Confieso que me encantan las cifras: las encuestas, los rankings y esas listas que nos dicen quiénes “son los mejores”. Me atraen los hechos concretos, esos que parecen darnos certezas y me ayudan a decidir con calma, sin dejarme llevar por la subjetividad. Pero en la vida —esa que no cabe en una planilla Excel—, y sobre todo cuando se trata de los hijos, corremos un riesgo. Y no menor.
En Chile se acerca el fin de año, y con él la época de premios, diplomas y pruebas de ingreso a la universidad. Todo gira en torno a los reconocimientos: la vida se mide en becas, en notas de excelencia, en medallas que pesan más por el orgullo que por el metal. Los niños que reciben esos premios, ¿se los merecen? Probablemente sí. Y sus padres también, porque detrás de cada logro hay esfuerzo silencioso y amor incondicional.
Pero tal vez valga la pena mirar de frente la otra cara: la del fracaso, la de no ser elegido, la de la injusticia que a veces se cuela entre los aplausos. ¿Diste tu 100 % y aun así no te eligieron? ¿Eras el mejor y otro se llevó la medalla? ¿Te sentiste humillado porque no confiaron en ti?
Duele. Claro que duele. Pero, ¿cuánto aprendiste en ese proceso? ¿Pensaste que el camino puede valer más que la foto en Instagram? A veces, ese golpe a la vanidad es también una lección de libertad: aprender a depender menos de la opinión ajena y lanzarse al vacío con el corazón expuesto.
Quizás sea una conversación para la sobremesa. Que nuestros hijos sepan que el diploma puede no estar colgado en la pared, pero que el amor de su familia estará siempre impreso en su alma. Porque, al final del día, ese es el premio que nadie ve, pero que en la historia de cada uno brilla más que cualquier medalla.




