

Lo cierto es que el Papa León XIV ha demostrado ser “integrador” de los diversos aspectos de la vida cristiana, buscador de la unidad y de la coherencia. Pero de ningún modo relativizador, sino al revés, incisivo y profundo, sabiendo mostrar las exigencias de la verdad cristiana, aunque, ciertamente no se puede hablar de todo al mismo tiempo.
La exhortación apostólica Dilexi te, “te he amado” es el primer documento largo de León XIV. En su título recoge palabras que Cristo dirige, en el libro del Apocalipsis (3, 9), a una comunidad cristiana poco relevante y expuesta al desprecio. El texto se centra en el amor hacia los pobres. Se trata de un aspecto de la fe y de la vida cristiana que ha ido cobrando progresivamente importancia en el magisterio de la Iglesia sobre todo a partir del Concilio Vaticano II (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2443-2449).
La presentación vincula el tema de este documento con la encíclica Dilexit nos (2024) del Papa Francisco, sobre el amor divino y humano de Cristo, pues contemplar el amor de Cristo, en palabras de esa encíclica, “nos ayuda a prestar más atención al sufrimiento y a las carencias de los demás, nos hace fuertes para participar en su obra de liberación, como instrumentos para la difusión de su amor”.
El amor a los necesitados, camino de santificación
El Papa Prevost señala que el documento retoma un texto preparado por Francisco, “imaginando que Cristo se dirigiera a cada uno de ellos diciendo: no tienes poder ni fuerza, pero ‘yo te he amado’”. Declara compartir el deseo del Papa anterior “de que todos los cristianos puedan percibir la fuerte conexión que existe entre el amor de Cristo y su llamada a acercarnos a los pobres” (3). Así queda enunciado el objetivo principal del documento: proponer este “camino de santificación” de fuerte raigambre evangélica: reconocer a Cristo en los necesitados para configurarse con Cristo, en lo que consiste la santidad.
En sus “palabras indispensables” o preliminares (capítulo I), León XIV señala cómo el Señor se identifica con los necesitados (cfr. sobre todo Mt 25, 40). “En el rostro herido de los pobres encontramos impreso el sufrimiento de los inocentes y, por tanto, el mismo sufrimiento de Cristo” (9). Y por ello confiesa el Papa: “Estoy convencido de que la opción preferencial por los pobres genera una renovación extraordinaria tanto en la Iglesia como en la sociedad, cuando somos capaces de liberarnos de la autorreferencialidad y conseguimos escuchar su grito” (7). Esto pide un cambio de mentalidad sin dejarse engañar por burlas, argumentaciones interesadas y pseudocientíficas.
Una exigencia de la coherencia cristiana
La Sagrada Escritura (cfr. capítulo II) enseña que “no se puede rezar ni ofrecer sacrificios mientras se oprime a los más débiles y a los más pobres” (17). Jesús se hizo pobre para revelarnos el amor del Padre (cfr. 2 Co 8, 9). Su pobreza y su amor a los pobres es signo de su vínculo con el Padre y de la entrega que pide también a sus discípulos. Por eso “no se puede amar a Dios sin extender el propio amor a los pobres” (26) y de ahí que se recomiendan las obras de misericordia, como signo de la autencidad del culto a Dios (cfr. 27).
Es significativo que el apóstol Santiago, para ejemplificar la necesaria unión entre la fe y las obras, ponga como ejemplos la relación con los necesitados (cfr. St 5, 3-5). De hecho, la primera comunidad cristiana de Jerusalén se cuidaba cotidianamente de compartir los bienes y asistir a los pobres (concretamente a las viudas, cfr. Hch 6, 1-6) y san Pablo recibió la indicación de que no se olvidase de los pobres (cfr. Ga 2, 10). Hay pues, un vínculo entre el amor a Dios y el amor a los pobres.
Cristo, presente en la Eucaristía y en los pobres
Los padres de la Iglesia (cfr. capítulo III) vieron en la caridad hacia los necsitados una expresión concreta de la fe en el Verbo encarnado. Con fuertes acentos impulsaron a reconocer a Cristo no solo en la Eucaristía sino también en los encesitados. Para Agustín, el pobre no es sólo alguien a quien se ayuda, sino la presencia sacramental del Señor (44). Todo ello teniendo ahora en cuenta la diversificación de las formas de pobreza: moral, espiritual, cultural, “la del que se encuentra en una condición de debilidad o fragilidad personal o social, la pobreza del que no tiene derechos, ni espacio, ni libertad” (9).
“Sobre este aspecto (…) se puede afirmar que la teología patrística fue práctica, apuntando a una Iglesia pobre y para los pobres, recordando que el Evangelio sólo se anuncia bien cuando llega a tocar la carne de los últimos, y advirtiendo que el rigor doctrinal sin misericordia es una palabra vacía” (48). Y en esta línea se multiplican las obras de tantos santos y santas, concretamente en la vida religiosa.
“Cuando la Iglesia se arrodilla para romper las nuevas cadenas que aprisionan a los pobres, se convierte en signo de la Pascua” (61).
