La sutil eugenesia que propone nuestra sociedad

Aunque nuestra sociedad ha logrado un gran progreso técnico y científico, su avance moral y ético sigue siendo cuestionable.

29 de octubre de 2025·Tiempo de lectura: 2 minutos
eugenesia

Cuando en el seno de una familia nace un hijo con una enfermedad incurable, el mundo se detiene. De pronto, la vida que imaginabas se convierte en una sucesión de preguntas sin respuesta. Pero llega un momento en el que uno comprende que no hay alternativa más humana que aprender a vivir con ello, porque, en estos casos, vida y enfermedad se vuelven una sola realidad.

En las sociedades que se llaman “avanzadas”, existen recursos para ayudar a las familias: tratamientos, apoyo psicológico, investigación, etc. Y sin embargo, detrás de ese progreso, hay algo que inquieta: una tendencia silenciosa hacia la eugenesia, una idea disfrazada de bienestar que sugiere que solo algunas vidas merecen ser vividas.

Yo lo he experimentado de frente. El mismo médico que cuida con esmero a mi hijo Álvaro —que padece fibrosis quística, una enfermedad genética rara—, me ofreció sin titubeos la posibilidad de seleccionar embriones sanos en caso de querer tener más hijos. Lo hacía con buena intención, como una forma de evitar el sufrimiento. Pero en el fondo de esa propuesta se esconde una idea brutal: que mi hijo no debería haber nacido.

Gracias a la investigación médica, Álvaro puede tener una vida plena, jugar, reír, crecer como cualquier niño. Pero esa misma ciencia que le da esperanza, también me sugiere que su existencia es un error que podría haberse evitado. Y eso, como madre, me duele más que la enfermedad.

Porque va en contra de algo elemental: la convicción de que toda vida vale por sí misma, sin condiciones, sin filtros, sin diagnósticos previos que la midan. No hay argumento racional, ético ni afectivo que pueda justificar que una vida, por ser imperfecta, sea descartada.

La sociedad llama “progreso” a la selección embrionaria, y puede parecer una solución lógica. Pero cuando me propusieron usarla, sentí que me estaban diciendo —sin decirlo— que si hubiéramos sabido antes, podríamos haber evitado a Álvaro. Y eso es lo más cercano que he sentido al abismo moral: imaginar que, en nombre de la salud, podríamos negar la vida de quien amamos.

Hay enfermedades que se superan, y otras que se incorporan a la vida hasta ser parte de la identidad. Álvaro tendrá una vida maravillosa, con sus ojos marrones y con su fibrosis quística. No son cosas separadas: son parte de la misma historia.

Hoy la ciencia ha logrado tratamientos que no curan, pero que permiten vivir. Y eso, lejos de hacernos dioses, debería recordarnos algo esencial: la vida no se descarta, se acompaña. No hay tecnología capaz de medir el valor de un ser humano. Y no hay argumento que pueda explicarle a un hijo que el mundo habría sido mejor sin él.

El autorAlmudena Rivadulla Durán

Casada, madre de tres hijos y Doctora en Filosofía

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