Una mujer vive en el monasterio de San Pedro, el más antiguo de Malta, y hasta ella llega una larga tradición de monjas benedictinas que se extiende en la historia hasta el siglo XV. Sin embargo, esa continuidad de siglos se ve ahora en peligro, pues solo queda ella recorriendo los pasillos de este bello monasterio en Mdina, la “Ciudad del Silencio” que antaño fue la capital del país.
Beata María Adeodata Pisani
Son los mismos pasos que dio la beata María Adeodata Pisani. Esta monja, que recibió en el Bautismo el nombre de María Teresa, vivió entre 1806 y 1855. Hija de un matrimonio turbulento, se negó a integrarse en la vida de sociedad que su madre le quería imponer e ingresó en el monasterio de San Pedro en Mdina el 16 de julio de 1828, con 22 años. Allí tomó el nombre de María Adeodata y, apenas dos años después, hizo la profesión solemne.
La beata Pisani ejerció diversos cargos: sacristana, enfermera, portera, maestra de novicias y abadesa. Durante el tiempo que estuvo al frente del monasterio, destacó por su fidelidad a la Regla de san Benito y por su tenacidad a la hora de ayudar a las monjas de toda la comunidad.
El 25 de febrero de 1855 fue a recibir la Sagrada Comunión, indicando a la enfermera que le cuidaba que esa era la última vez que bajaba a la capilla. Tras recibir el sacramento, sufrió un infarto y falleció pocas horas después, habiendo recibido la Unción de Enfermos.
San Juan Pablo II beatificó a María Adeodata Pisani el 9 de mayo de 2001, diciendo que su vida fue un “espléndido ejemplo de consagración religiosa benedictina”. El Papa polaco, refiriéndose a la beata, subrayó que “con su oración, su trabajo y su amor se convirtió en una fuente de fecundidad espiritual y misionera, sin la cual la Iglesia no puede predicar el Evangelio según el mandato de Cristo, porque la misión y la contemplación se necesitan absolutamente la una a la otra”.
Una monja octogenaria
Hoy, la única persona que recoge el legado de aquella beata es una monja octogenaria. Su hogar, este convento escondido en la Ciudad del Silencio maltesa, está abierto para quienes quieran visitarlo. Sin embargo, a ella no la verán.
Aquellos que se adentren en el recinto se encontrarán primero con la sonrisa de un voluntario que trabaja en la puerta, ofreciendo las guías del museo-monasterio en distintos idiomas. Después, mientras recorren las estancias contemplando la multitud de obras de arte que cuelgan de sus paredes, tal vez escuchen a lo lejos el ladrido de un perro. Al asomarse al jardín que sirve de huerto para la única huésped del lugar, puede que vean al animalillo jugar en la tierra, mientras una mujer cuida de las plantas que allí crecen. Ellos dos son la única compañía que tiene la única monja benedictina que queda en Malta.
¿Qué pasará después?
Al terminar la visita del monasterio, es imposible no preguntarse qué ocurrirá con todo ese patrimonio espiritual y artístico cuando ya no quede ninguna monja allí. Si alguien pregunta al voluntario de la entrada, este tan solo encogerá los hombros con una sonrisa, dando a entender que es la misma pregunta que se hacen todos los que pasan por allí.
¿Pasará el legado de las monjas benedictinas a manos del gobierno? ¿Comenzará allí su vida otra orden religiosa? ¿Se trasladarán al monasterio algunas de las monjas benedictinas que quedan en el mundo?
Tal vez alguna joven maltesa responda a una llamada de Dios, invitándola a recogerse y encontrarse con Él en este monasterio, que por una bonita casualidad, se sitúa precisamente en la Ciudad del Silencio.