La Virgen Madre de Dios

A raíz de la normalización del cristianismo en el siglo IV, surgieron disputas teológicas que Nestorio llevó al extremo al rechazar el título de Madre de Dios para la Virgen María.

18 de noviembre de 2025·Tiempo de lectura: 4 minutos
Madre de Dios

El santo Padre Francisco en la bula de convocatoria del Jubileo de la Esperanza del 2025 recordó que ese acontecimiento tendría lugar durante las celebraciones del concilio de Nicea: “Coincide además con el aniversario del Concilio de Nicea, que se celebró el año 325. Han pasado 1.700 años. Con este recuerdo los católicos mostramos nuestro agradecimiento al Señor por aquellas sesiones conciliares… que han fijado las enseñanzas reveladas en la Palabra de Dios y que se sintetizan en las verdades que recitamos o cantamos en el Credo” (“Spes non confundit”, n.17).

En efecto, la consolidación de la esperanza ha sido la clave de este año jubilar que estamos celebrando en la Iglesia universal y no podemos olvidar que el fundamento de la esperanza está enclavado en la gracia de Dios que se ha derramado en el bautismo bajo la invocación de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo.

Controversias teológicas

En primer lugar, es obligado referirnos a las disputas teológicas que surgieron a partir del siglo IV en la Iglesia, es decir, en cuanto los “llamados intelectuales” entraron en contacto con la revelación cristiana y tuvieron conocimiento de las primeras exposiciones de la fe: catequesis, símbolo de los apóstoles y apologías cristianas 

Recordemos asimismo que Constantino permitió en el 313 a la Iglesia obtener carta de naturaleza y poseer personalidad jurídica y fueron innumerables las personas que pidieron ser bautizadas.

Los Padres de la Iglesia de este período recalcaron cómo esa entrada masiva de nuevos fieles sin una preparación esmerada y, sobre todo, con poco clero para atenderles en el camino del bautismo, produjo una caída de tensión en la Iglesia.

Aquí tenemos el origen del doble movimiento que se desarrolló en toda la Iglesia católica en ambos extremos del mediterráneo, en cuya cuenca había crecido y se había expansionado la fe cristiana. Por una parte, la vida monacal que llevó a miles de hombres y mujeres a vivir vida de identificación con Cristo imitándole en los días que pasó en el desierto preparando su vida pública. Un camino de santidad que tuvo tres fases: los anacoretas, la vida cenobítica y los monasterios. Ese camino de santidad perdura en nuestro tiempo en formas muy variadas que tienen un tronco común con los padres del desierto.

Inmediatamente, hemos de recordar a los miles de hombres y de mujeres que, como nos narraba Orígenes y otros padres apologistas, permanecieron célibes en el seno de la sociedad dedicados al trabajo, la vida familiar y el ejercicio de la caridad en celibato apostólico o como padres y madres de familia cristiana en plenitud de amor. San Josemaría señalaba sin embargo que “a base de no vivirse terminó por olvidarse” este modo de vivir de muchos cristianos.

En el marco que acabamos de delinear deseamos ahora presentar el problema de las disputas teológicas que brotaron en el seno de la Iglesia católica en el siglo IV, apenas conseguida la normalidad institucional.

El problema trinitario

La primera cuestión planteada por los sacerdotes paganos e incluso por los rabinos y doctores de la ley convertidos al cristianismo, es decir los “intelectuales” de aquel periodo, sería cómo compaginar la unicidad de Dios con la presencia de las teofanías del Nuevo Testamento, la identificación de Jesucristo con su Padre y la innegable presencia del Espíritu Santo no sólo en las teofanías mencionadas sino en los Hechos de los Apóstoles y en la vida diaria de la Iglesia.

Por tanto, se trataba de compaginar la trinidad de personas con la unidad de naturaleza. En el fondo los argumentos centrales del Tratado de Trinitate en el que todos creían y habían crecido en la fe y en la vida de fe, requería ser explicitado.

La cuestión cristológica

La segunda gran cuestión sería cómo compaginar las dos naturalezas de Cristo, la divina y la humana, en la única persona de Jesucristo. No olvidemos que desde la extensión de la herejía de Manes estaba muy extendida la idea de un Dios del bien y otro del mal, lo cual era rechazado por cualquiera que pensara un poco en la substancia divina.

La discusión teológica pasó del ámbito científico y especializado al pueblo sencillo y a la calle, gracias, por ejemplo, a las canciones pegadizas de Arrio, y las discusiones abiertas se convirtieron en públicas y apasionadas.

La Virgen María

Finalmente, recordemos la figura de Nestorio, Patriarca de Constantinopla (428-431),quien planteó otra cuestión muy delicada. En su opinión convenía llamar a la Virgen Santísima, “Madre de Cristo” en vez de “Madre de Dios” no fuera a ser que algunos ignorantes del pueblo pensaran que la Virgen era Dios. 

Recogemos a continuación unas palabras de san Josemaría comentando esa discusión teológica y la solución en el Concilio de Éfeso que provocó: ”Esa ha sido siempre la fe segura. Contra los que la negaron, el Concilio de Éfeso proclamó que «si alguno no confiesa que el Emmanuel es verdaderamente Dios, y que por eso la Santísima Virgen es Madre de Dios, puesto que engendró según la carne al Verbo de Dios encarnado, sea anatema» (Concilio de Éfeso, can. 1, Denzinger-Schön. 252). La historia nos ha conservado testimonios de la alegría de los cristianos ante estas decisiones claras, netas, que reafirmaban lo que todos creían: «el pueblo entero de la ciudad de Éfeso, desde las primeras horas de la mañana hasta la noche, permaneció ansioso en espera de la resolución… Cuando se supo que el autor de las blasfemias había sido depuesto, todos a una voz comenzaron a glorificar a Dios y a aclamar al Sínodo, porque había caído el enemigo de la fe. Apenas salidos de la iglesia, fuimos acompañados con antorchas a nuestras casas. Era de noche: toda la ciudad estaba alegre e iluminada» (S. Cirilo de Alejandría, Epistolae, 24 (PG 77, 138). Así escribe San Cirilo, y no puedo negar que, aun a distancia de dieciséis siglos, aquella reacción de piedad me impresiona hondamente”.

Indudablemente, estas palabras resaltan cómo la devoción a la Virgen se apoyó siempre en considerarla como Madre de Dios y madre de los hombres y sobre ese privilegio maternal se apoyaron los demás títulos y privilegios marianos, como ha recordado recientemente el Dicasterio de Doctrina de la fe.

El autorJosé Carlos Martín de la Hoz

Miembro de la academia de historia eclesiástica. Profesor del máster de Causas de los Santos del Dicasterio, asesor de la Conferencia Episcopal Española y director de la oficina de las causas de los santos del Opus Dei en España.

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