Evangelio

La Iglesia, casa de misericordia. Domingo XV del Tiempo Ordinario (C)

Joseph Evans nos comenta las lecturas del Domingo XV del tiempo ordinario (C) correspondiente al día 13 de julio de 2025.

Joseph Evans·10 de julio de 2025·Tiempo de lectura: 2 minutos

Podríamos enfocar el Evangelio de hoy de muchas maneras. La más evidente es que se trata de una parábola sobre la misericordia, que todos estamos llamados a vivir. Resulta chocante que un sacerdote y un levita, ministros de la religión, no muestren misericordia, mientras que el extranjero, un samaritano, odiado por los judíos, sí lo haga. Y los samaritanos odiaban a los judíos tanto como los judíos a ellos. Pero este samaritano no comprueba el documento de identidad del hombre necesitado. Lo que quiere decir Nuestro Señor es que la misericordia no tiene límites ni fronteras. La misericordia exige que vayamos más allá de nuestros prejuicios, en cierto sentido que nos escandalicemos incluso a nosotros mismos.

Pero centrémonos en lo que la parábola tiene que decir sobre la Iglesia. Como enseñaron varios escritores de la Iglesia antigua, Jesucristo es el verdadero Buen Samaritano. Nosotros, la humanidad, somos ese hombre atacado por los ladrones, golpeado y dejado medio muerto. Fuimos atacados por el diablo, Satanás, cuando hizo pecar a nuestros primeros padres. Ese pecado introdujo la muerte en el mundo. Y cuando pecamos, no sólo herimos a los demás, también nos herimos a nosotros mismos. Cada pecado, sobre todo los pecados graves, nos hace más parecidos a aquel hombre: heridos, rotos, moribundos.

Pero Jesús, el divino samaritano, vino a la tierra. La Antigua Ley, representada por el sacerdote y el levita, no podía ayudarnos. Estaba atada a sus propias leyes rígidas y a su estrecho fanatismo, que pensaba que la buena religión implicaba excluir a la gente. La verdadera religión, el verdadero catolicismo, no consiste en excluir a la gente, sino en hacerla entrar, con todas sus heridas. De hecho, todos estamos heridos y el que piensa que no lo está sufre la peor herida de todas: la ceguera del orgullo.

Jesús, el samaritano, encuentra a ese hombre y lava sus heridas con vino y aceite. Esto nos habla de los sacramentos de la Iglesia. El vino sugiere la sangre de Cristo (Jesús convirtió el vino en su sangre). Somos lavados por su sangre, primero en el Bautismo, después en la Eucaristía y en la Confesión. También en el Bautismo comienza a ungirnos con aceite y lo hace aún más en la Confirmación. Y nos lleva a la posada, que es la Iglesia, donde nos cuidan. Hay buenos posaderos, que representan y sirven a Cristo, que nos cuidan en su aparente ausencia. “Cuida de él”, nos dice, “y lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando vuelva”. Nos lo dice a todos: cuidad de los demás hasta que yo vuelva al final de los tiempos y os recompensaré (ver Mateo 25, 31-46). En la posada de la Iglesia estamos seguros: se curan nuestras heridas y se nos da el alimento que necesitamos.

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