Evangelización

La autoridad que hace crecer

La autoridad eclesial debe ser un servicio limitado al bien de las personas y al carisma. La prevención del abuso de poder y conciencia se basa en el cuidado de la transparencia en el gobierno, un marco jurídico claro y la separación del fuero interno y externo.

Diego Blázquez Bernaldo de Quirós·5 de noviembre de 2025·Tiempo de lectura: 6 minutos

Cuando sor Pilar asumió la dirección de una obra educativa, en la periferia de una gran ciudad, heredó un expediente con polvo y silencios. Había decisiones firmadas sin actas, correos que “no constaban” y una costumbre que todos llamaban “obediencia” pero que, en realidad, sonaba a miedo. La superiora provincial le dio una única instrucción: “Haz que la casa vuelva a oler a Evangelio”. No le pidió heroicidades; le pidió método.

Ese es el corazón de este artículo: la autoridad en la Iglesia. No se trata de una entelequia piadosa ni un mero organigrama. Es un arte y una disciplina, con finalidades claras y límites precisos. Y, cuando olvida su fin —edificar personas y custodiar un carisma para bien de muchos—, se vuelve caricatura.

Autoridad, no dominio

El Evangelio es sencillo y severo: “No ha de ser así entre vosotros”. La autoridad cristiana nace del servicio y, por eso, se somete a su propio fin. El Derecho de la Iglesia, tan poco dado a eslóganes, lo formula con sobria belleza: la potestad se ejerce “en nombre de la Iglesia” y está intrínsecamente limitada por el bien de las personas, el carisma que se sirve y los derechos de los fieles. Eso significa que ningún superior puede mandar lo imposible, lo ilícito o lo que rebasa su competencia. Significa, también, que la obediencia no es ciega, porque la conciencia —bien formada— jamás abdica.

Lo notable es que, cuando estas ideas se toman en serio, cambia el clima. Las reuniones dejan de ser rituales para convertirse en espacios de discernimiento. La corrección fraterna deja de molestar y se vuelve antídoto contra el autoengaño. La autoridad, entonces, es buena noticia: alguien vela por todos, para que cada uno florezca y la obra no pierda el norte.

La frontera que protege la libertad

Si hay un punto donde suele torcerse el rumbo es en la mezcla de fueros. La tradición ha custodiado con celo la distinción entre lo que pertenece al fuero interno -la confesión, la dirección espiritual, el diálogo íntimo con Dios- y lo que pertenece al fuero externo —los hechos, las conductas, las decisiones de gobierno—. Respetar esa frontera no es una manía jurídica: es la barrera de protección de la libertad interior.

Cuando una superiora o un superior pregunta por “cómo va la oración” para decidir un nombramiento; cuando se solicita “manifestación de conciencia” para evaluar a alguien; cuando se convierte en confesor habitual de quienes debe enviar, corregir o cesar, se ha abierto una rendija por la que, tarde o temprano, entra la manipulación. No siempre hay mala fe; muchas veces hay confusión. Pero el daño es el mismo: la persona deja de distinguir la voz de Dios de la voz del gobierno. Y se rompe, sin ruido, la base de toda madurez cristiana.

La práctica sana es conocida y exigente: separar roles, poner la mirada en hechos verificables, documentar razones y, cuando haga falta, recurrir a mediadores externos. “No me cuentes cómo disciernes” —decía un superior mayor a sus directores—; “cuéntame cómo trabajas, cómo te relacionas, qué resultados has conseguido con tu equipo. Tu conciencia es tuya; mi deber es gobernar con justicia”.

Cómo se deteriora una casa… y cómo se vuelve a levantar

El abuso rara vez irrumpe con estridencia. Suele llegar disfrazado de eficacia. Todo empieza con una excepción: “Para no complicar, firmo yo”. Después, una costumbre: “Las actas sobran, somos familia”. Más tarde, un lenguaje: “Si amas a Dios, harás esto”. Y finalmente, el silencio: nadie pregunta, nadie explica, todos obedecen. La autoridad se vuelve monólogo. El gobierno, opaco. La conciencia, una pieza más en la maquinaria.

La buena noticia es que la reconstrucción también se hace con cosas pequeñas. Sor Pilar comenzó por la mesa: un Consejo que de verdad aconsejaba. Dossiers circulados con tiempo, preguntas incómodas hechas con respeto, votos donde la norma lo pedía y constancia escrita de por qué se decidía una cosa y no la contraria. El paso siguiente fue devolver a cada ámbito su dignidad: quien acompañaba espiritualmente dejaba de opinar sobre destinos; quien elaboraba el presupuesto presentaba cuentas claras; quien evaluaba lo hacía con criterios publicados. Nadie se sintió vigilado; muchos se sintieron cuidados.

De pronto sucedió algo hermoso: las hermanas más jóvenes —las que suelen “votar con los pies” cuando detectan incoherencia— empezaron a tomar la palabra. Y los laicos, que en las obras educativas conocen muy bien el sabor de la transparencia, comprendieron que esa casa no temía ser mirada. No fue milagro; fue gobierno.

