En su Sermón de la Montaña, el Evangelio de la solemnidad de Todos los Santos que celebramos hoy, Jesús nos da el “plan de estudios” para la santidad. Para subir la montaña de la santidad necesitamos el aliento, la acción del Espíritu Santo. Sin su gracia nos cansaríamos rápidamente y nos daríamos por vencidos. Es el Espíritu Santo quien nos inspira tanto el deseo de santidad como la voluntad efectiva de trabajar para alcanzarla. Pero Jesús nos esboza la forma de vida que el Espíritu inspira en quien sigue verdaderamente sus movimientos. Y como la santidad es como escalar una montaña, Jesús sube a una para decirnos cómo debemos vivir para alcanzarla.
“Se sentó y se acercaron sus discípulos”. Jesús nos habla desde su “cátedra”, como maestro. Solo Él conoce el camino hacia la santidad, porque solo Él es el mediador, la escalera, el camino entre la Tierra y el Cielo (véase 1 Tim 2, 5; Jn 1, 51; 14, 6). Solo Él conoce el camino a la casa del Padre (Jn 14, 2). Por lo tanto, en lugar de agotarnos tratando de idear nuestro propio camino al Cielo, lo mejor que podemos hacer es “acercarnos” a Jesús, a través de quien llegamos al Padre (Jn 14, 6).
Las primeras cuatro bienaventuranzas están relacionadas con la humildad, con el reconocimiento de nuestra propia pobreza espiritual. Si somos pobres de espíritu, vacíos de nosotros mismos, dejamos que Dios nos llene. Lloramos porque nada en esta Tierra puede satisfacernos y somos muy conscientes de nuestra propia pecaminosidad y del mal que nos rodea, que solos no podemos vencer. Somos mansos al aceptar pacíficamente nuestras limitaciones y la situación imperfecta en la que nos encontramos, pero siempre confiando en Dios. Y tenemos hambre y sed de justicia, de vivir como Dios quiere que vivamos y de que la sociedad funcione como Dios quiere, sabiendo siempre que solo Él puede satisfacer nuestra hambre y sed y provocar un cambio positivo.
Pero esta conciencia de nuestra propia necesidad nos lleva a ver las necesidades de los demás. Nos lleva a un corazón misericordioso y puro que busca dar a los demás y no solo buscar el placer egoísta de ellos. Nos esforzamos por construir la paz en la sociedad, la paz que Cristo mismo nos ha dado (véase Jn 14, 27; 16, 33; 19-21, 26). Y ofrecemos a Cristo con valentía a los demás, incluso a costa de la persecución.
Es viviendo las bienaventuranzas como nosotros también estaremos entre esa multitud “que nadie podía contar”, desconocida quizá para el mundo, pero conocida por Dios, que, como leemos en la primera lectura de hoy, clama alabanzas a Dios en el Cielo, dándole gracias por la salvación que viene únicamente a través de su Hijo Jesucristo.




