Evangelización

Álvaro del Portillo: «Lo que espera el hombre de hoy es que el sacerdote le hable de Dios»

En enero de 1966, Alberto García Ruiz entrevistó a Álvaro del Portillo, entonces secretario de la Comisión Conciliar “De Presbyteris”, para la revista Palabra (nº 5). Publicamos la entrevista con motivo del 60 aniversario de Omnes.

Alberto García Ruiz·1 de noviembre de 2025·Tiempo de lectura: 7 minutos
Álvaro del Portillo

Álvaro del Portillo ©CNS cortesía del Opus Dei

Bastaba asomarse a los medios del Vaticano II para saber que una de las personalidades que dedicaban lo mejor de su esfuerzo a redactar los documentos de la Magna Asamblea era don Álvaro del Portillo, secretario de la Comisión Conciliar encargada de preparar el Decreto «De Presbyteris».

Juan XXIII había nombrado al doctor Del Portillo presidente de la Comisión Antepreparatoria sobre el Laicado y, después, secretario de la Comisión Conciliar sobre la Disciplina del Clero, encargada, como dije antes, del esquema «De presbyterorum ministerio et vita». Ambos cargos son como un símbolo de la vida de este ilustre sacerdote español. Don Álvaro del Portillo es doctor en Filosofía y Letras y doctor ingeniero de Caminos. Miembro del Opus Dei desde los comienzos de esta Asociación, ejerció intensamente su trabajo profesional de ingeniero. Ordenado sacerdote el año 1944, doctor en Derecho Canónico, siempre en servicio responsable a la Iglesia —con esfuerzo y fidelidad ejemplares—, reside en Roma y es el secretario general del Opus Dei.

Este es a grandes rasgos el hombre que yo buscaba para que explicara a los lectores de PALABRA la figura del sacerdote que estaba delineando el Concilio. Pocos puntos de mayor interés —y por una persona tan autorizada— podían, en efecto, plantearse en una revista sacerdotal. La enorme tarea que pesaba sobre la Comisión De Presbyteris — se trabajaba día y noche— hizo prácticamente imposible abordar a don Álvaro. Le hice llegar un cuestionario. Acabó el Concilio. Tres días después tenía en mi poder las respuestas.

—Como usted bien sabe, la votación definitiva del Decreto «Presbyterorum Ordinis» y su promulgación por el Santo Padre tuvieron lugar el siete de diciembre, víspera de la clausura solemne del Concilio Ecuménico. Si antes de esas fechas no he querido aceptar la entrevista, ha sido por razones fáciles de comprender, que se reducen fundamentalmente a una sola: siendo el secretario de la misma Comisión Conciliar que preparaba el Decreto, no me parecía delicado dar públicamente mi parecer sobre problemas que eran aún objeto de estudio. Y menos aún tratándose de una problemática —el ministerio y la vida de los sacerdotes—, sobre la que una reciente literatura ha puesto tanto apasionado acento polémico…

«L’Osservatore Romano», haciéndose eco de la opinión de los padres conciliares, ha calificado el Decreto «Presbyterorum Ordinis» como uno de los mejores y más completos documentos del Vaticano segundo. ¿Piensa que esta enseñanza del Concilio compondrá los extremos de esa polémica a la que usted antes aludía?

—Pienso que sí. Y no sólo por la fuerza moral de su autoridad, tratándose de un documento del Magisterio solemne, sino también por la misma estructura doctrinal de su contenido. Las diversas concepciones y opiniones particulares sobre las formas en que han de manifestarse hoy día la vida y la tarea apostólica de los presbíteros sólo pueden conciliarse fácilmente poniendo el problema en un plano, que no sea exclusivamente disciplinar, ni sólo pastoral, ni sólo moral o ascético. Fue precisamente la unilateralidad de puntos de vista lo que llevó a la diversidad de conclusiones, a veces fuertemente y polémicamente contrapuestas. El Concilio Ecuménico, en cam-bio, ha considerado y estudiado el problema de un modo global, partiendo de la teología del presbiterado y descendiendo luego progresivamente a las comunes consecuencias pastorales, ascéticas y disciplinares, que tienen en el ministerio y en la vida de los presbíteros la peculiar consagración y la específica misión que han recibido.

Esta es la primera vez en la historia de la Iglesia que un documento conciliar ha tratado específicamente del presbiterado. ¿Cuáles han sido las razones que aconsejaron esa conveniencia?

