Fabio Rosini, sacerdote romano, es conocido por su original itinerario catequético de las “Diez palabras”, que ha acompañado a generaciones de jóvenes en su camino de fe durante más de treinta años.
Actualmente es profesor en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, donde imparte la asignatura “Biblia y predicación” en la Facultad de Teología. En estas semanas, además, propone un “Taller de lectura de textos homiléticos”.
En la siguiente entrevista, el sacerdote romano comparte con Omnes algunas reflexiones sobre la paternidad en la sociedad contemporánea, la educación en la fe de los jóvenes y la importancia de un camino espiritual maduro.
Usted es conocido por el itinerario de las “Diez Palabras”, que recientemente ha cumplido treinta años. ¿Cómo surgió este camino y qué frutos ha dado en la vida de los jóvenes que han participado en él?
—Contar el origen de las “Diez Palabras” significa hablar de la creatividad pastoral como expresión de amor. Corría el año 1991 y yo era vicepárroco, me encontré ante un grupo de jóvenes y me pregunté qué podía ofrecerles de verdaderamente bello, profundo, duradero. Viniendo del mundo del arte -yo era músico- sabía que las cosas bellas surgen cuando alguien te importa de verdad.
Durante un año les observé, en silencio, intentando comprender sus necesidades más verdaderas. Me di cuenta de una profunda carencia: no tenían padres. Las madres eran omnipresentes, pero los padres eran aburridos, insustanciales. Y ellos, los jóvenes, se engañaban a sí mismos diciendo que eran cristianos, pero vivían una fe incoherente. Comprendí que tenían que encontrarse con la paternidad de Dios, y que necesitaban un camino que tocara algo irreversible, como los sacramentos.
Así que, utilizando el Decálogo, empecé a describirles no un conjunto de cosas que “no hacer”, sino la belleza de una vida plena, la imagen del hombre libre, fiel y maduro. No estaba formando cristianos hechos y acabados, sino personas dispuestas a dejarse formar. ¿El fruto? Innumerables vidas transformadas, no por méritos míos, sino porque en ellas se encendió un proceso que parte de Dios.
La figura del padre es, por tanto, un tema recurrente en su predicación. ¿Qué impacto tiene la ausencia o debilidad de esta figura en la sociedad contemporánea?
—El impacto es radical. La ausencia de paternidad genera una deficiencia ontológica. Es como tener el ADN incompleto: si falta una parte, la masculina, algo no puede funcionar. Biológicamente lo he experimentado: tras algunos problemas de salud, descubrí una debilidad genética hereditaria paterna. Pero también lo veo en el plano espiritual.
El mundo actual se ha embarcado en un camino de autodestrucción, en el que se exalta la fragmentación y se desprecia la autoridad. ¿Cuál es el resultado? Generaciones enteras en busca del reconocimiento, que es el acto más específicamente paternal. Como dijo Dios en el bautismo de Jesús: “Tú eres mi Hijo”.
Hoy, los padres suelen estar ausentes, distraídos, marginados. Pero los jóvenes, como Telémaco, esperan el regreso de Ulises. Necesitamos una recuperación de la paternidad en todos los ámbitos: familiar, eclesial, educativo. Hace treinta años empecé así: siendo padre, creyendo en el valor de aquellos adolescentes, apoyándoles con firmeza, ternura y fidelidad.
En sus libros habla a menudo de madurez espiritual. ¿Cómo ve hoy el camino de crecimiento de los jóvenes en la fe?
—La madurez espiritual pasa por etapas concretas: ser hijos, convertirse en hermanos, luego en esposos, después en padres. No se puede saltar ninguna etapa. Y hoy, muchos jóvenes vienen a mí con gran entusiasmo, pero sin haber experimentado nunca ni siquiera el enamoramiento pleno. Y yo digo: ¿cómo crees que puedes amar a una comunidad, a una parroquia, si nunca has perdido la cabeza por alguien?
