Hay cólera buena y cólera mala. Nuestro Señor mostró la ira buena en el Templo cuando, ante tanta compraventa, ante la corrupción de la casa de su Padre, expulsó a todos los vendedores. Pero un ejemplo de ira mala, o ciertamente de resentimiento, se ve en el Evangelio de hoy, cuando un hermano se queja a Jesús de que su otro hermano no le da parte de la herencia. Se nota la irritación en el que habla.
La respuesta de Jesús es curiosa: “Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?”. Entonces, si Jesús no es el juez de vivos y muertos (cfr. Mateo 25:31), aquel a quien el padre encomendó todo juicio (cfr. Juan 5:22), ¿quién podría serlo? Pero Cristo habla aquí como cabeza y fundador de la Iglesia, como el que nos conduce a la vida eterna, y en esas funciones su papel no es el de árbitro de disputas sucesorias. Y con esto va al meollo de la cuestión.
“Y les dijo: ‘Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes’”. Y luego da una parábola sobre un hombre que precisamente pensaba que sí, que pensaba que podía descansar en su riqueza. No sabía que esa noche moriría y, como dice Jesús, “¿de quién será lo que has preparado?”. Cristo entonces señala que “así es el que atesora para sí y no es rico ante Dios”. La lección clave aquí es que debemos apuntar a los tesoros eternos -la vida con Dios y los santos- y no a la riqueza en la tierra.
No merece la pena enfadarse por cuestiones de propiedad. Si vamos a enfadarnos por algo, con justa indignación, deberíamos enfadarnos por ver cómo se insulta a Dios y se corrompe la religión. Deberíamos enfadarnos, con una justa indignación que lleve a la acción, al ver que se explota y abusa de los pobres. El rico de la parábola acumuló su propia destrucción. Luchando contra toda forma de codicia y procurando vivir desprendidos de los bienes mundanos y preocupados generosamente por los necesitados, estamos almacenando para nosotros mismos, y para los demás, una abundancia de misericordia y bendiciones divinas.