Qué frase tan aparentemente obvia, y sin embargo tan profunda, la que pronunció el Papa León XIV durante la homilía del Jubileo: ¡estamos vivos! Desde entonces, no ha dejado de resonar en mi mente durante toda esta peregrinación a Roma. ¡La Iglesia está viva! Y las huellas dejadas en Tor Vergata dan testimonio de ello.
¿Cómo describir la grandeza de lo que allí hemos vivido?
Tras largas horas andando bajo el sol, con el saco y la esterilla a cuestas, uno se encuentra con una inmensa masa de gente de diversos países tratando de asentarse en algún hueco del secarral para comerse su apetitosa lata de atún antes de que todo comience.
Cabría pensar que las condiciones no son precisamente las más adecuadas para el recogimiento. Pero qué asombroso ver cómo después de tanto caos se pudo dar un silencio sepulcral cuando apareció el santísimo expuesto: toda una Iglesia arrodillada ante un trozo de pan (vivo). Y es que el Señor se sirve del silencio para tocar corazones, empezando por el mío.
Sin embargo, el ruido no quedó tampoco olvidado. Y es que los jóvenes cristianos seguimos recordando el “hagan lío” del Papa Francisco. Tambores, panderetas, cantos, bailes, risas, gritos de alegría y reencuentros no pudieron faltar. Y con todo ello se ha dado gloria a Dios.
Parándome a divisar tan palpable alegría me quedó muy claro que es la esperanza, y todas las gracias que recibimos a través de la Iglesia, lo que nos mantiene verdaderamente vivos. Qué paz tan grande experimentar que con Él nada es imposible. No hemos sido llamados a vivir de forma mediocre sino a aspirar a la santidad, esa que la Iglesia no se cansa de proponernos.
Durante toda la peregrinación, en mi parroquia se nos ha dado a conocer historias de santos como San Francisco de Asís, Santa Clara, Santa Inés, el padre Pío o el joven Carlo Acutis para mostrarnos que, como Pedro, no podemos caminar sobre las aguas por nuestras propias fuerzas, pero si Jesucristo nos tiende la mano, todo cambia. ¡Estamos llamados a realizar grandes obras por Dios!
En el encuentro vocacional con Kiko Argüello, más de 5.000 hombres y 5.000 mujeres respondieron con un sí generoso, confiando en la voluntad del Padre. De entre todos los recuerdos del Jubileo, uno de los que guardo con más cariño es la imagen de esos miles de jóvenes corriendo con una gran sonrisa hacia el escenario: un auténtico sprint hacia su vocación. Nunca había visto de manera tan explícita cómo Dios nos pone en marcha.
Y es curioso como después de cada encuentro sucedía algo inmediato: todos salíamos cantando a Dios. Porque cuando vivimos para Él, es cuando realmente somos felices. Como dijo el Papa León: “necesitamos alzar los ojos, mirar a lo alto, a las cosas celestiales para darnos cuenta de que todo tiene sentido”. Viviendo así, es como estamos más vivos.