En la excelente biografía escrita por Yuri Felshtinsky, se afirma que Orwell, que había viajado en 1937 a la guerra civil española con el pretexto de estudiar el papel de la Iglesia católica en la contienda, encontró en su contacto con el anarquismo y comunismo en Cataluña la fuente de su futuro rechazo a las raíces del totalitarismo y el colectivismo burocrático. Sobre una conversación con un vicario anglicano que le visitó, afirmó con su característica ironía que tuvo que admitir que era cierto “lo de la quema de iglesias, pero que se alegró mucho al escuchar que eran sólo iglesias católicas”.
Anticomunismo
En 1946, publicó junto a otros autores en el periódico Forward una carta abierta en la que pedían que en los procesos de Núremberg se abordasen los procesos de Moscú de 1936-1938, en los que a los acusados (estrechos colaboradores de Lenin y Trostski) se les hizo responsables de mantener relaciones directas con las autoridades del Reich nazi y la Gestapo; los tratados de amistad germano-soviéticos; el asesinato de civiles y militares polacos en el bosque de Katyn a manos de los soviéticos, etc. La carta no tuvo ninguna repercusión porque a los gobiernos británico y estadounidense de entonces no les interesaba enfrentarse a la URSS.
Hasta el último día de su vida, Orwell fue anotando en un cuaderno una lista en expansión de individuos en occidente que, en su opinión, eran comunistas clandestinos o agentes de influencia soviéticos. Sus sentimientos anticomunistas se agudizaron durante sus últimos meses de vida, llegando a enviar una lista de 36 personas a una vieja conocida que trabajaba en el Departamento de Investigación de la Información, cuyo objetivo era combatir la propaganda comunista en el Imperio británico.
Enfermedad final
Como dejó escrito D. J. Taylor en un artículo en The Guardian, en enero de 1950, cada tarde se podía ver una pequeña procesión de visitantes que se dirigían, uno a uno, a través de las alegres plazas del norte de Bloomsbury hacia el hospital del University College de Londres donde agonizaba Eric Arthur Blair, mundialmente conocido como George Orwell.
El escritor británico llevaba casi cuatro meses en la UCH y en el hospital desde principios del año anterior. Dos décadas de problemas pulmonares crónicos habían dado como resultado el diagnóstico de tuberculosis. En un sanatorio de Gloucestershire, seis meses antes, había estado a punto de morir, pero se recuperó lo suficiente como para ser trasladado a Londres y ser atendido por el distinguido especialista en tórax Andrew Morland.
Afortunadamente, el dinero, cuya ausencia había preocupado a Orwell durante la mayor parte de su vida adulta, ya no era un problema. 1984, publicado el mes de junio anterior, había sido un gran éxito a ambos lados del Atlántico. Dieciséis años más joven que Orwell, con una serie de amantes anteriores, Sonia Brownell parecía una candidata poco probable para el papel de segunda esposa del escritor, viudo desde el fallecimiento de Eileen O´Shaughnessy en 1945. Pero el matrimonio se celebró en presencia del capellán del hospital, el reverendo WH Braine, en la habitación de Orwell el 13 de octubre de 1949. Estaban presentes David Astor, Janetta Kee, Powell, un médico y Malcolm Muggeridge, escritor de izquierdas amigo de Orwell que con el tiempo se convertiría primero al cristianismo y casi a los 80 años al catolicismo.
En la madrugada del sábado 21 de enero Orwell murió de una hemorragia pulmonar masiva. La noticia se difundió durante todo el fin de semana. «G. Orwell ha muerto y la señora Orwell, presumiblemente, es una viuda rica», señalaba Evelyn Waugh en una carta a Nancy Mitford. Muggeridge, que entonces trabajaba en el Daily Telegraph, escribió un par de párrafos conmemorativos para la columna de Peterborough. «Pensaba de él, como de Graham [Greene], que los escritores populares siempre expresan de forma intensa algún anhelo romántico…».
Testamento
El difunto resultó haber hecho testamento tres días antes de su muerte, en presencia de Sonia y de la hermana de su primera esposa, Gwen O’Shaughnessy. Materialmente, transfería su patrimonio literario a Sonia. Una importante póliza de seguro de vida se haría cargo de su hijo adoptivo, Richard, que entonces estaba al cuidado de su tía, la hermana de Orwell, Avril. Orwell, que durante su vida se consideró agnóstico, aunque reconocía la importancia del cristianismo para la civilización occidental, dispuso que se le enterrara según los ritos de la Iglesia de Inglaterra y que su cuerpo fuera inhumado (no incinerado) en el cementerio más cercano. La tarea de organizar todo esto recayó en Powell y Muggeridge.
Ambos amigos intentaron contratar los servicios del reverendo Rose, vicario de Christ Church, Albany Street NWI. La influencia de Astor consiguió una parcela en el cementerio de la iglesia de Todos los Santos de Sutton Courteney, en Oxfordshire. Muggeridge anotó en su diario el hecho de que Orwell muriera el día del cumpleaños de Lenin y fuera enterrado por los Astor, «lo que me parece que cubre toda la gama de su vida».
Funeral
El funeral se fijó para el jueves 26 de enero. La víspera, Powell y su esposa, visitaron a los Muggeridge después de la cena, llevando a Sonia con ellos, «obviamente en mal estado». En su último encuentro, al día siguiente de la muerte de Orwell, Sonia se había sentido abrumada por el dolor. Muggeridge decidió que «siempre la amaría por sus verdaderas lágrimas…».
Dejó un relato detallado de los acontecimientos del día siguiente: Fred Warburg saludando a los dolientes a la puerta de la iglesia, el ambiente frío, la congregación «en gran parte judía y casi totalmente no creyente» que tenía dificultades para seguir la liturgia anglicana. Powell eligió los himnos: «All people that on earth do dwell» (Todos los pueblos que habitan la tierra), «Guide me, o thou great Redeemer» (Guíame, oh tú, gran Redentor) y «Ten thousand times ten thousand» (Diez mil veces diez mil). «No recuerdo por qué», escribió Powell más tarde, «quizá porque el propio Orwell había hablado del himno, o porque él era, a su manera, una especie de santo, aunque no fuera uno de brillantes vestiduras».
Tanto Powell como Muggeridge encontraron la ocasión enormemente angustiosa. Muggeridge, en particular, se sintió profundamente conmovido por la lectura, elegida por Powell del Libro del Eclesiastés: «Entonces el polvo volverá a la tierra tal como era, y el espíritu volverá al Dios que lo dio». Volvió a su casa cerca de Regent’s Park para leer la gavilla de obituarios escritos, entre otros, por Symons, VS Pritchett y Arthur Koestler, viendo ya en ellos «cómo se crea la leyenda de un ser humano».