«La pobreza más grave –afirma León XIV en su mensaje para la Jornada Mundial de los Pobres– es no conocer a Dios». Toda una bomba en medio de una sociedad que considera a Dios como su archienemigo y que cree también erróneamente que la pobreza se combate con dinero.
Dios ha sido considerado por algunos como el opio del pueblo, una fantasía infantil que aleja al ser humano de la lucha por la justicia, que lo aliena para no rebelarse contra los poderosos, cuando lo cierto es que es todo lo contrario. La fe, si es en Jesucristo, el Hijo de Dios, ilumina a hombres y mujeres para hacernos conscientes de nuestra propia dignidad y de la de nuestros hermanos.
Creer en un Padre común nos hace hermanos, nos hace prójimos, nos predispone a la distribución justa de la riqueza pues somos de la misma familia. Ahí están Cáritas, Manos Unidas y tantas organizaciones nacidas en el seno de la comunidad católica liderando, año tras año, la lucha contra la pobreza. Lo hacen con obras por todos conocidas; pero también con palabras proféticas, denunciando la injusta situación en la que viven millones de hermanos nuestros. Y lo hacen, siendo consecuentes, desde la pobreza evangélica, desde la sencillez, sin los poderosos medios con que cuentan otras instituciones.
Mientras tanto, las ideologías y los –económicamente dopados por ellas– agentes sociales se enzarzan en sus propias luchas con los pobres por bandera. Todos creen tener la solución para acabar con la pobreza; unos subiendo impuestos a los ricos para repartir entre los pobres; otros, promoviendo que se genere más riqueza para que así haya más que repartir con los que menos tienen; pero, en uno y otro caso, desde la idolatría al dinero, como si el dinero solo tuviera el poder de acabar con la pobreza.
Pero esto no es así. Nada más que hay que echar un vistazo a la estadística de personas arruinadas tras ganar un premio de la lotería. Según un estudio, hasta el 70 por ciento de ellos acaba en bancarrota en cinco años. ¿La razón? Hay una pobreza humana que es superior a cualquier pobreza material y que nos hace no ser capaces de dominar al dinero, sino que éste nos domine a nosotros. Si, con poco, nadie está libre de caer en la tentación de satisfacer deseos absurdos, egoístas, cuando no nocivos; ¡cuánto más si nos cae una lluvia de dinero! A nuestras sociedades ricas les está pasando lo mismo. Cada vez hay más dinero, pero estamos más endeudados y los pobres son cada vez más pobres. ¿Cómo es posible? El amor al dinero nos aleja de Dios y, por tanto, de todo aquello que nos hace humanos: la solidaridad, la pertenencia a una comunidad, la sobriedad, el dominio de sí. Derrochamos en políticas absurdas y no invertimos en lo que de verdad genera riqueza: las personas.
La propia palabra «solidaridad», esgrimida por muchos que se inician en el mundo de la política o las organizaciones que luchan contra la pobreza va perdiendo fuelle conforme van ascendiendo en la escala social hasta que, salvo honrosas excepciones, el brillo del dinero que han ganado y la vanidad, les impiden ver la pobreza de la que no han hecho más que salir. Pobrecillos, no tienen más que dinero que los arrastra y domina.
A una semana de la celebración de la fiesta de Cristo Rey, un rey que se presenta pobre y humilde, con una corona de espinas y un corazón traspasado de amor a los hombres, la Jornada Mundial de los Pobres nos invita a reinar con Él sobre los poderes humanos a quienes maneja el dinero porque «no podéis servir a dos señores». Y nos anima a imitarlo en su pobreza, en su desapego de toda seguridad humana, apoyándonos solo en el Padre cuya Providencia es más poderosa que cualquier banco o fondo Next Generation.
Es la libertad que sintieron tantos santos como San Francisco de Asís o San Roque, desprendiéndose de sus riquezas para vivir la auténtica libertad. Desde ahí abajo, podemos empezar a ver a los pobres no como un estorbo, no solo como un problema a solucionar, sino como una riqueza porque ellos son, nos recuerda León XIV, «los hermanos y hermanas más amados, porque cada uno de ellos, con su existencia, e incluso con sus palabras y la sabiduría que poseen, nos provoca a tocar con las manos la verdad del Evangelio».
«Pobres siempre tendréis entre vosotros», profetizó el Señor. Y no lo dijo para que tiráramos la toalla porque es un problema sin solución, sino para que fuéramos conscientes de que nuestra libertad, nuestra salvación, la tenemos siempre al alcance de la mano. No hay que irse muy lejos para encontrar un pobre, como hacen quienes prefieren tranquilizar su conciencia sin implicarse.
A veces duermen en los soportales del centro de las grandes ciudades, sí, pero otras veces tienen el rostro de un conocido que está en el paro y al que se le han acabado las ayudas. A veces están en los países de misión, sí, pero otras tienen forma de un familiar que reclama cuidados que son incompatibles con nuestro nivel de vida. A veces están en la cárcel, sí, pero otras viven en nuestra propia casa encarcelados por la adicción a los videojuegos porque nadie les hace caso. A veces están en el psiquiátrico, sí, pero otras son amigos o vecinos que necesitan nuestro afecto, tiempo y comprensión porque sufren problemas mentales y la convivencia se hace difícil…
«Pobres siempre tendréis entre vosotros», profetizó el Señor. Y es que, allá donde haya un pobre, un necesitado, una persona que sufre, más cerca o más lejos de nosotros, estará Él esperándonos para ayudarnos a salir de nosotros mismos, para ayudarnos, por tanto, a salir de la más severa de las pobrezas que es vivir sin Él.
Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.




