


Un buen número de padres de familia cristianos se han acercado a mí para exponerme su dolor al recibir la noticia de que un hijo o hija se considera homosexual, es decir, ellos experimentan “atracción al mismo sexo” (AMS). Los padres se sienten confundidos y no saben cómo actuar. Dudan sobre la forma en que deben afrontar este tema. Quieren lo mejor para ellos pero desconocen qué es lo mejor.
Para presentarte unas sugerencias prácticas, primero presentaré las dos posturas prevalecientes en nuestra sociedad actual. Son básicamente dos formas de entender al ser humano: visión antropológica inmanente (ideología de género) y visión trascendente (antropología de la unidad de la persona).
Somos conscientes de que las escuelas, las leyes y los medios de comunicación son tres vías masivas a través de las cuales estamos siendo bombardeados para adoptar una forma de pensamiento que favorezca la idea de que podemos elegir nuestro género, sin importar si nacimos sexuados como hombre o mujer, se nos dice que nacemos “neutros” (visión inmanente). Nuestros hijos han recibido esta información de forma abundante.
La Iglesia por su parte, experta en naturaleza humana, expresa de forma equilibrada y luminosa la visión trascendente, sosteniendo que somos unidad inseparable de cuerpo y alma, y nuestra sexualidad no está desvinculada de nuestra alma, de nuestra capacidad de amar. Por eso, la Iglesia nos llama a dar una educación sexual integral que es propiamente una educación afectivo-sexual, una educación para amar.
Parte también de la aceptación de una naturaleza dada. Fuimos creados hombre y mujer, tenemos la misma dignidad pero somos sexualmente diferentes y complementarios, hecho que la simple observación y el sentido común pueden corroborar. En la naturaleza de nuestro diseño, está perfectamente inscrita la doble finalidad de la sexualidad humana que es unitiva y procreativa: nos ayuda a amarnos más en pareja y a dar vida a los hijos.
El catecismo nos pide distinguir entre persona homosexual, acto homosexual y cultura homosexual:
- Para la persona, todo el amor y la compresión que podamos tener
- Para el acto, cero promoción pues es intrínsecamente desordenado
- Para la cultura, denuncia de una expresión que produce profundo dolor en la persona, la familia y la sociedad entera
Citaré las enseñanzas de dos documentos magisteriales que nos entrega la Iglesia.
El Catecismo de la Iglesia Católica es claro y profundo en su respuesta a este tema. Dice: «Un número apreciable de hombres y mujeres presentan tendencias homosexuales. Deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta. Estas personas están llamadas a realizar la voluntad de Dios en su vida, y si son cristianas, a unir al sacrificio de la cruz del Señor las dificultades que puedan encontrar a causa de su condición» (CIC 2358).
La persona, toda persona, está llamada a vivir la virtud de la castidad. No es una exigencia exclusiva para quien experimenta atracción al mismo sexo. Se trata de vivir la virtud que custodia el amor verdadero. ¡Dominio propio al servicio del amor! La sexualidad es bellísima y está diseñada para ser vivida en el cauce perfecto que se llama matrimonio. Vivirla fuera de este cauce, provocará que se desborde y cause estragos.
Por otra parte, el documento titulado “La verdad sobre el amor humano”, emitido por la Conferencia Episcopal Española, dice en su punto 57:
Es fácil descubrir que el marco de fondo en el que se desenvuelve la ideología de género, es la cultura “pansexualista”. Una sociedad moderna, se dice, ha de considerar bueno “usar el sexo” como un objeto más de consumo. Y si no cuenta con un valor personal, si la dimensión sexual del ser humano carece de una significación personal, nada impide caer en la valoración superficial de las conductas a partir de la mera utilidad o la simple satisfacción. Así se termina en el permisivismo más radical y, en última instancia, en el nihilismo más absoluto. No es difícil constatar las nocivas consecuencias de este vaciamiento de significado.
Bajo esta luz, qué hemos de hacer los padres cristianos ante un hijo que pide ser aceptado con AMS.
– Abrazar y bendecir a nuestro hijo. Escucharle con deseo sincero de comprender.
– Acompañarle en la búsqueda de su felicidad que, para ser auténtica, será siempre compatible con la santidad.
Nosotros podemos proponer la visión cristiana de la persona y la sexualidad a nuestros hijos, no se trata de imponer sino de presentar con amor y permitirles elegir en libertad a Cristo.
Y desde luego, orar por el bien de nuestro hijo y por la unidad de la familia. Pedir con fe discernimiento y sabiduría para orientar en la verdad, siempre en el marco de la verdadera caridad.
Unirnos a la pastoral de la iglesia dirigida a familiares y amigos de personas con AMS, por ejemplo en Courage.
Dios nos ama a todos incondicionalmente y a todos nos llama a la santidad. Procuremos imitar este amor misericordioso de nuestro buen Dios. Esto se traduce en conocer mejor a nuestros hijos, escucharlos, convivir con ellos, expresarles abiertamente nuestro amor, y llamarlos a vivir la castidad.
Ellos aceptarán o rechazarán nuestra invitación en pleno uso de su libertad. Aprenderemos a respetarnos mutuamente y a poner en manos de Dios a quien tanto amamos.
Como padres cristianos, sabemos que elegir el plan de Dios es lo que llena las ansias del corazón. Empeñémonos en dar testimonio de ello y en poner todos los medios a nuestro alcance para acercar a nuestros hijos a un encuentro con la fuente del amor: Dios Nuestro Señor.