El profesor Matteo Visioli, es sacerdote de la diócesis de Parma y profesor de la Universidad Gregoriana. Entre 2017 y 2022 fue Subsecretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Es un experto en Derecho Canónico y una voz relevante en el debate sobre la justicia y la reforma penal en la Iglesia. Recientemente, Visioli ha visitado España para participar en el XVII Simposio Internacional del Instituto Martín de Azpilcueta titulado “La libertad como un bien jurídico en la Iglesia. Los dones jerárquicos y carismáticos en la reflexión canónica”.
Entrevistamos al profesor para comprender mejor cómo la reciente reforma del Código de Derecho Canónico busca tutelar la libertad de los fieles y castigar las desviaciones de autoridad. Analizaremos qué constituye el delito de abuso de potestad y cuáles son los mecanismos penales que la Iglesia ha fortalecido para asegurar que el ejercicio de la autoridad sea siempre un servicio, nunca una opresión.
En 2021 la Iglesia modificó algunos cánones del Libro VI del Código de Derecho Canónico, ¿cuál es la razón?
—La Iglesia actualiza sus leyes para castigar cuando alguien ejerce la autoridad, limitando injustamente la libertad de un fiel. Entre estas normas hay una especialmente importante, una especie de “norma general”, que se aplica a todos los casos de abuso de poder no descritos específicamente en otras partes del Código de Derecho Canónico.
¿Cuándo se considera que la autoridad ha traspasado la línea?
—Cuando pasa de un uso prudente y razonable de su poder -lo que llamamos un uso discrecional- a una actuación autoritaria o arbitraria. En ese momento deja de ser simplemente un mal ejercicio y se convierte en un auténtico delito canónico.
¿Sólo se sanciona si la autoridad actúa con mala intención?
Aquí está lo más llamativo: no. Este canon considera culpable no solo a quien abusa del poder deliberadamente, sino también a quien lo hace por negligencia. Es decir, incluso si la persona no quería causar daño, pero su descuido o mala gestión produce un perjuicio real a un fiel o a una comunidad, también comete delito.
¿Eso es habitual en el derecho penal canónico?
—No, es muy excepcional. En general, para que haya delito en el ámbito canónico se exige que la persona haya actuado con intención. Pero este es uno de los pocos casos en los que la culpa, la negligencia, también basta para que la autoridad sea considerada responsable.
¿Y cómo está regulado esto en el Código?
—Con cánones muy generales. Es un tema delicado y el Código lo trata con pocas normas, pero muy amplias, precisamente porque quiere abarcar todos los posibles abusos de poder. Lo que ocurre es que un canon tan general es peligroso, pues la autoridad eclesiástica puede tener miedo a errar, a equivocarse. Sobre todo cuando, frente a una disposición o un acto de gobierno, se plantea una cuestión de conciencia. Por ejemplo, un superior puede poner como responsable de un monasterio a un religioso bajo su cargo, pero si este alega que va contra su conciencia, se crea esa forma de tensión arriesgada y peligrosa.
Se paralizaría una acción de gobierno de una autoridad legítima que podría acusada de un delito penal. Porque el problema aquí es el paso de un acto administrativo, -yo nomino a una persona o dispongo de la supresión de una parroquia- a un acto penalmente relevante. Este es el riesgo de una norma general con aplicación penal.
¿Cómo se concilia el concepto de la ley penal con el ejercicio de la caridad en la Iglesia?
—Este “iuris puniendi”, en latín, es decir, el derecho de castigar, puede parecer contradictorio respecto a la Iglesia Madre, a la Iglesia Misericordiosa. El derecho penal, en general, debe ser leído a la luz de la naturaleza propia de la Iglesia.
La finalidad de las penas se explica en el Código de Derecho Canónico: la primera es el restablecimiento de la justicia. Luego está la corrección del culpable y, por último, la reparación del escándalo. Esto también implica la reparación del daño: si daño a una persona o a una comunidad, debo reparar ese daño.
El derecho penal no es vengativo, no busca castigar por castigar, sino proteger a la comunidad de eventuales fracturas, divisiones, y ayudar a tener conciencia del mal que se ha hecho y a corregirse. La ley penal nunca es perfecta, pero permite un horizonte de justicia que el legislador considera necesario para el bien de la iglesia, el bien de los fieles, la salvación de las almas, esta es la finalidad verdadera.
¿La Iglesia está evolucionando en su sensibilidad para detectar abusos de poder?
—En los últimos años, bajo el pontificado de Pablo Francisco, ha habido muchas intervenciones, sobre todo en el ámbito penal, debido a emergencias que se crearon con las acusaciones de abuso. No son hechos nuevos, son hechos antiguos, pero la conciencia de estos abusos es nueva, entre otras porque ha avanzado la sensibilidad en estos asuntos.
Esto es algo positivo, aunque también muy doloroso. Muy positivo porque los tiempos de hoy son mejores que los de entonces, en el sentido de que ahora reconocemos los problemas que antes no veíamos. Eso sí, la ley penal no puede ser la respuesta definitiva y única, es un instrumento más, pero se necesita que la Iglesia trabaje sobre todo con formación, prevención y formación de las conciencias.
¿Qué cosas han cambiado concretamente en el derecho canónico?
—El derecho penal hace su parte, pero no se puede confiar en el derecho penal para resolver todos los problemas de este tipo. Una de las novedades del reciente libro VI de 2021, que es el libro que contiene las normas penales de la Iglesia, es esta, abrir la posibilidad de imputar a algunos sujetos, incluso a algunos laicos que tengan un oficio, una autoridad o un poder en la iglesia. Lo que se quiere es señalar el abuso que constituiría pasar de la discrecionalidad legítima de una elección a la arbitrariedad que crea un daño.
Esto también los laicos pueden hacer, y así también los laicos se convierten en imputables porque detienen un oficio, un poder, una potestad. Y esto creo que es un paso adelante. Pienso, por ejemplo, en los moderadores de muchos movimientos laicales y asociaciones. Pienso en quienes ejercen oficios en la Iglesia, por ejemplo, bajo el pontificado del Papa Francisco muchos laicos han asumido oficios importantes de gobierno, y justamente, junto con los oficios, también la responsabilidad de que sus elecciones no sea arbitrarias, sino respetuosas con la libertad y la conciencia de los fieles.
¿Cómo puede mejorar la Iglesia para evitar los abusos de poder y conciencia?
—Hay tres antídotos al abuso de poder. En primer lugar, la formación de la conciencia. Después, la transparencia. Cuando una autoridad toma una decisión, un antídoto para que esta decisión no sea abusiva es analizar las motivaciones reales con transparencia. ¿Por qué yo he decidido esto?
Y el tercer antídoto es un gobierno más colegial, más sinodal, es decir, la autoridad tiene la responsabilidad de la decisión, pero, para tomar una decisión, es mejor no tomarla sola y estar más expuesto al riesgo de abuso, compartirla con colaboradores o con la comunidad misma. La responsabilidad es siempre de la autoridad, nunca es colegial, pero el discernimiento, la evaluación de los casos, puede ser colegial, y así se protege más del riesgo de abuso.



