El Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen. Preparación al reinado de Jesucristo, obra cumbre de la piedad mariana y de la teología católica, fue publicado por primera vez en 1843, ciento veintisiete años después de la muerte de su autor, el sacerdote francés san Luis María Grignion de Monfort (1673-1716). La riqueza del texto fluye de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y de la Tradición viva de la Iglesia, a través de la profunda experiencia espiritual y mística del santo, así como de la madurez de su acción misionera.
San Juan Pablo II -que inició el proceso para la declaración de san Luis María doctor de la Iglesia- testimoniaba, en su libro-entrevista con André Frossard, No tengáis miedo (1983): “La lectura de aquel libro ha marcado en mi vida un cambio radical definitivo”.
Y en su diálogo con Vittorio Messori, recogido en el volumen Cruzando el umbral de la esperanza (1994), hablaba sobre su lema episcopal, inspirado en el Tratado (“Soy todo tuyo, y cuanto tengo es tuyo, ¡oh mi amable Jesús!, por María tu santísima Madre”): “Totus tuus. Esta fórmula no tiene sólo una característica de piedad, no es una simple expresión de devoción: es algo más. Gracias a san Luis María Grignion de Montfort comprendí que la verdadera devoción a la Madre de Dios es esencialmente cristocéntrica, y, además, profundamente arraigada en el Misterio trinitario de Dios, y en los misterios de la Encarnación y de la Redención”.
Recogemos ahora un breve elenco de algunas sentencias de la espléndida doctrina mariológica contenida en el Tratado de San Luis María.
Mediadora y dispensadora de gracia
Inspirándose en la etimología del nombre de la Madre de Jesús, afirma poéticamente el autor: “Dios Padre creó un depósito de todas las aguas, y lo llamó mar. Creó un depósito de todas las gracias, y lo llamó María” (n. 23). De forma más teológica, constata la elección divina de María como administradora de los méritos de la redención de su Hijo: “Dios Espíritu Santo comunicó sus dones a María, su fiel Esposa, y la escogió por dispensadora de cuanto posee. Ella distribuye a quien quiere, cuanto quiere, como quiere y cuando quiere todos sus dones y gracias” (n. 25). Ella ha sido constituida, por tanto, la “tesorera de sus riquezas, dispensadora de sus gracias, realizadora de sus portentos, reparadora del género humano” (n. 28).
Es realmente Madre de Dios y de la Iglesia, pues “en el orden de la gracia, la Cabeza y los miembros nacen de la misma madre” (n. 32). Su intervención resulta imprescindible para el seguimiento de Cristo, de modo que “nadie puede llegar a una íntima unión con Nuestro Señor y a una fidelidad perfecta al Espíritu Santo sin una unión muy estrecha con la Santísima Virgen” (n. 43).
En María se cumple por fin el sueño del Señor, pues la Santísima Trinidad descansa como en un paraíso en su corazón fiel, confiado por completo en las promesas divinas, y totalmente dócil a la acción del Paráclito. Por ello, la ha querido constituir canal del agua viva y sobrenatural del Espíritu Santo: “Sólo por Ella han hallado gracia ante Dios cuantos después de Ella la han hallado, y sólo por Ella la encontrarán cuantos la hallarán en el futuro” (n. 44).
El sacerdote francés constata que la invocación e imitación de la primera y mejor discípula de Cristo es la senda que han seguido los cristianos que han encarnado plenamente el evangelio en la historia de la Iglesia: “los mayores santos, las personas más ricas en gracia y virtud, son los más asiduos en implorar a la Santísima Virgen y contemplarla siempre como el modelo perfecto que imitar y la ayuda eficaz que les debe socorrer” (n. 46).
Afirma también la universalidad de la singular y especialísima cooperación de la santísima Virgen en la obra de la redención: “La salvación del mundo comenzó por medio de María, y por medio de Ella debe alcanzar su plenitud” (n. 49); “María, al permanecer perfectamente fiel a Dios, se convirtió en causa de salvación para sí y para todos sus hijos y servidores, consagrándolos al Señor” (n. 53).
La misión de María
La función de María en la Iglesia consiste en facilitar la unión de los redimidos con el Redentor, su divino Hijo. Ella nos lleva directamente a Jesús: “María es el medio más seguro, fácil, corto y perfecto para llegar a Jesucristo” (n. 55). A su vez, la voluntad de su Hijo divino es contar con su madre bendita para llevar a todos los frutos de su sacrificio pascual: “La tendencia más fuerte de María es la de unirnos a Jesucristo, su Hijo, y la más viva tendencia del Hijo es que vayamos a Él por medio de su santísima Madre. Por esto, la Santísima Virgen es el camino para llegar a Nuestro Señor” (n. 75).
Afirma el santo que, conforme a los planes del Señor, “necesitamos un mediador ante el Mediador mismo y que la excelsa María es la más capaz de cumplir este oficio caritativo. Por Ella vino Jesucristo a nosotros, y por Ella debemos nosotros ir a Él. Ella es tan poderosa que sus peticiones jamás han sido desoídas” (n. 85). Y concluye: “Para llegar a Jesucristo hay que ir a María, nuestra Mediadora de intercesión.
Para llegar al Padre hay que ir al Hijo, nuestro Mediador de redención” (n. 86). Asimismo, asevera que, en nuestra condición de naturaleza caída y debilitada por el pecado, “es difícil perseverar en gracia, a causa de la increíble corrupción del mundo. Sólo la Virgen fiel, contra quien nada pudo la serpiente, hace este milagro en favor de aquellos que la sirven lo mejor que pueden” (n. 89).
En definitiva, como afirmó Juan Pablo II, “al poner a la Madre de Cristo en relación con el misterio trinitario, Montfort me ayudó a comprender que la Virgen pertenece al plan de la salvación por voluntad del Padre, como Madre del Verbo encarnado, que concibió por obra del Espíritu Santo. Toda intervención de María en la obra de regeneración de los fieles no está en competición con Cristo, sino que deriva de él y está a su servicio.
La acción que María realiza en el plan de la salvación hace directamente referencia a una mediación que se lleva a cabo en Cristo” (Discurso, 13-10-2000). La Iglesia reconoce la “mediación materna” de María, y la venera como “madre espiritual de la humanidad y abogada de gracia” (cf. Carta encíclica Redemptoris mater, 25-3-1987, nn. 38-49). Por ello, el itinerario espiritual del fiel consiste en “configurarse a Cristo con María” (cf. Carta encíclica Rosarium Mariae Virginis, 16-10-2002, n. 15).