—Ante el considerable desarrollo alcanzado por la doctrina sobre el episcopado y sobre el sacerdocio común de los fieles, muchos presbíteros se preguntaban justamente por el exacto valor y significado de su sacerdocio, de su propia tarea apostólica dentro de la misión única de la Iglesia. De otra parte, en un mundo en continua evolución social y cultural, era necesario precisar los términos fundamentales de la necesaria acomodación del ministerio y de la vida sacerdotal. Pero sobre todo, ¿cómo podría pensarse en una renovación misionera de la Iglesia que no tuviera como principal fundamento la santidad de vida y la solicitud pastoral de sus sacerdotes?

¿Cuáles considera que son las notas principales que delinean la figura teológica del presbítero?

—Consagración y misión. La doble realidad significada en el conocido pasaje de la Epístola a los Hebreos, capítulo quinto, versículo primero, donde se dice que el sacerdote «ex hominibus assumptus, pro hominibus constituitur”. Elegido entre los miembros del Pueblo Sacerdotal de Dios, el presbítero participa, por una nueva y peculiar consagración, del sacerdocio ministerial del mismo Cristo. No es concebible una mayor elevación de la criatura, una mayor intimidad con Dios en su obra redentora. La debilidad humana es tomada, asumida, no sólo para que coopere con Cristo, sino para que lo represente ante los hombres, para que actúe en su mismo nombre y persona. Porque, como consecuencia de esa participación en el sacerdocio ministerial de Cristo, el presbítero es destinado a la misión de evangelizar, santificar y gobernar, en comunión jerárquica con los obispos, al Pueblo de Dios. Ahí está contenida toda la misteriosa grandeza de la vida sacerdotal: una peculiar consagración (añadida a la bautismal) que separa al hombre de los demás hombres y una misión que destina a ese mismo hombre al servicio pastoral de sus hermanos. Dos dimensiones —una vertical, de adoración; y otra horizontal, de servicio— de una misma vida, a la vez consagrada y enviada; una vida «dialogada» al mismo tiempo con Dios y con los hombres.

En el mundo actual, ante las nuevas circunstancias sociales y culturales a que usted antes aludía, ¿cómo han de orientar los sacerdotes ese diálogo con el mundo y con los hombres? ¿Qué características fundamentales ha de tener la tarea misionera y pastoral de los sacerdotes —obispos y presbíteros— para que sea verdaderamente ministerio, servicio?

—Pienso que las formas concretas variarán con los distintos ambientes y niveles culturales. Pero en cualquier caso, es evidente que el hombre de la calle —de la universidad, de la oficina, del campo— sólo está dispuesto a escuchar al sacerdote, al «cura», que sepa dirigirse a él con sencillez de trato humano (como un hombre, diría, «al alcance de la mano») y a la vez con sincero y profundo sentido sobrenatural (como un hombre de Dios). Sencillez de trato humano —la eximia humanitas necesaria para la conversatio cum hominibus, como se dice en el Decreto— significa, en primer lugar, ejercicio de una serie de cualidades o virtudes naturales básicas (sinceridad, lealtad, amor a la justicia, reciedumbre, capacidad de comprensión, respeto a la justa libertad y autonomía de los laicos en las cuestiones temporales, etcétera). Después, significa también capacidad de estimar y de valorar debidamente todas las nobles realidades humanas: el trabajo profesional (como Cristo en Nazaret), el amor humano (como Cristo en Caná o en Naim), la amistad (como Cristo en Betania), etcétera. Es así como los hombres descubren en el sacerdote la disponibilidad y la comprensión que facilita el diálogo, y con el diálogo la enseñanza. Así es como se acostumbran a considerar al sacerdote como una figura próxima, familiar, amiga, y no como un ser lejano, singular y extraño.

¿Es decir, que se requiere de nosotros, de los eclesiásticos, una forma de ser —permítame la expresión— menos clerical que en otras épocas, una manera menos clerical de comportarnos en la sociedad civil y en el trato con los laicos?

