A la vista del estado interior de sus contemporáneos, muchos declinan concluir que es posible producir un ser humano que deje de estar intrínsecamente abierto a Dios y, por el contrario, pierda por completo la necesidad de contacto con el Creador. ¿Son las personas de la llamada nueva era ateos fríos? En absoluto. La realidad debe ser discernida proporcionalmente, no opinada superficialmente. El ateísmo no fue, no es y nunca será el estado natural del alma humana. Es un depósito artificial de ingeniería moral en cuya espesa suspensión intentan ahogar a las sucesivas generaciones. Sólo el estado de fe -la certeza primordial del espíritu humano en cuanto a la cercanía de Dios y Su existencia- es natural para los humanos. Entonces, ¿por qué parece prevalecer hoy la duda?
Una vez más, hay que distinguir cuidadosamente entre la torpeza de corazón y la pérdida de fe. No hace tanto tiempo, yo hace más de cincuenta años, en algún lugar hasta el umbral de la posmodernidad, cada persona de la cultura occidental nació en una civilización llena de signos del Creador. Por todas partes se oía el tañido de las campanas de las iglesias, por las calles paseaban monjas y clérigos, de vez en cuando se veían procesiones, colas en los confesionarios e incluso un niño sabía desde pequeño que en la Iglesia había comenzado el Adviento o la Cuaresma. La propia cultura, llena de signos espirituales, ponía naturalmente los sentidos internos de las personas en la presencia de Dios. Puede que alguien estuviera aún al principio de su formación cristiana, pero a través de la civilización ya estaba en comunión con el Creador. Mientras tanto, en el laboratorio de la modernidad se podía cambiar sin piedad. No hay que hacerse ilusiones: al fin y al cabo, muchos experimentos sociales, psicológicos o éticos se ocupan directamente de borrar eficazmente las huellas de Dios. En consecuencia, el hombre de hoy no ha perdido tanto la fe -precisamente a esta virtud renunciará como a la última, porque es lo único que sostiene en él el sentido de la existencia- como la capacidad sobrenatural de tener contacto con Dios. La persona humana, que vive en una cultura de la distracción, se deshace muy rápidamente de la capacidad de orar. El espacio espiritual -liturgia, adoración o recogimiento- nunca es aburrido, pero un alma privada de la agudeza de los sentidos interiores lleva en sí una estéril esterilidad.
El gran Juan de la Cruz no era sólo un místico, sino también un buen antropólogo, educado en la noble escuela de Salamanca. Conocía, pues, la construcción humana y en ella basó todo el camino del alma hacia la unión con Cristo. Dios creó sabiamente al ser humano y quiso que el hombre se comunicara razonablemente con la realidad. Por ello lo dotó de sentidos, como si fueran lectores que recogen información sobre el mundo. El hombre explora así la realidad mediante la vista, el oído, la imaginación o el tacto. Pero la realidad material, insinúa Juan de la Cruz, no es el único de los mundos que existe realmente. Dios es Espíritu y, para entrar en comunicación con su entorno, cada persona humana está dotada análogamente de sentidos espirituales. Del mismo modo que posee el oído o la vista físicos y el tacto con los que admira la música o contempla las montañas o el mar, posee el oído o la vista espirituales con los que asciende a la cumbre de la vida de Dios.
Y aquí radica el quid del problema. Mientras la civilización respetó los signos de la existencia del Creador, los sentidos espirituales de las personas se perfeccionaron y funcionaron. Cuando culturas enteras quedaron atrapadas en los espejismos del ateísmo, los sentidos espirituales de muchos se embotaron. El hombre sigue teniendo fe en Dios y pretende renunciar a ella como última cosa en la vida. Sólo que le resulta difícil orientarse hacia Dios, comunicarse con Él, encontrarlo, hablar con Él. ¿Se puede hacer algo al respecto? Los sentidos espirituales están situados en el corazón humano. Sí, el corazón en el sentido bíblico no es un artilugio de predicación sentimental. No es un objeto de descripción psicológica, sino el centro de la personalidad. El corazón es, pues, el sabio administrador de los sentidos espirituales. Si es capaz de formarse, ordenarse y centrarse, los sentidos espirituales se recuperarán y fortalecerán rápidamente: percibirán la presencia de Dios, escucharán su enseñanza y sentirán su toque amoroso. Pero también puede suceder lo contrario. Un corazón sumido en el caos -y esto es lo que ocurre hoy a lo largo y ancho de la civilización occidental- aturdirá los sentidos y los separará una distancia desacostumbrada en el camino hacia Dios. Desde esta perspectiva, la devoción al Sagrado Corazón de Jesús ayudará. El corazón humano debe ser moldeado a la forma del Corazón de Cristo – armoniosamente, en concentración, en orden, tan lejos como sea posible del caos, de la confusión, de demasiados estímulos. Cuando esto ya no esté garantizado por el estado de civilización, debe ser elegido conscientemente por la autonomía interior.
La higiene del corazón humano -sede de los sentidos interiores- debería así volver a ocupar un lugar importante en la agenda pastoral. En los últimos tiempos, en la Iglesia se ha intentado a menudo deslumbrar a las personas con una atracción excesiva por impulsos, movimientos, luces y sonidos, trasladados directamente del mundo al altar. La pastoral debía ser multicolor como un espectáculo, danzante, ruidoso, humanamente atractivo. Así, la formación espiritual perdió a menudo el misterio y -para usar el lenguaje del Papa León XIV- acabó como un espectáculo. De este modo, el caos de los sentidos interiores de las personas se desordena aún más y la atención pastoral pierde su eficacia. Las personas reciben a diario demasiados estímulos agresivos en medio del mundo, por lo que en el contacto con el Señor -en el templo- necesitan más estética, orden, armonía o silencio. El culto al Sagrado Corazón de Jesús les ayudará a vivir y luego a rezar concentrados, es decir, a poner juntos los sentidos interiores en el corazón humano.
Sacerdote polaco, misionero en Uruguay, profesor de la Facultad Teológica de Montevideo y secretario nacional de las Obras Misionarias Pontificias de Polonia.