


Aunque Newman ya había subido a los altares, su nombramiento como Doctor de la Iglesia refuerza la garantía de su doctrina como católica, enriquecedora referencia de todos aquellos que se asoman a sus escritos. En definitiva, lo constituye aún más como faro, cuya amable luz nos puede guiar en las tinieblas de la noche, parafraseando su inmortal poema Lead Kindly Light.
Esa luz que proyecta ya para la eternidad es, por supuesto, prestada de su Señor, a quién buscó desde pequeño, fue encontrando con el transcurrir de los años y acabó amando desmesuradamente.
Rememorando en estos últimos días su vida y su obra, debo reconocer que el rasgo que más me ha venido a la mente ha sido su continua disposición de renunciar a los bienes del mundo para seguir a Jesucristo.
Por ejemplo, cuando era sólo un adolescente decidió convertirse en un clérigo de la iglesia anglicana y, sin que ello fuera necesario ni habitual en su época, se autoimpuso el celibato apostólico, negándose voluntariamente la posibilidad de encontrar un amor en la tierra que le acompañara en el andar de la vida.
No obstante, hay un momento aún más impresionante de renuncia a los bienes de la tierra, ya en su madurez. En efecto, Newman, con su rectitud vital y su búsqueda incansable de lo verdadero y lo bello, se había ido dando cuenta, en el marco de lo que se ha llamado el “movimiento de Oxford”, de que la verdad residía en la Iglesia católica romana, y se planteó la posibilidad de llamar a las puertas de Roma. No obstante, para él, que era una figura relevante de la iglesia anglicana (Fellow de Oriel, uno de los Colleges más importantes de Oxford y vicario de St. Mary, la iglesia de la universidad) tener que hacerse católico suponía abandonar todo ese mundo. Es difícil para personas de otras épocas y ambientes calibrar lo que implicaba ese paso, pero creo que la imagen de un miembro de la alta nobleza que deviene un paria, puede ilustrar la trascendencia de esa decisión.
Así, cuando el 3 de octubre de 1845, unos días antes de ser recibido en la Iglesia católica por Dominic Barberi el 9 de octubre de 1845 en Littlemore, escribió a las autoridades de Oriel para informar de que abandonaba su puesto como académico, Newman era consciente de que lo dejaba todo atrás. Abandonaba todos sus sueños previos para ser un católico de base, un laico en una Iglesia católica todavía perseguida y minoritaria en Inglaterra. Se convertiría, de la noche a la mañana, en un inmigrante en su propio país.
Y lo más sorprendente es que, a juzgar por el contenido de las cartas que escribió a sus familiares y amigos más íntimos en esos días, confesaba que abandonar esa posición social tan privilegiada no le costaba nada. Para Newman, por el contrario, el pertenecer al único rebaño de Cristo lo era todo. Añadía que simplemente le dolía, y mucho, el desgarro que traía consigo el perder a tantos amigos en la iglesia anglicana y en Oxford, de donde además sabía que tenía que marcharse.
Creo que este gesto de Newman de abandonarlo todo para centrarse en seguir a Dios, es un gran ejemplo para los hombres y mujeres de nuestra época que, como dijo Pío XI, poseemos la enfermedad de la falta de reflexión, de la continua y febril persecución de cosas externas, el inmoderado deseo de riquezas y placeres que gradualmente causan la perdida de vista de los ideales nobles, que nos hunde en el mar de los bienes terrenales y perecederos, impidiéndonos contemplar las cosas de arriba, eternas, al mismo Dios (cfr. Pío XI, Mens Nostra, 5).
Del mismo modo, el nombramiento de Newman como Doctor de la Iglesia nos da la gran alegría de apreciar cómo Dios, que nunca se deja ganar en generosidad, fue devolviendo a Newman ya en vida todo aquello de lo que se había despojado. Recuperó sus amigos con el pasar del tiempo. Le fue concedido, al poco de su conversión, el sacerdocio en la Iglesia católica; el cardenalato ya al final de sus días terrenos; y, más recientemente, el reconocimiento de la santidad tras una vida de grandes tribulaciones. Y, finalmente, ahora alcanza el doctorado de la Iglesia de manos del Papa León XIV.
Este nuevo reconocimiento de la Iglesia con Newman me ha permitido saborear, asimismo, las bondades de Dios con Dominic Barberi. Ese religioso italiano que en su juventud había visto la llamada a convertir Inglaterra, aunque no pudo ir a ella hasta prácticamente la cincuentena y que, en alguna ocasión, había sido recibido a pedradas en algunos pueblos ingleses cuando empezaba a establecer las misiones pasionistas allí. A ese religioso humilde, que chapurreaba un mal inglés, que también había sufrido lo indecible, tras llegar calado hasta los huesos a Littlemore la noche del 8 de octubre de 1845, Dios le concedió la gracia de ver cómo, mientras se secaba ante el fuego de una chimenea, se arrodillaba ante él una de las grandes figuras de su tiempo rogándole que oyera su confesión general y le recibiera en la Iglesia católica.
Gracias, san John Henry Newman, gracias por ser esa amable luz que nos guía en las tinieblas.
Catedrático de Derecho y Research Fellow, Blackfriars, Universidad de Oxford