—Hace poco falleció el párroco de toda mi vida —Así quiso responderme mi amigo Pedro cuando le comenté que estaba preparando unas clases sobre la Eucaristía—. Él me bautizó, me enseñó a ser monaguillo y más tarde me presentó en el Seminario. Una vez que fui ordenado, tuve la suerte de volver a trabajar con él como vicario en su parroquia: justo en sus últimos años… ¡Cada conversación que tuvimos! Una noche, mientras cenábamos un guiso de frijoles negros, se me ocurrió preguntarle cómo hacía para celebrar la Misa con tanta devoción. Entonces el viejo párroco me miró con la cabeza ladeada y suspiró: «No siempre fue así»”.
Mi amigo dejó un momento para tragar. Luego adoptó una cadencia más lenta y un tono más grave para emular mejor las palabras del mentor: «Al principio celebraba la Misa con entusiasmo. Sin embargo, poco a poco, y sin darme cuenta, fui cayendo en los movimientos mecánicos, en el leer sin entrar al significado de las palabras. Mi piedad juvenil se estaba enfriando».
—A cualquiera le puede pasar algo así, supongo —dije.
—Pero escucha cómo sigue el relato: «Así iban las cosas. Hasta que un día todo cambió. Estaba celebrando la Misa con una comunidad rural muy pobre, en una casa abarrotada de gente. Después de la consagración, un niño con Síndrome de Down salió de entre la multitud y se acercó dando saltos hacia el improvisado altar. Se quedó muy quieto a mi lado y por unos segundos se quedó mirando la hostia consagrada en la patena. Me sentí un poco incómodo. De pronto, sin quitar la mirada del pan, el niño preguntó: “Padre, ¿qué hay aquí que es tan importante?”. Uy. Me llegó. Entonces le respondí, como si fuera otro quien estuviera hablando en mi lugar: “Aquí está Dios, que ha bajado del cielo”. El niño levantó la mirada para encontrarse con la mía, sonrió grande y volvió a su asiento para arrodillarse en el suelo junto a sus padres».
—Wow.
—Me quedé igual de helado que tú cuando lo oí. Luego me explicó: «Pedro, este suceso tuvo para mí un valor como de milagro eucarístico. Ese día me propuse renovar el asombro antes de cada misa. Y desde entonces siempre miro el crucifijo en la sacristía durante al menos un minuto y recuerdo que Dios vendrá al altar, bajará del cielo por amor a los hombres».
—Buena historia—comenté—. Me va a servir para mis clases.
—Quizá fue su modo de dejarme una herencia; al ser tan franco, me refiero. Y todavía me falta añadir un final. Cuando celebré el funeral de mi párroco, no pude dejar de pensar que ese día era él quien subía desde el altar para encontrarse con su Dios.
Abogado de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Licenciado en Teología de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma) y Doctor en Teología de la Universidad de Navarra (España).