Evangelización

En la vigilia, Él: un cuento para san Juan de la Cruz

Coincidiendo con la festividad del místico poeta universal, publicamos un relato para celebrarle.

Guillermo Villa Trueba·14 de diciembre de 2025·Tiempo de lectura: 2 minutos
san Juan de la Cruz

@Giancarlo Corti

Aquella noche, la sombra no era sino un desborde de la llama interior. Fray Juan de la Cruz, envuelto en el sayal que apenas mitigaba el frío del convento, yacía con los ojos abiertos como pozos hondos en su celda umbrosa. El sueño, esa clemencia de los cuerpos fatigados, lo había desdeñado con una esquivez casi litúrgica. Las paredes, de un blanco que evocaba al de la osamenta, no ofrecían más consuelo que el de su silencio sepulcral, y ni siquiera el crujir de la madera apolillada o el susurro lejano de algún hermano en vela lograban disolver la intensidad de aquella vigilia sin aparente propósito. Era como si el alma, ansiosa de un Verbo que la hiciera derramarse, se negase a reposar bajo el imperio de los sentidos.

En esa hora detenida donde la carne no pide y el mundo parece olvidado de sí mismo, el fraile caviló —o quizá escuchó en su interior, como quien no recuerda si sueña o reza— que la noche es más que ausencia de sol: es presencia activa del Amado. Y esa cavilación fue preámbulo suficiente para que una suave brisa se colara por la rendijilla de la ventana, sugiriéndole con elocuente sutileza que quizá no era el insomnio lo que lo mantenía despierto, que quizá aquella suerte de temblor, demasiado sublime como para calificarse de impúdica, fuera de las que nacen en lo más hondo del alma cuando ésta se sabe mirada por Dios. Allí, en la desnudez de su pequeña celda, sin más luz que la que le ardía en el pecho, comprendió que el alma no duerme porque no quiere cesar de amar, y que todo descanso que no venga del Amado no es sino descanso mentiroso.

Los gallos aún no quebraban la quietud del aire cuando el cielo comenzó a desgarrarse en láminas de añil. Fue entonces que fray Juan se incorporó y se sentó en el jergón como si aguardara a alguien. No oró con palabras, ni siquiera con pensamientos: fue su estar en vela lo que se volvió plegaria. El frío de la piedra le atravesaba los pies, pero en su rostro se advertía una serenidad que no era de este mundo. Y al retirarse la noche, con la timidez de los que han confesado un secreto, él susurró —con una voz que no quiso ser oída por ningún alma del convento, pero que debió ser estruendo y júbilo en el salón del trono del Cordero—: “A esta noche la llamaré hermosura, porque en ella el alma se me ha hecho cielo”.

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