Tres convicciones que cambian el tono de todo

-Primera: el fin no justifica los medios. No hay crecimiento del carisma si para lograrlo se aplasta la libertad o se usa lenguaje espiritual como palanca de poder. Decir “por el bien de la obra” mientras se vulnera un derecho no es celo apostólico; es desorden.

-Segunda: la participación no es un adorno. Escuchar no siempre obliga, pero casi siempre mejora. La Iglesia ha previsto consejos, consentimientos y consultas por sabiduría milenaria: nadie se gobierna a sí mismo. Y la rendición de cuentas —actas, informes, presupuestos, auditorías proporcionadas— no burocratiza; depura.

-Tercera: la caridad necesita forma. No basta con “buen espíritu” para evitar el abuso. Hacen falta normas claras, límites de tiempo en los oficios, gestión de conflictos de interés, protocolos ante incidencias con menores o con adultos vulnerables, formación de superiores en liderazgo y en derecho canónico práctico. La caridad, sin forma, se vuelve blanda con los fuertes y dura con los débiles.

Cuando ya hay herida

¿Qué hacer cuando el daño existe y no es hipotético? La respuesta cristiana tiene cuatro tiempos que conviene no confundir. Primero, escuchar con protección a la persona afectada, con apoyos externos al circuito de gobierno, porque la confianza no se decreta. Segundo, detener el daño con medidas prudentes —cautelares, si hace falta— que pongan a salvo a todos. Tercero, averiguar los hechos en fuero externo, sin invadir conciencia ni convertir el proceso en inquisición. Cuarto, hacer justicia con reparación, lo que incluye corregir, sancionar si procede, aprender y cambiar estructuras para no repetir.

La comunicación es parte de esa justicia. Una comunidad que calla lo esencial y pierde el rumor de la verdad se pudre por dentro. No se trata de exhibicionismo; se trata de no encubrir, de llamar a las cosas por su nombre, de asumir con humildad que el Evangelio no se defiende con secretismos.

Un lenguaje que educa

Las palabras hacen mundos. A veces la patología del poder se anuncia en el vocabulario. Cuando “obediencia” se confunde con disponibilidad ilimitada; cuando “discernimiento” quiere decir “adivina lo que el superior desea”; cuando “confianza” significa “no preguntes”, la deformación ya está instalada. 

Conviene recuperar palabras exactas: obedecer es buscar juntos la voluntad de Dios, con la conciencia despierta; discernir es confrontar razones y signos, no voluntades desnudas; confiar es poder preguntar, incluso disentir, sin miedo a represalias.

Un gobierno eclesial que se toma en serio estas distinciones no empobrece su vida espiritual: la enriquece. Solo quien es libre puede ofrecerse. Solo quien es escuchado aprende a escuchar. Solo quien rinde cuentas puede mirar de frente.

La elegancia de lo sencillo

Al cabo de un año, sor Pilar entregó un informe breve a su provincial. No era un catálogo de victorias. Eran cinco constataciones humildes: que el consejo funcionaba, que las actas contaban una historia coherente, que el presupuesto se entendía, que los acompañamientos espirituales estaban a salvo del gobierno y que los nombramientos ya no dependían de simpatías. “La casa —escribió— huele otra vez a Evangelio”. No porque no hubiera problemas —los había—, sino porque el modo de afrontarlos era evangélico.

Hay casas donde, al entrar, uno siente que la autoridad es un peso; y casas donde se percibe que es un bien. La diferencia no está en el carácter de los superiores ni en la docilidad natural de las personas. Está en la combinación de una teología sobria del poder con una cultura organizativa clara: participación real, separación de fueros, controles proporcionados, memoria escrita, lenguaje honesto. No exige santidad de portada; exige voluntad sostenida y hábitos sencillos.

La Iglesia no ha improvisado estas intuiciones. Durante siglos ha aprendido —a veces con lágrimas— que el carisma florece cuando hay reglas que protegen la libertad, y se marchita cuando la autoridad se privatiza. Si necesitamos una imagen para no olvidarlo, que sea la de una mesa bien puesta: documentos a la vista, tiempos para hablar, razones que se ponderan, decisiones que se firman con paz, y un último gesto de gratitud por quienes han aportado su parte. El poder, allí, deja de asustar. Y la obediencia, allí, vuelve a ser palabra hermosa.

Al final, la prevención de abusos de poder y de conciencia no es un curso ni un protocolo —aunque ambos ayuden—. Es una forma de vida comunitaria en la que cada persona puede decir, sin retórica, “aquí crezco”. Y donde quien gobierna puede rezar, sin autoengaño, “aquí sirvo”. Cuando eso ocurre, la institución se hace creíble, el carisma se vuelve fecundo y el Evangelio, en silencio, convence.

El autorDiego Blázquez Bernaldo de Quirós

Consultor de congregaciones religiosas y director de Custodec.

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