Jesús reina desde la cruz. Es rey, pero no en términos terrenales. Su trono es la cruz, el peor lugar de sufrimiento conocido por el hombre en aquella época. Es rey desde un trono de sufrimiento, de humillación. En medio de su agonía, no piensa en su propio dolor ni en sus problemas, sino que ofrece la salvación al ladrón arrepentido. Es rey porque puede dominar su propio sufrimiento y pensar en los demás y hacerles el bien.
Jesús nos enseña una nueva forma de ser reyes. No para gobernar sobre los demás, sino para gobernarnos a nosotros mismos. Para saber cómo superar nuestras propias desgracias y emociones para hacer el bien a los demás.
Jesús nos muestra que el verdadero rey sabe cómo servir, voluntariamente, para convertirse en siervo de los demás. El verdadero rey ignora las burlas y los comentarios de los demás para hacer lo que cree que es correcto. El verdadero rey sabe cómo guardar silencio cuando las palabras no ayudan.
Con demasiada frecuencia no logramos dominarnos a nosotros mismos. Hablamos cuando no deberíamos. Respondemos a las provocaciones. Nos dejamos llevar por la ira, la autocompasión o el egoísmo, anteponiéndonos a los demás. Jesús nos muestra otro camino: dominarnos a nosotros mismos y vivir la verdadera realeza, que es el servicio a los demás sin buscar dominarlos.
También nos recuerda que debemos dar menos importancia a las estructuras mundanas y al poder político. La inscripción que había sobre Él había sido colocada por Poncio Pilato, el gobernador romano. Roma gobernaba Israel en aquella época. Pilato había colocado allí la inscripción tal vez para burlarse de los judíos, como diciendo: “No intentéis tener un rey. Esto es lo que hacemos con cualquiera que pretenda ser rey de los judíos”.
Cuando Jesús era burlado por los soldados, que solo podían pensar en términos políticos, Él vivía en silencio una forma de reinado que trascendía con creces la política. Nos estaba diciendo lo transitorio que es el poder terrenal. Los reinos terrenales van y vienen. Roma, que se creía capaz de burlarse del pobre y débil Israel, era poderosa entonces. Ahora es solo un recuerdo histórico. Pero la realeza de Dios perdura para siempre. Va más allá de este mundo: llega al Cielo, que Cristo abrió al ladrón arrepentido.
Si estamos dispuestos a sufrir en esta Tierra, a ser fieles a Dios, reinaremos en el Cielo. Compartiremos el trono de Cristo: “Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono, como yo he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono” (Ap 3, 21). Vencer es ser fiel hasta la muerte, es vencernos a nosotros mismos y no a los demás, es vencer nuestro orgullo para servirles.




