Evangelización

«De María numquam satis»

La devoción mariana, bien vivida, es esencial para un tiempo marcado por la soledad y la desorientación: María nos muestra que la verdadera fe consiste en escuchar, obedecer y confiar en Dios.

Diego Blázquez Bernaldo de Quirós·11 de octubre de 2025·Tiempo de lectura: 6 minutos
De María numquam satis

©CNS/Justin McLellan

Hay expresiones que resumen una intuición multisecular del corazón cristiano. Una de ellas —antigua y fecunda— afirma: «De María numquam satis»: de María, nunca se dirá bastante. No es un eslogan piadoso. Es una regla de oro espiritual y teológica: cuanto más profundizamos en el misterio de la Madre del Señor, más se ensancha el horizonte del Evangelio, porque María no se interpone entre Cristo y nosotros; nos conduce a Él. Su nombre no es obstáculo, sino puerta; no compite con el Hijo, lo señala; no eclipsa a la Iglesia, la rehace en su forma más pura.

1. María en la economía del Verbo encarnado

La fe de la Iglesia confiesa a María Theotokos, Madre de Dios, no para exagerar su grandeza, sino para proteger la verdad de Jesucristo: verdadero Dios y verdadero hombre. Lo aprendimos en Éfeso (431), cuando los Padres, movidos por la fe de los sencillos, proclamaron con fuerza lo que ya se vivía en la liturgia: “quien nació de María es el Verbo eterno hecho carne”. Si Cristo no fuese una sola persona divina, María no sería Madre de Dios; y si María no fuese Madre de Dios, Cristo no sería el Emmanuel. En su nombre se custodia la cristología.

San Ireneo (s. II) lo vio con mirada de águila: así como el nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María, “lo que la virgen Eva ató con la incredulidad, la Virgen María lo desató con la fe”. En María, Dios recapitula la historia humana desde el principio: una mujer, una palabra, un sí. Lo que estaba torcido se endereza en la sencillez de Nazaret.

2. La obediencia que hace fértil el mundo

“Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). No es resignación, es libertad en su estado más alto: la libertad que se confía. San Ambrosio enseñaba a las vírgenes de Milán que en María la virginidad no es estéril: es esponsal, plenamente fecunda por el Espíritu. En ella la humanidad ofrece a Dios lo más limpio de sí, y Dios responde regalándole su mismo fruto. No es casual que san Agustín, tan celoso de la iniciativa de la gracia, subrayase que María concibió primero en la fe y después en el seno: fides concepit, fides peperit. Por eso su “sí” no fue sólo un momento emotivo; fue una forma de vida. María es el “sí” hecho carne.

3. La nueva Eva y el arca de la presencia

La Escritura traza con fina tinta lo que la tradición leerá a la luz pascual. La Hija de Sión acoge al Santo de Israel; el Arca de la Alianza, que David recibe con temblor, reaparece en la visitación: el Verbo viene a la casa de Zacarías y Juan salta en el seno de Isabel como David danzó ante el Arca (cf. 2 Sam 6; Lc 1). Las montañas se estremecen, el Espíritu cubre con su sombra, y la bendición se derrama en forma de Magníficat. San Efrén, el Arpa del Espíritu, gusta de imágenes audaces: el Infinito se deja llevar por los brazos de una adolescente; el Fuego se posa sin quemar; la zarza arde y no se consume. Nada de esto es literatura: es dogmática en poesía.

4. Virgen, Madre, Esposa

Los tres nombres recorren la liturgia como una letanía de identidad. Virgen: no por rechazo, sino por disponibilidad total a Dios. Madre: no sólo de Cristo, sino de los vivientes (cf. Jn 19,26-27), porque la maternidad de María se ensancha en la hora de la Cruz cuando el Hijo la entrega como herencia a la Iglesia naciente. Esposa: icono de la Iglesia, la primera creyente, imagen perfecta de lo que la Esposa está llamada a ser para el Esposo. San Juan Damasceno —teólogo de la belleza— contemplará en su Dormición el paso de aquella que llevó la Vida a la vida plena, “la Virgen que, siendo cielo, hizo lugar al Incontenible”.

5. Inmaculada y Asunta: transparencia de la gracia

Cuando la Iglesia, con siglos de distancia, proclama la Inmaculada Concepción (1854) y la Asunción (1950), no añade adornos tardíos a una devoción sentimental. Reconoce, con precisión de cirujano, dos verdades que brotan del corazón de la Redención. La Inmaculada no supone una “excepción” caprichosa, sino la realización por anticipado del destino de la Iglesia: todo es gracia y la gracia puede —y quiere— vencer desde el primer instante. La Asunción, por su parte, no le quita a María el pie en la tierra; nos lo devuelve a nosotros en el cielo. En ella se ve cumplida la promesa: la carne, cuando es tomada por Dios, no estorba, canta.

