El lunes 28 de abril sufrimos en toda la península ibérica el “apagón del siglo”. Todos incomunicados, las baterías de los teléfonos gastándose sin remedio de tanto desbloquearlos a ver si tenían conexión, las televisiones apagadas… ¡Qué os voy a contar si muchos de los lectores lo vivisteis!
Puedo decir que pasé un día de apagón «fuera de mi zona de confort», (un día, si os parece, comentamos que, en realidad, creo que no tengo zona de confort…) pero donde tenía que estar.
Soy una madre de familia numerosa que trabaja en Madrid. Trabajo muy cerca de mis hijos. Cuando hay cualquier circunstancia extraordinaria puedo cuidarlos y teletrabajar, recuperar las horas…, más flexibilidad y facilidades no puedo tener. Me considero muy afortunada por eso.
Pero el apagón me pilló a 400 kilómetros de todas esas facilidades, de mi marido, mis hijos y mis amigos. El apagón me pilló en Córdoba, cuidando a mi madre recién intervenida. Tenía el viaje de vuelta cerrado para el martes 29, y pude hacerlo porque en la estación nos iban subiendo al tren por destinos, sin mirar las horas, ni las fechas de los billetes.
Lo de mi madre no era nada grave, pero tenía que estar con ella, dándole el tratamiento y haciéndole compañía. Cuando tienes 83 años y vives sola, cualquier cambio en la rutina o molestia nueva, puede ser un verdadero fastidio. Dios sabe que si hubiera estado sola en el apagón, hubiera sido un día angustioso para ella. Con ese “abandono físico” que sólo nuestros mayores, supervivientes en soledad de una pandemia, conocen. Involuntario, pero resultado de la complicación de vidas que tenemos sus hijos.
Yo sufría de no saber nada de mis hijos y mi marido, pero sabía que Dios me quería haciendo compañía a mi madre en ese día tan diferente.
Leímos (no puede leer por unos días, y le leí un poco del libro que se está leyendo, “La confianza en Dios” de Jacques Philippe, de una predicación suya sobre Teresita de Lisieux…, muy apropiado la verdad para el momento), rezamos rosarios, escuchamos la radio y hablamos de muchas cosas.
Rezamos varias estampas al siervo de Dios Isidoro Zorzano, a él porque “trabajaba en trenes” me dijo mi madre. A cada estampa le seguía una buena noticia: un SMS de mi marido contándome que estaban genial, en un parque cerca de casa; otros mensajes de hermanos míos, y poco a poco, la recuperación de la luz en todos lados.
El día siguiente comenzó con cierta incertidumbre y la pena de dejarla y volver a mis obligaciones…, pero con esa certeza de que hay luces que no se apagan: el amor a una madre, el sacrificio por los hijos, la fe en que Dios nos cuida y nunca nos deja solos, la generosidad de la directora del colegio (que sabe que estás lejos y te escribe: tus hijos han llegado al colegio).
Ante esas luces, no hay apagones que valgan.