


¿Qué sabemos del Rey David? ¿Tenemos alguna prueba de su existencia fuera de la Biblia? En una línea del tiempo el punto marcado por el rey David es significativo en varios sentidos. Además de su famosa pelea con Goliat y de tantas escenas que aparecen en la narrativa bíblica, David marcó la historia de Israel con un evento clave: el establecimiento de Jerusalén como la capital de su reino, llamándola “Ciudad de David”:
“David se dirigió con sus hombres a Jerusalén contra los jebuseos que habitaban en el país. Estos dijeron a David: -No entrarás aquí, pues te rechazarán hasta los ciegos y los cojos-. Era como decir: David no entrará aquí. Pero David tomó la fortaleza de Sión, que es la ciudad de David”. (2 Samuel 5, 6-8)
Los historiadores colocan la fecha de la conquista de Jerusalén por parte de David en torno al año 1000 a. C., fecha fácil de recordar y piedra millar de la historia de Jerusalén. El desafío llega a la hora de conectar el texto bíblico con los restos arqueológicos. Desde una perspectiva minimalista se podría decir que cualquier conexión entre la Biblia y las piedras de Jerusalén es mucho más tardía. Buscando a David, ¿qué piezas del puzzle tenemos? La imagen del pastor convertido en rey quedó grabada en la memoria del pueblo y dejó su huella en la tradición bíblica. Pero cuando bajamos del texto al terreno, a la tierra removida por los arqueólogos, nos encontramos con un escenario áspero: más silencios que hallazgos.
El lector moderno sabe que la arqueología no funciona como el telediario o el informe del perito: ni fechas exactas ni nombres confirmados.
El terreno de Jerusalén y sus alrededores guarda sus secretos con obstinación. Del siglo X a. C., el tiempo en el que la Biblia sitúa a David y a su hijo Salomón, casi no tenemos pruebas materiales directas. Ni una estela que diga “David reinó aquí”, ni una inscripción monumental con su nombre.
La Estela de Tel Dan
Del siglo IX a. C., en cambio, sí tenemos alguna luz. Un buen ejemplo es la Estela de Tel Dan. Esta inscripción, descubierta entre 1993 y 1994 a unos 70 km al norte del Mar de Galilea, se atribuye a un rey arameo, Hazael de Damasco, que gobernó a mediados del siglo IX a. C.
El texto, escrito con caracteres muy cercanos al alfabeto fenicio-paleohebreo, conmemora victorias militares sobre los reinos de Israel y Judá. En uno de los fragmentos se lee claramente la expresión Beit David (“Casa de David”), considerada como la primera mención extrabíblica al rey David como fundador de una dinastía.
El texto está grabado usando un tipo de escritura que llamamos paleohebreo. Y esto es relevante para nuestra historia. En el periodo del Primer Templo (desde el siglo X al VII a. C.) los israelitas utilizaban el alfabeto paleohebreo, una evolución del fenicio, con letras angulosas, distinto del modo de escribir que hoy en día se conoce como alfabeto hebreo. Ese mismo alfabeto paleohebreo lo vemos en óstraca, en sellos y en pequeñas inscripciones que nos confirman que existía un aparato administrativo y una cultura escrita.
Después del exilio en Babilonia, los judíos adoptaron la escritura aramea cuadrada, el ancestro directo del hebreo moderno. Este cambio de guión es mucho más que un detalle gráfico: marca un puente histórico. Nos dice qué textos fueron copiados antes y después, nos ayuda a fechar manuscritos y nos permite entender cómo se transmitieron las palabras que hoy leemos en la Biblia.
El túnel de Ezequías
Entre los hallazgos que sí podemos tocar y recorrer, pocos tienen la fuerza simbólica del túnel de Ezequías. Excavado en el siglo VIII a. C., en preparación para el asedio del rey asirio Senaquerib, este conducto de más de medio kilómetro lleva el agua del manantial de Guijón hasta el interior de la ciudad amurallada de Jerusalén.
Cualquier peregrino puede descender hoy en día y visitar y caminar por el túnel, con el agua hasta las rodillas, siguiendo el agua por el recorrido que hace 2.700 años aseguraba la vida de la Ciudad Santa. Durante su exploración, a finales del siglo XIX, los arqueólogos encontraron una lápida hacia la mitad del recorrido: la inscripción de Siloé, un breve texto paleohebreo, del siglo VIII a.C. que narra cómo dos grupos de obreros cavaron desde extremos opuestos hasta encontrarse en el centro.
Cuando los exploradores occidentales comenzaron a investigar el subsuelo de Jerusalén, sorprendió la precisión con que este acueducto había sido excavado en roca. El recorrido tiene unos 533 metros de longitud y un desnivel de apenas medio metro. El texto de la inscripción confirma lo que los análisis del túnel habían señalado: dos equipos de obreros comenzaron a cavar desde extremos opuestos -uno desde la fuente del Guijón, en el valle del Cedrón, y otro desde el interior de la ciudad- hasta encontrarse en el centro. La inscripción de Siloé narra precisamente este momento de encuentro de los trabajadores, convirtiéndose en uno de los documentos hebreos más antiguos que se conservan y una prueba directa de la actividad constructiva en el reino de Judá durante el siglo VIII a. C.
La inscripción de Siloé
La inscripción de Siloé, conservada en Estambul, pero encontrada en el corazón del túnel de Ezequías en Jerusalén, se puede datar en el final del siglo VIII a. C. y está escrita en paleohebreo.
Ezequías es descendiente de David, y junto a la “Ciudad de David” había mandado realizar la infraestructura necesaria para resistir el asedio asirio. La conexión de la arqueología con la Biblia es explícita: en 2 Reyes 20, 20 se menciona cómo el rey Ezequías, al prever el ataque de Senaquerib, “tapó las fuentes de agua que había fuera de la ciudad” y “condujo el agua hacia el oeste de la ciudad de David”. El túnel encaja perfectamente con esa descripción, y su existencia material corrobora que Jerusalén se preparó activamente para resistir el asedio asirio del 701 a. C.
La arqueología bíblica no nos da verdades absolutas. Más bien nos invita a caminar entre claroscuros: sabemos mucho del siglo VIII, algo del IX, casi nada del X. Tenemos nombres grabados en estelas enemigas, túneles excavados en roca viva, inscripciones en un alfabeto antiguo. Podemos afirmar con seguridad que la Biblia no habita únicamente en la esfera del mito. La tierra de Israel conserva huellas materiales que se corresponden con relatos bíblicos, confirmando que estos textos nacen de una historia concreta.
Volvamos a la pregunta inicial: ¿dónde está David? La respuesta, honesta, es que no tenemos aún la piedra que lo nombra en el siglo X. Tenemos, sí, la referencia del siglo IX a su “casa”, su dinastía. Tenemos las letras de su pueblo, que fueron cambiando de forma pero no de memoria. Tenemos el túnel de un rey descendiente directo que demuestra que Jerusalén resistía. Cada hallazgo, por pequeño que sea, confirma que estos relatos nacieron en la carne y la tierra, entre pueblos y ciudades reales. n
Doctor en Teología Bíblica y Director de la Fundación Cretio