En los pobres, los migrantes y refugiados, los enfermos y cuantos sufren, Cristo se revela y es adorado. “Cuando la Iglesia se inclina hasta el sueño para cuidar de los pobres, asume su postura más elevada” (79).
Los pobres y la educación
En cuanto a la educación de los pobres, para la Iglesia no se trata de un favor, sino de un deber. Merece la pena citar este entero párrafo: “Los pequeños tienen derecho a la sabiduría, como exigencia básica para el reconocimiento de la dignidad humana. Enseñarles es afirmar su valor, darles las herramientas para transformar su realidad. La tradición cristiana entiende que el conocimiento es un don de Dios y una responsabilidad comunitaria. La educación cristiana forma no sólo profesionales, sino personas abiertas al bien, a la belleza y a la verdad. Por eso, la escuela católica, cuando es fiel a su nombre, se convierte en un espacio de inclusión, formación integral y promoción humana. Así, conjugando fe y cultura, se siembra futuro, se honra la imagen de Dios y se construye una sociedad mejor” (72).
Todo ello afecta, por tanto, no sólo a la vida personal sino también a la vida social y política, con la ayuda de las ciencias y de la técnica: hay que luchar contra las causas estructurales de la pobreza, las estructuras de pecado y las desigualdades extremas. También las instituciones de la Iglesia han de implicarse en el esfuerzo por erradicar la pobreza.
El magisterio y concretamente la Doctrina social de la Iglesia (cf. capítulo IV) viene insistiendo en la atención a los pobres no solo por motivos sociológicos y de justicia, sino también por motivos cristológicos. Pablo VI insistió en que todo pobre representa y refleja a Cristo. Y los papas siguientes han subrayado la primacía del criterio del destino universal de los bienes y la necesidad de trabajar por el bien común. El papa Francisco y el magisterio del CELAM asumieron un compromiso particular para atender a los pobres y oponerse a la dictadura de una economía que mata (92)
La santidad personal pide el compromiso social
“Siempre debe recordarse que la propuesta del Evangelio no es sólo la de una relación individual e íntima con el Señor. (…) En la medida en que Él logre reinar entre nosotros, la vida social será ámbito de fraternidad, de justicia, de paz, de dignidad para todos. Entonces, tanto el anuncio como la experiencia cristiana tienden a provocar consecuencias sociales” (96).
Como ya señalaba el documento de Aparecida (2007), esto requiere escuchar a los pobres, valorarlos en su bondad propia, acompañarlos, evangelizarleo (con una atención religiosa prioritaria) y dejarse evangelizar por ellos, ayudarlos a trasformar su situación. Y todos salimos ganando: “Sólo comparando nuestras quejas con sus sufrimientos y privaciones, es posible recibir un reproche que nos invite a simplificar nuestra vida” (102).
En el centro y en el corazón
El amor a los pobres es pues un desafío pemanente (capítulo V) y una urgente llamada para todos, y concretamente para los creyentes. “Es la garantía evangélica de una Iglesia fiel al corazón de Dios” (103).
Pero esto supone rechazar la tentación de desentendernos de los demás, especialmente de los más débiles. “Digámoslo, hemos crecido en muchos aspectos, aunque somos analfabetos en acompañar, cuidar y sostener a los más frágiles y débiles de nuestras sociedades desarrolladas” (105).
La santidad no puede entenderse al margen del reconocimiento vivo de la dignidad de todo ser humano. Como decía el Papa Francisco, El hecho de que ver sufrir nos molesta, nos perturba y no queremos perder en ello nuestro tiempo “son síntomas de una sociedad enferma”.
Haciendo eco al Papa Francisco, insiste León XIV en que “los pobres para los cristianos no son una categoría sociológica, sino la misma carne de Cristo” (110). Por eso propone situarlos en el centro de la Iglesia y en el corazón de cada fiel. Y también por eso señala que cada comunidad de la Iglesia debe ocuparse por incluir a todos, a riesgo de correr el riesgo de la mundanidad espiritual e incluso de la disolución.
El aspecto religioso es inseparable de la promoción integral. En ese sentido no es suficiente “rezar y enseñar la verdadera doctrina” (cfr. 114), como si la auténtica oración y la auténtica doctrina no implicaran la preocupación concreta por el bien integral de todos y cada uno.
Por último, señala la actualidad e importancia de la limosna: “La limosna sigue siendo un momento necesario de contacto, de encuentro y de identificación con la situación de los demás” (115), si bien no exime de la inteligencia y del trabajo, de las responsabilidades y compromisos en lo social, tanto de las instituciones como de las personas. Y concluye cerrando el trazado inicial: “Ya sea a través del trabajo que ustedes realizan, o de su compromiso por cambiar las estructuras sociales injustas, o por medio de esos gestos sencillos de ayuda, muy cercanos y personales, será posible para aquel pobre sentir que las palabras de Jesús son para él: ‘Yo te he amado’ (Ap 3,9) (121).