De todo lo que existe podríamos decir -de un modo un tanto radical, pero cierto-, que hay dos seres: las personas y todo lo que no es persona, a lo que llamaría universo. Hay tres modos de ser personas: divina, angélica y humana. Y es evidente que el universo no es persona, por mucho que la persona humana habite en ella, la personas angélicas actúen en el universo y la divina crea y cuida del universo. Y lo que diferencia la persona y el universo es la libertad. La persona es libre, el universo no. Y esta diferencia es tan abismal, que no puede igualarse esos modos de ser. El modo de ser del universo es muy inferior al personal. Es más, uno de los errores más actuales al que empezamos a acostumbrarnos es tratar al mundo mejor que a las personas (o igual), y es un error porque el ser personal es mucho más valioso que el universo, por muy mal que se comporte el ser humano.
El universo está, tiene sus normas intrínsecas inamovibles, su modus operandi, su forma de ser tan estupenda y a la vez tan limitada. Del mundo aprendemos lo que sabemos, del mundo nos admiramos de su belleza, en el mundo vivimos, en el mundo estamos, el él crecemos y crecemos como personas. La cultura, la verdadera cultura es hacer el mundo más habitable, más humano, más bello. Esto significa que la cultura consiste en perfeccionar lo que se nos ha dado: el mundo. Y, por el contrario, hacerlo peor, destruirlo, no es cultura, es anticultura. El culto, el cuidado, el mejorar el mundo es lo propio de la cultura. También existe un culto a Dios, que sería propiamente la religión, que es el modo de relacionarse con el creador. Pero el mundo no ama, no es libre, existe pero no coexiste, es universo, no intelige… es decir, no es persona.
La distinción entre universo y persona es clave para entendernos a nosotros mismos. ¿Qué significa ser persona? Persona significa no sólo ser criatura porque también el universo es creado, sino ser hijo. Y ser hijo no sólo consiste en nacer, también el universo animal nace (nacer viene de nascor, de ahí la palabra naturaleza). El hombre nace sintiendo necesidad, siendo dependiente. El mundo, el universo nace siendo ya prácticamente independiente. Ser persona significa nacer de modo dependiente, necesitado, es co-ser, co-existe… no es uni-verso, la persona es el co del co-existir. Mientras el universo existe, el ser humano co-existe y su condición de co es radical, porque el hombre sólo no es posible.
La pretensión moderna y posmoderna no acepta esta dependencia. Y por eso se habla mucho de autonomía y de una libertad que no es la libertad de un hijo, sino la libertad de un dios… en el fondo la pretensión moderna es que el hombre no es hijo sino un dios… Y como se ve como dios, entonces no tiene que rendir cuentas a nadie, y en ello les va su concepción de la libertad. Es la pretensión de no tener origen, de ser creadores, de manipular la naturaleza al antojo, de no mejorar el mundo sino controlarlo y dominarlo (poder). Y así nacen las ideologías. Por ejemplo, la ideología de género no acepta las leyes de la naturaleza. Y si no las acepta entonces no las puede mejorar. Y si no las mejora ya no puede hablarse de cultura. Esa ideología es anticultural, porque no mejora la naturaleza sino que la cambia a su arbitrio. Es un “constructo social” dicen al definirse lo que son. Deciden quiénes quieren ser como si pudieran… pero eso le compete al creador, no a las criaturas. Han prescindido de la naturaleza y ya todo es cultura. Pero esa cultura que manipula y controla pero no mejora es, en el fondo, anticultura.
Como admirador de la filosofía de Leonardo Polo la propuesta que lanzo es que, tanto la modernidad como la posmodernidad, no han alcanzado a la persona. Se han quedado en el yo. No han vislumbrado la persona como intelecto, amor donal, libertad y co-existencia, sino más bien como razón, voluntad y sentimientos. Es importante el yo, es importante el mundo de las facultades, de las potencialidades, pero no han llegado al acto: amor, intelecto, libertad, co-existencia, que es justamente lo que actualiza esas facultades del yo. Un yo, como el de Freud, donde la clave de su filosofía es el ego, un yo como el superhombre de Nietzsche, que es pura voluntad de poder, o sea facultad, potencia, pero no acto, un yo como el de Sartre, donde el yo no está en la conciencia sino fuera de ella, en el mundo, un yo así es pobre, muy pobre. Y han hecho una filosofía del hombre donde en vez de crecer se ha empequeñecido: un yo que puede y no sabe lo que puede, con la pretensión de querer todo, sin saber qué es ese todo. Un yo pobre que quiere ser Dios, una potencia sin conocer el acto de ser personal que es lo que hace crecer.
A estas filosofías que no traspasan, no trascienden el yo, por mucho que lo intenten -no olvidemos la obra de Sartre La trascendencia del Ego-, a estas filosofías les falta la esperanza de ser persona. La persona es un don creado que acepta su condición criatural, de dependencia. Aceptar no es menos que dar. Aceptarse es todo un reto y una condición de crecer como persona. Y el dar es propiamente lo que el hombre puede aportar. En los dos casos la persona es un novum, una novedad, probablemente la única novedad del mundo: cada persona. Y lo es en tanto que se acepta y es aceptada por el creador y por ella misma, y en cuanto que da, y su aporte es el obrar, lo propio de la ética. De tal modo, que el obrar sigue al ser, que la ética sigue a la persona, que el yo sigue al ser personal, pero un yo que no sigue nada más que a él mismo es una tragedia. Descubrir la persona, el acto de ser personal es una forma de descubrir la clave de la esperanza humana.



