Navidad en bucle

En un mundo que exige más que nunca el avance a toda costa, el progreso por el progreso, la febril economización del tiempo, hay algo profundamente necesario en detenerse solo para volver

30 de diciembre de 2025·Tiempo de lectura: 3 minutos
Navidad en bucle

Hay algo netamente humano en volver, una y otra vez, a las películas de la infancia, aunque sea una absoluta pérdida de tiempo

Stranger Things va a jalonar las navidades de 2025 con el estreno de sus últimos episodios, en inteligentísima maniobra comercial para convertir el fenómeno que ya es en parte del «mapa emocional» de toda una generación. No es difícil imaginar que, dentro de unos años, muchos volverán a verla cada diciembre no tanto por la trama como por el recuerdo preciso de aquella Navidad en que la descubrieron por primera vez. Así, la serie acabará funcionando casi como ancla: no se revisitará Stranger Things, se regresará a «aquella Navidad».

A los nacidos en España durante los años ochenta nos ocurrió algo parecido, aunque sin algoritmo que lo anticipara. También nosotros arrastramos un pequeño canon navideño que no responde a criterios estéticos ni a jerarquías cinéfilas, sino a pura sedimentación afectiva. Nuestro archipiélago sentimental navideño, podría llamarse, películas vistas una y otra vez, casi siempre en los mismos días, que terminaron por confundirse con el propio calendario litúrgico del año.

A la cabeza de mi lista —personal y subjetiva, claro está— habría que poner A Charlie Brown Christmas (1965), que cierto canal de pago traía puntualmente todos los años en diciembre, con aquel árbol enclenque inyectándonos anualmente una buena dosis de tristeza suave, y enseñándonos que la Navidad podía ser melancólica sin dejar de ser verdadera. Después Mickey’s Christmas Carol (1983), primera aproximación de muchos a Dickens, con fantasmas que daban más risa que miedo y cuyo oppening, si se oye pasado el tiempo, dará punzada de nostalgia a todo el que lo escuchó de niño. Enseguida llegarían los desajustes: Gremlins (1984), que puso luces del chino pretendidamente navideñas al caos de aquellas criaturas viscosas saliendo de los regalos; y Home Alone en sus dos partes (1990–1992), auténticos rituales domésticos donde la risa se repetía exactamente igual cada año, sin desgaste posible como no fuera el del viejo VHS en donde la veíamos.

También Tim Burton se coló en aquellas Navidades, quizá no tanto como director cuanto como constructor de imaginarios, infiltrando su estética de cuento torcido en nuestro diciembre doméstico. Edward Scissorhands (1990), con aquella nieve artificial y aquella ternura herida; y The Nightmare Before Christmas (1993), gótica y festiva a un tiempo, nos enseñaron que la Navidad podía tolerar algunas rarezas sin dejar de ser entrañable. Ese reverso melancólico formó parte de la simbología navideña que mamamos de pequeños, tan integrado para muchos como los villancicos o el espumillón. En ese mismo ecosistema entraron The Muppet Christmas Carol (1992), mezcla improbable de humor, ternura y redención, y The prince of Egypt (1998), que sin ser estrictamente navideña, sí era profundamente solemne, bíblica y grande, lo suficiente como para encajar en aquellos días en que parecía que todo debía ser importante. Cerrando mi propio canon, Wallace & Gromit: a grand day out (1989), un must navideño que se coló en nuestro imaginario con humor muy británico y aires de sobremesa tranquila.

Después llegarían Harry Potter, Lord of the Rings, Avatar y otras sagas monumentales. Las disfrutamos, claro, pero ya no nos atraviesan igual. Esas películas acabarían siendo el territorio de la generación siguiente, la que creció atiborrada de estrenos-evento y maratones planificados. Para nosotros, el canon ya estaba cerrado.

Y no hay a nada de esto una conclusión clara. No la puede haber. Cómo hacer un remate a una columna que no ha querido ser más que estampa congelada de unos días que ya pasaron. Volver cada Navidad a esas películas no abre ningún futuro ni promete renovación alguna. Es, en el fondo, un chapoteo deliberado y autocomplaciente en el charco del pasado. Algo estéril, improductivo, repetitivo. Una absoluta pérdida de tiempo. Y quizá, por eso mismo, tan humano. Porque en un mundo que exige más que nunca el avance a toda costa, el progreso por el progreso, la febril economización del tiempo, hay algo profundamente necesario en detenerse solo para volver. Sin aprender nada nuevo. Sin aggiornamenti culturales de ningún tipo. Sin crecer. Únicamente por el gusto —casi infantil— de regresar.

El autorJuan Cerezo

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