No se habían apagado aún los ecos del réquiem por Francisco y ya hervía, en toda la cristiandad, el entusiasmo por el siguiente pontífice. Durante el cónclave, todos muy rendidos, en público y en privado, oíamos repetir la oración de que “sea quien elija el Espíritu Santo”.
Lo que parecía, sin embargo, rezo auténtico terminó por revelarse como voto encubierto: que salga el que Dios quiera, sí, pero que sea el mío, o si no, al menos que no salga el otro. Piedad de escaparate, plegaria dirigida, fe de urna.
Y lo digo porque ahora que ha salido León XIV —nuevo y solemne, con aires de restauración controlada y cierta gravedad litúrgica recuperada— parece haberse levantado el velo de la neutralidad. Uno empieza a percibir, y no de forma aislada, el tono de “ahora sí”, como si por fin la Iglesia tuviera un Papa legítimo, como si lo anterior no hubiera sido más que un largo paréntesis en el magisterio. Y empieza, claro, la insoportable letanía de comparaciones: “esto dijo Francisco aquí y León allá”, “por fin se habla claro”, “así se viste un Papa”.
No estará de más recordar que también a Francisco lo eligió Dios, que no fue una interferencia en el sistema ni un fallo en matrix. Que en la historia de la Iglesia los Papas no se suceden por corrección de errores, sino por pura providencia divina; y que comparar unos con otros es poner a competir a los dones del Espíritu Santo.
Yo deseo un papado largo, claro está, porque le deseo una larga vida al sumo pontífice. Lo que no deseo es que se me haga largo por tener que soportar, durante años, a toda esta legión de opinadores profesionales que impostan piedad y obediencia mientras se ve —porque se ve a la legua— que su fidelidad nunca estuvo con Pedro, sino con su propia idea —a menudo chata, caprichosa y reducida— de lo que debería ser el primado.
Vaya por delante todo mi entusiasmo por la elección de León XIV, pero la honestidad con mi propia fe me obliga hoy a decir, en voz bien alta, que creer en la sucesión apostólica implica creer que Dios no improvisa, no deja nada al azar y que el Papa de ayer es, como el de hoy, don y misterio. Guste o no. Encaje o no. Sea o no sea, en fin, el que nosotros habríamos elegido.