras.
Por eso no da igual disfrazarse de santo o de demonio, de mártir o de monstruo. Cada signo comunica algo, y educa el corazón de quien lo vive. ¿Qué imagen de la vida y de la muerte se ofrece a los niños cuando lo feo, lo violento o lo demoníaco se confunde con algo celebrable? Si acostumbramos a nuestros hijos a celebrar un día donde reinan «los malos», corremos el riesgo de que perciban el mal de manera equivocada. Debemos enseñarles a reconocer su gravedad y no ceder ante él, incluso en apariencia de diversión, porque «quien juega con fuego, se quema».
Frente a esto, educar en la luz, en la esperanza y en la santidad es infinitamente más fecundo. Un niño que celebra la vida de los santos aprende que la verdadera valentía no está en asustar, sino en amar; no en provocar miedo, sino en ser testigo de la bondad. Así, los cristianos debemos resaltar la belleza de Dios frente a la fealdad del pecado y lo macabro. El demonio no se merece una fiesta. Los santos, en cambio, sí. Ellos son los verdaderos héroes.
Holywins: cuando la santidad vence
De esta forma, la Iglesia propone una alternativa luminosa: Holywins, que significa “la santidad vence”. Esta iniciativa nació en París en 2002 y hoy se extiende por parroquias y colegios de todo el mundo.
Holywins recupera el auténtico sentido cristiano del 1 de noviembre: honrar a todos los santos, conocidos y desconocidos, que viven ya en la presencia de Dios. Se anima a los niños a disfrazarse de sus santos preferidos, a conocer sus historias, a rezar y a celebrar la vida eterna con alegría.
En muchas comunidades, Holywins incluye procesiones, juegos, cantos, y momentos de adoración o misa. Los niños reparten estampas y testimonian que la verdadera alegría no está en el miedo, sino en el amor de Cristo.
Mientras Halloween glorifica la oscuridad, Holywins exalta la luz. Mientras Halloween se burla del mal, Holywins enseña a vencerlo con el bien. Mientras Halloween banaliza la muerte, Holywins proclama la victoria de la vida eterna. Porque, en definitiva, no hay comparación posible entre el horror y la santidad. El cristiano no está llamado a «coquetear» con el mal, sino a ser testigo de la victoria de Cristo.




