Educación

¿Cómo ve León XIV las aportaciones de las distintas instituciones católicas?

El Papa resume las aportaciones de la Iglesia a la educación, mostrando una tradición continua y visionaria, centrada en el desarrollo integral y la justicia social.

Javier García Herrería·29 de octubre de 2025·Tiempo de lectura: 2 minutos
instituciones católicas

©Nationaal Archief

Sesenta años después de la declaración conciliar Gravissimum educationis, el papa León XIV ha emitido la carta apostólica para «Dibujar nuevos mapas de esperanza» en el ámbito educativo, donde realiza un resumen histórico de las aportaciones de la iglesia a la educación:

En los primeros siglos, los Padres del desierto enseñaron la sabiduría con parábolas; redescubrieron el camino de la custodia del corazón. 

San Agustín, al injertar la sabiduría bíblica en la tradición grecorromana, comprendió que el maestro auténtico suscita el deseo de la verdad, educa la libertad para leer los signos y escuchar la voz interior. 

El monacato ha llevado adelante esta tradición en los lugares más inaccesibles, donde durante décadas se han estudiado, comentado y enseñado las obras clásicas, de tal manera que, sin este trabajo silencioso al servicio de la cultura, muchas obras maestras no habrían llegado hasta nuestros días. 

“Desde el corazón de la Iglesia” surgieron las primeras universidades, que desde sus orígenes se revelaron como “un centro incomparable de creatividad y de irradiación del saber para el bien de la humanidad”. 

En sus aulas, el pensamiento especulativo encontró en la mediación de las órdenes mendicantes la posibilidad de estructurarse sólidamente y llegar hasta las fronteras de las ciencias. 

No pocas congregaciones religiosas dieron sus primeros pasos en estos campos del saber, enriqueciendo la educación de manera pedagógicamente innovadora y socialmente visionaria .

En la Ratio Studiorum, la riqueza de la tradición escolar se fusiona con la espiritualidad ignaciana, adaptando un programa de estudios tan articulado como interdisciplinario y abierto a la experimentación. 

En la Roma del siglo XVII, San José Calasanz abrió escuelas gratuitas para los pobres, intuyendo que la alfabetización y el cálculo son dignidad antes que competencia. 

En Francia, San Juan Bautista de La Salle, “dándose cuenta de la injusticia causada por la exclusión de los hijos de los obreros y campesinos del sistema educativo,  fundó los Hermanos de las Escuelas Cristianas. 

A principios del siglo XIX, también en Francia, San Marcelino Champagnat se dedicó “con todo su corazón, en una época en la que el acceso a la educación seguía siendo un privilegio de unos pocos, a la misión de educar y evangelizar a los niños y jóvenes”. 

De manera similar, San Juan Bosco, con su “método preventivo”, transformó la disciplina en razonabilidad y cercanía. 

Mujeres valientes, como Vicenta María López y Vicuña, Francesca Cabrini, Josefina Bakhita, María Montessori, Katharine Drexel o Elizabeth Ann Seton, abrieron caminos para las niñas, los migrantes y los más desfavorecidos. Reitero lo que afirmé con claridad en “Dilexi te”: “La educación de los pobres, para la fe cristiana, no es un favor, sino un deber”. Esta genealogía de concreción atestigua que, en la Iglesia, la pedagogía nunca es teoría desencarnada, sino carne, pasión e historia.

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