El reto es redescubrir la pasión, la alegría, la implicación total. Basta de moralismo y de bondad: no necesitamos cristianos “buenos”, sino cristianos enamorados. Quien está enamorado no necesita reglas: ama espontáneamente, se entrega, se sacrifica con alegría. Esto falta hoy: ver a personas que han perdido la cabeza por el Evangelio.
Usted habla a menudo del “lenguaje de signos” en la Biblia. ¿Cómo podemos ayudar a los jóvenes a reconocer estos signos en su vida cotidiana?
—La Biblia es un mapa que descifra el sentido profundo de la historia. Los signos, como los del Evangelio de Juan, unen lo visible con lo invisible. Son ventanas al misterio. Los jóvenes no necesitan una religión superficial, sino alguien que muestre el secreto de las cosas.
Durante el cierre (la suspensión de actividades debido a la pandemia de Covid-19), deberíamos haber dicho que era un tiempo de gracia, no repetir eslóganes vacíos. Todo acontecimiento -incluso el más dramático- puede ser una señal de Dios. La salida siempre es el Cielo. Lo he visto en los presos, en los enfermos, en los que se confían: ahí habla Dios. A nosotros nos corresponde ayudarles a ver con ojos nuevos.
En el libro El arte de recomenzar, usted escribe sobre la importancia de la conversión continua. ¿Cómo transmite a los jóvenes que el fracaso puede ser un nuevo comienzo?
—Se anuncia y, sobre todo, se vive. Cuando celebramos los treinta años de las “Diez Palabras”, una de las parejas que me acompañaban me recordó que todo empezó con un fracaso: una propuesta que salió mal, un momento de crisis. Y ahí, en el colapso, nació el punto de inflexión.
El fracaso no es el final: es el principio. Dios construyó la salvación a partir de una cruz, de una injusticia. Incluso mi enfermedad fue una oportunidad para la gracia. El caos no es desorden: es un orden superior, que no comprendemos. Y ahí actúa Dios.
Según su experiencia, ¿cuáles son los métodos más eficaces para acercar a los jóvenes a Dios en una época marcada por la secularización y el relativismo?
—Sólo hay un método: ser auténtico, ser valiente, no transigir. No convirtamos las parroquias en parques de atracciones. Dios no nos ha pedido que entretengamos a la gente, sino que proclamemos la belleza del Evangelio, aun a costa de ser incómodos.
El Evangelio se proclama con vida, con alegría, con autoironía. Me siento un hombre feliz y agradecido. Incluso cuando arriesgué mi vida, tuve la sensación de que Dios me decía: “Aún no has terminado. Todavía queda algo por hacer”.
¿Qué frutos ha visto en su trabajo con los jóvenes? ¿Y qué consejo daría a los educadores católicos?
—Veo hermosos frutos. Vidas sanadas, transformadas, florecidas. Pero no es obra mía: es Dios quien obra. Nosotros sólo somos instrumentos, y la clave está en poner a la gente en contacto con el poder de su paternidad.,
Empecé a cambiar lavando un plato. Sí, un plato. Allí me di cuenta de que incluso ese gesto podía ser amor. Y, plato tras plato he llegado hasta hoy. Esa es la espiritualidad de la vida cotidiana: hacer de todo una obra maestra.
De cara al futuro, ¿qué proyectos tiene en mente para seguir apoyando a los jóvenes?
—¿Mi mayor deseo? Morir. Formar a otros, dejar espacio, confiar. Vivimos en una sociedad gerontocrática, donde nadie quiere irse. Yo, en cambio, quiero irme. No quiero clones, sino hijos creativos, sorprendentes, libres.
Sueño con un confesionario, donde pueda pasar el tiempo saludando a la gente. Y tal vez una cervecita de vez en cuando, con los amigos. Nada especial, pero todo vivido con plenitud. Y si Dios quiere, seguiré viendo nacer cosas hermosas que no llevarán mi nombre, sino el de Dios.