6. María, maestra de la teología

Podría parecer paradójico, pero la teología aprende de María lo esencial del método: escuchar, ponderar, guardar, obedecer. Lucas nos revela que “María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2,19). La teología que no medita —que no reza— termina siendo un juego de espejos. María enseña un pensamiento que se arrodilla sin renunciar al rigor; que discierne sin mutilar el misterio; que confiesa sin ansiedad de control. Los Padres rezaban pensando y pensaban rezando: por eso sus tratados huelen a incienso. A esta escuela no se entra por oposición académica, sino por conversión.

7. ¿Por qué “nunca basta” hablar de María?

Porque hablar de María es hablar del modo en que Dios salva. Dios no entra en la historia con estruendo imperial, sino mendigando un sí. Se expone a la libertad de una criatura —y a través de ese riesgo amado— inaugura la salvación. Cuando la Iglesia contempla a María, aprende su propia forma: no se impone, propone; no conquista, engendra; no se celebra a sí misma, magnifica al Señor. De Maria numquam satis significa que jamás agotaremos el elogio de la obra de Dios en una mujer, y que en su pequeñez Dios se nos ha vuelto cercano.

8. María en la vida del discípulo

Muchos reducen la devoción mariana a un conjunto de actos, valiosos pero periféricos. La tradición, sin embargo, la inscribe en el centro del discipulado. El Rosario —oración evangélica por excelencia— no es un talismán de emergencias, sino una escuela de mirada: de la mano de la Madre, los misterios de Cristo atraviesan la jornada y la conforman. La memoria mariana nos protege de dos tentaciones: la de un cristianismo desencarnado (que desprecia los cuerpos, los ritmos, la historia), y la de un activismo sin alma (que confunde productividad con fecundidad). María guarda los tiempos: el kairos de Dios y el chronos de nuestras obligaciones; por eso la piedad mariana, bien vivida, no quita horas, las rescata.

9. Mediación materna: Cristo y la Iglesia, no “Cristo o la Iglesia”

Desde los primeros siglos, el pueblo cristiano ha experimentado la intercesión de la Madre. Llamarla “abogada” o “auxiliadora” no resta nada a la única mediación de Cristo (cf. 1 Tim 2,5); la pone en acto en clave de comunión. Toda mediación en la Iglesia es participación de la única mediación del Señor. María no añade otra “línea de salvación”, sino que ejerce maternidad en el Cuerpo místico: donde el Hijo es Cabeza, la Madre acompaña a sus miembros. Los Padres lo intuyeron, los santos lo vivieron, el Magisterio lo explicó con sobriedad. Quien teme que amar a María desplace a Cristo, aún no ha probado el vino bueno de Caná: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2,5). Ésa es su consigna perpetua.

10. Una espiritualidad de gratitud

La gratitud es la memoria del corazón. María la canta en el Magníficat: no se mira a sí misma, mira la fidelidad de Dios. Por eso la verdadera devoción mariana no se alimenta de emociones pasajeras, sino de gratitud concreta: agradecer la fe recibida, las correcciones dulces de la providencia, la paciencia de Dios con nuestras incoherencias. En los días claros, la gratitud mantiene la humildad; en los oscuros, sostiene la esperanza. “Desde ahora me felicitarán todas las generaciones” (Lc 1,48): no es vanidad, es profecía. Bendecir a María es aprender a bendecir la historia: también cuando duelen los plazos, los silencios y las cruces.

11. Para un tiempo que necesita madre

Vivimos bajo una orfandad sofisticada: hiperconectados, pero solos; informados, pero desorientados; sensibles, pero frágiles. En estos paisajes, la maternidad de María no es un adorno devocional, es medicina de realidad. Ella enseña a acoger la vida, a custodiarla, a dejarla partir cuando es el tiempo. Enseña a obedecer sin servilismos y a resistir sin odios. Quien la recibe en su casa —como Juan al pie de la Cruz— experimenta que la Iglesia no es una ONG espiritual, sino una familia: con mesa, con tradiciones, con memoria, con misión.

12. Aprender a decir “sí”

De Maria numquam satis. Nunca bastará lo que digamos de Ella porque nunca agotaremos lo que Dios ha hecho en Ella. Su grandeza no nos aleja; nos anima: si la gracia pudo hacer en una criatura maravillas tan altas, ¿qué no podrá hacer en nosotros si dejamos de negociar con Dios y empezamos a responder como hijos?

Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, enséñanos a creer, a esperar y a amar. Y, cuando nos falten fuerzas, repítenos al oído la consigna que te define: “Haced lo que Él os diga”. Sólo así —con tu mano sobre la nuestra— comprenderemos que, de ti, Madre, numquam satis. Nunca será bastante.

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