—Si usted al escribir su artículo pone clerical en cursiva, le respondo que sí. Menos clerical y más sacerdotal. Porque esos modales y esa mentalidad clerical a la que usted se refiere —frecuente en no pocos clérigos de épocas pasadas— fueron fruto de un falso concepto de la potestad (que ponía el acento más sobre la coacción que sobre la autoridad moral) y de un falso «sobrenaturalismo», poco sobrenatural. Pienso que muchas de las personas que se declararon o se declaran «anticlericales», como suele decirse, lo hicieron por reacción ante esos modales y ante esa mentalidad, que por cierto nada tiene que ver —como no ha dejado nunca de testimoniar el ejemplo de otros muchos magníficos sacerdotes— con un alma sinceramente sacerdotal, ni con las verdaderas exigencias del ministerio pastoral. Pero ya ve usted que se trata de un problema de «mentalidad», de contextura interior y, por tanto, de formación intelectual, de profundización doctrinal y ascética. Es decir, se trata de algo que no puede abordarse con soluciones superficiales y externas, que, además de simplistas, serían lamentablemente contraproducentes. Por ejemplo, la abolición del traje sacerdotal (sotana, clergyman o hábito), la admiración indiscriminada y bobalicona de todo «lo laico», la «temporalización» del ministerio sacerdotal, reduciéndolo a las solas tareas de asistencia social o económica, etcétera.

Por eso precisamente, el Decreto. «Presbyterorum Ordinis» insiste en que esa eximia humanitas del sacerdote ha de ir siempre estrechamente acompañada de un hondo sentido sobrenatural de las realidades terrenas, de la propia condición sacerdotal y del propio deber de estado. Nada, efectivamente, dificultaría más el diálogo con los hombres de nuestro tiempo que una especie actitud «naturalista» por parte del presbítero.

¿Por qué motivos exactamente?

—Pues porque —y es éste uno de los grandes valores morales y culturales de nuestro tiempo— hoy los hombres aman apasionadamente la autenticidad de las actitudes, la sinceridad de las personas, y se rechaza automáticamente todo lo que sepa a falso, a fingido, a postizo o a falta de responsabilidad: y una actitud «naturalista» en el sacerdote sería todo eso al mismo tiempo. Pero, sobre todo, porque lo que los hombres quieren, lo que esperan —aunque muchas veces no sepan o no se den cuenta de que lo quieren y esperan— es que el sacerdote, con su testimonio de vida y con su palabra, les hable de Dios. Y si el sacerdote no lo hace así, si no les busca para eso, si no les ayuda a escuchar, a descubrir o comprender rectamente la dimensión religiosa de su vida, entonces el sacerdote les defrauda, como les defraudaría un bombero sin agua, un tabernero —perdone usted el símil— que despachase leche, o un médico que no se atreviese a diagnosticar y a recetar. Hoy, los hombres exigen ciertamente que se les hable de una manera bien determinada—positiva, vital, adherente a sus problemas espirituales y humanos concretos, alentadora y llena de ese optimismo cristiano que se llama «espíritu pascual»—, pero quieren y esperan que se les hable de Dios, y que se les hable abiertamente, porque ya hay demasiadas cosas en su vida social que lo ocultan. Se dan cuenta de que Dios les hace falta. Hasta el más solicitado por la prisa de sus mil ocupaciones diarias, hasta el más alejado o el que aparenta mayor indiferencia: todos, de una manera o de otra, con mayor o menor conciencia o lucidez, llevan a cuestas ese problema existencial de Dios. Y el sacerdote —homo fidei, Evangelii minister, educator in fide— tiene ése como primer deber de su ministerio: despertar esa luz o avivarla, traerla al plano de la conciencia personal.

En resumen, sincera humanidad en la forma y profundo espíritu sobrenatural en su contenido. El mismo Decreto Conciliar enseña que la Eucaristía es fuente y cumbre del ministerio sacerdotal. Y en la Eucaristía Cristo manifiesta egregiamente al mismo tiempo la inefable proximidad a los hombres del Hijo del Hombre y el infinito amor salvífico del Hijo de Dios.

Nos damos cuenta —pensando en el presbiterio, en la reafirmación del celibato eclesiástico, en la reforma de la incardinación y de los beneficios, etcétera— de que apenas hemos tenido tiempo de esbozar algunas de las muchas preguntas que queríamos hacer a don Álvaro del Portillo, uno de los peritos que más han contribuido al fatigoso trabajo del Concilio.

En el tintero quedan —como suele decirse— otros muchos temas. Quién sabe si la amabilidad de don Álvaro no nos permitirá reanudar este diálogo más adelante…

El autorAlberto García Ruiz

Sacerdote, licenciado en Periodismo por la Universidad de Navarra, y Doctor en Derecho Canónico.

Newsletter La Brújula Déjanos tu mail y recibe todas las semanas la actualidad curada con una mirada católica